Esta es la historia de cómo tuve una revelación gracias a un “yugur”.

Hace unos años saltó a la palestra un nuevo yogur. No era el clásico ácido con su mejorado azucaramiento, con sus sabores y colores anormales o esos tropezones que le llamaban frutas, no. Tampoco tenía un vaso de material sólido alguno, seguía teniendo un recipiente de plástico parafinado, quizás más plásticoso que los simples, los vulgares que poblaban los estantes en las fresqueras de los frigoríficos. Este, en su empeño por alucinarnos tenía una forma cuidada y un color fuerte con letras que resaltaban en blanco. El color azul.

Primero nació de una conocida marca comercial que en seguida nos vendió la burra con anuncios potentes. Nos enseñaron una palabra nueva, joroña y sin decir que coño significaba le dimos un sabor, joroña es bueno, joroña es griego, joroña es sabor. El revuelo gustativo no se dio con la intensidad esperada; sí, era un nuevo yogur con textura más cremosa y sin esa acidez que muchos no soportamos. La palabra, con los años la he visto en prensa, en la zona de anuncios por palabras, donde las prostitutas se anuncian, usándola como referente a: “hacemos joroña que joroña”. Ante esto y sin saber muy bien que significaba telefonee a una de estas señoritas de vida alegre para preguntar. Mejor me callo la respuesta, entre otras cosas porque me insultó de mala manera y me animó a meterme por el orto el susodicho yogur con vasito y todo. En internet tampoco se sabe mucho de este servicio, me da a mí que estas propuestas son de chicas que trabajan en uno de esos macro supermercados tan populares.

Cambiando de tema, prosigo. Los centros de alimentación que tienen a bien copiar lo que las firmas sacan, hicieron lo que mejor saben hacer, llamar a las cosas con nombres parecidos y utilizar el color de los otros y no el precio. En un súper de estos se instaló el Griego con cuatro variantes: normal, azucarado, con chocolate y con frutos secos.

En plena alegría económica tenían cantidad de azúcar y las pintas de chocolate parecían onzas; los mejores, sin duda, los de frutos secos donde podías distinguir perfectamente las avellanas, almendras, piñones o pasas enteras que le daban a esta crema un toque excepcional. Tanto era así que en ocasiones lo cambie de recipiente y dije con la boca pequeña que lo había hecho yo. Le llamé “sorbete de puta” y todos me rieron la gracia.

Grecia, el país, vivía feliz recibiendo turistas que no llegaban con ganas de ver piedras, todos querían probar de primera mano ese joroña que joroña y por el que muchas de sus viejas amas ganaron tanto dinero que se pudieron comprar casas y terrenos.

Vino la recesión y jamás lo hubiese dicho, el yogur estaba conectado con la decadencia griega. Cada vez que en los noticiarios alguien explicaba algo sobre esto, el vaso se desinflaba y en el interior ya no se apreciaban tantos complementos como antaño. Ahora tiene menos azúcar, para ser honestos, bien podría ser alimento principal de un diabético; el chocolate ni brilla por su ausencia, no son ni escamitas de un pez, son como pecas solo con el sabor de la imaginación. Las palabras “frutos secos” deberían quitarlas de las instrucciones del vaso, no hay tales frutos, no de la forma que se merecen para ser llamados así. Habría que decir: Tiene trazas… Trazas e ilusión, porque nada más. Parece broma esto que digo y no lo es. Hoy me ha salido una cosa blanda con un tono oscuro y ante la duda de si era una pasa o un bicho no me he atrevido a comerla. Y es que los yogures griegos son referentes al país de origen. Ya no dicen la palabra divertida que ha tomado más usos, ahora nadie la pronuncia como si decirla fuese algo que humilla, más aun si se puede, a este bonito y viejo país.

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