UNA VARA HACE EL CAMINO

Que el camino de Santiago tiene connotaciones espirituales no lo duda nadie. Un camino lleno de huellas de los peregrinos donde la música y el paisaje hacen poesía y  la grandeza hace que los pequeños detalles se sientan importantes.

Los primeros días del viajero son expectantes. Ya sabe qué se encontrará porque muchos antes que él lo han descrito y solo es dar un repaso a las nuevas sensaciones. Las catalogamos en nuestro entender y en el corazón. Las almacenamos con cuidado porque nos acompañaran el resto de nuestra vida y además bien podrán ser guía para los siguientes caminantes.

Pueblos donde las personas se presentan como vecinos y conquistadores. Se muestran cariñosos ante nuestro deleite y gozo por alcanzar cada día una meta nueva.

Y allá va el andante en compañía de sus pensamientos y su bastón que buenos apoyos le da cuando lo necesita.

OH! Se rompió la vara francesa. Es curioso porque el níspero salvaje que nace libremente en el borde del pirineo es madera dura y con prestancia. En estas piensa el caminante que la vida es como la vara, parece fuerte y duradera.

Muchos son los arboles, grandes y pequeños que encantan los lugares. Y prueba a ver cuál sería el más apto para tal menester. Una etapa sigue a otra y la búsqueda continua. Los compañeros de viaje portan algunas de singular belleza. Unos fueron regalos de amigos, hechuras de padres o abuelos dando a la madera el carácter protector que tiene.

El caminante, no tiene bastón.

De entre los peñascos, al subir una falda ve con gusto un rebaño de ovejas. Y el pastor que odia las visitas siente pena por el hombre que no tiene apoyo.

Le cuenta de las brujas que siempre las hubo eran las mejores hacedoras de varas. Tan buenas que podían sentarse en ellas y danzar en el aire como las burbujas del jabón. Solían esconder estos palos para que no llegasen a malas manos y para no ser descubiertas podían hacerlas escobas o palas para los hornos.

Se fue contento, supo que algunas brujas de antaño habían guardado tan bien las varas que nunca las encontraban. Sus pasos andaban encaminados.

Pensó con un gesto en la boca que así, a solas casi parecía una sonrisa sincera. Con un poco de suerte y un tanto de atención podría encontrar una para si mismo y terminar su andadura con seguridad y calma.

Desde ese día se paso todo el tiempo mirando debajo de las piedras, a las puertas de los palacios rotos o en las cuevas donde las alimañas también quieren pernoctar.

Fue en una de estas donde tuvo el sueño más raro que jamás haya tenido caminante alguno. Una vara se le aparecía e izándose hacia el cielo señalaba la estrella más brillante. Hacía sombra sobre un angulo del camino y este acababa en un hórreo alto y pequeño. Allí en uno de sus tornarratos una cruz dibujada con carbón hacia de santo y seña.

Un viento frio deshizo el hechizo y despertó al durmiente.

Nadie podría en su sano juicio salirse del camino y seguir la ruta marcada por tan “real” sueño. Llegaríamos al hórreo viendo con gusto su estructura pero no daríamos cuenta de esta seña. El andante la ve nada mas acercarse. La mira dos veces por si aún la ensoñación continuase.

Dos vueltas da. Se aleja y acerca por reconocimiento del lugar, es un sitio vivido, aunque sea en sueños. Y lo toca porque es tan bello que no parece real. Siente la necesidad de sentarse y no ve mejor enclave que la silla que hace con el suelo el pie marcado por la cruz. Y el dormir se torna brillante, casi cegador.

Ella de larga melena ensortijada le toca el hombro y sin ver como sus labios hablan le escucha alto y claro. Le cuenta como su bastón era un preciado tesoro. Le dice que su hermana poseída por la envidia conto a todo el mundo que ella era la causa de los males más comunes. Ensuciaba la leche de las vacas para señalarla. Envenenaba a las gallinas o dejaba la puerta abierta para que entrase la raposa. Y los vecinos que tenían más miedo que cordura incitaron  a los padres para que la echasen de casa. Fácil era que el frio invierno o los zorros hiciesen el resto.

Antes de salir de aquel mal lugar escondió la vara. Se juro a si misma que solo una persona de buen corazón podría volver a tocarla. Alguien que la necesitase.

Quizás la fiebre del cansado hizo mover la mano hacia dentro.

La humedad refresca y el descanso renueva.

Poco necesitó para sacar de la tierra el palo. Lo limpió y pudo notar la destreza del que sabe hacer una buena vara. El tamaño no era demasiado grande y el peso casi insignificante. Dudo de su estabilidad.

Comió algo y pensó que debería proseguir el camino, volver sobre sus pasos y retomar la hazaña. Había estado solo mucho tiempo y aunque no era persona de charlas gustaba oír las bromas de los más jóvenes y las aventuras de los más viejos.

No pudo dar tres pasos. El bastón se doblaba al tiempo que sus piernas. Volvió al hórreo y decidió comenzar al día siguiente.

Esta noche durmió bien, sin sobre saltos y con la sensación de ser vigilado. Al despertar tenía a su lado unas nueces y varias manzanas.

Durante varios días hizo intentos para proseguir y le resultaba imposible. Cuando no era una cosa era otra o lo que es peor, los pies se negaban a caminar.

¿Qué hace un andante si sus pies no quieren obedecerle?

Ya la desesperación estaba en el agua. Llovía perlas de desconsuelo y caían rayos que no iluminaban nada. Y se sintió morir de pena. El viaje iniciado con respeto y esperanza se estaba terminando a los pies de un hórreo que a pesar de su belleza le estaba resultando la cobija más desoladora. En todo momento se sentía protegido por…nunca supo por quien o que divina providencia. Todos los días recibía gratuitamente un poco de comida y el agua del manantial cercano era suficiente para mantenerse. Pero no conseguía salir de aquel lugar.

Pensó tanto en su vida que casi la olvida. Repitió tantos sueños que por poco deja de dormir y ya no podía más.

Luchaba y perdía la batalla y como un buen soldado esperaba que alguien superior llegase con nuevas órdenes.

A la hora en la que el sol apunta más alto y es más caluroso se recostó en el pie de piedra, como al principio. Con la vara a los pies y la mochila al lado. Tuvo un sueño.

Soñó que la vara se izaba hacia el cielo, se levanto para verla bien. En la veloz caída se clavo a sus pies y sin saber porque la agarro, se acomodo como cuando era niño y jugaba a los caballitos.

Y voló. El suelo quedaba a varios centímetros, ya no lo tocaba. No tenía miedo, solo ansiedad por ver qué pasaba. Y voló. Primero vio el riachuelo, luego el tejado del hórreo y por fin las copas de los arboles.

El viento le besaba la cara y se sentía cómodo en esta situación tan inusual. Pensó que para ser un sueño era muy agradable. Diviso el camino que tendría que haber tomado si no se hubiese parado. Vio otros caminantes, las hesperias, los pueblos, el campo y por supuesto el mar.

No podría decir cuánto tiempo había estado en esta situación. No le importaba nada porque casi deseaba que no se terminase. Vio algunas ciudades importantes, incluso le pareció ver la catedral deseada. Y el vuelo proseguía.

La costa llena de aldeas y playas se acercaba y poco a poco fue bajado. Un faro rimbombante miraba al horizonte. Por fin había llegado a Finisterre. Había llegado al fin del camino, del mundo y de su vida.

Deja una respuesta