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UN “ALGO” PEQUEÑO PARA ACOMPAÑAR EN LA COCINA

A veces aparece un vermú por los instantes más insospechados. Suele ser antes de las comidas, incuso en la preparación salta el deseo y miras de reojo al que tienes al lado, sabiendo, sabiendo que sabe lo que ambos deseáis justo en ese momento en que ya todo empieza a navegar por sartenes y cazuelas.

Es posible que en las prisas no se tenga a mano más que las buenas aceitunas y las pequeñas espadas de madera qué, a su lado, siempre las miran amenazantes. Los deseos se cumplen y unos deciden sacar la copa bonita y volcar en ella aquello que pareciese bendición. A veces lo vemos orando, que es un vino bueno; otras uno de trazas italianas haciendo gestos con el aroma. Emocionadas las copas se dejan llenar y los palillos causan furor entre las aceitunas.

Si es posible, es probable que a mano se tengan unos langostinos. Se tienen. Puede que sean lisos, calvos o rayados, sean como sean langostinos son y como esto solo es un aperitivo, valer, valen.

Escogidos quedan, solo uno por cabeza, que no es venda de ojos, solo un disloque al paladar que exige algo denso antes de que la bebida disimulada nos alegre el trabajo.

Se lavan, se les corta la cabeza, cual reina mala; pelamos las colas y lo ponemos todo junto en una sartencilla. Un chorrito de aceite, unos diamantes de sal, con perlas de pimienta que se añaden y en esas que la vuelta damos. Blancas se ponen y las cabezas más rojas si pueden; con un tenedor aplastamos las cabezas para sacarles los pensamientos, que como no piensan sueltan un jugo que se mezcla con el buen hacer del aceite y antes de que se nos pongan tontos lo bañamos con algún alcohol de esos que por la cocina rondan… un blanco, un coñac a quemar, un vermút. Junto pega un “chuf” y sin dejar de agitar la sartén hacemos girar las colas. Todo esto se hace en no más de cinco minutos, es pues una carrera al disimulo.

Preparamos una cama de… tosta, pan… y bien puede custodiar un aire de lechuga verde sin más.

Acompáñese de compañía y un santo vino o el cardenal vermú. Qué aproveche este aperitivo disimulado.

(Truco: Las colas preparadas quedan con fuerte sabor, pero no por esto dejaré que la salsita, casi crema hecha se pierda. Froto el pan que hace cama, o las colas… lo que bien se pueda)

¿DÓNDE LAVAN LOS DE LAS PELÍCULAS LA ROPA?

 

¿DÓNDE LAVAN LOS DE LAS PELÍCULAS LA ROPA?

 

Mi primer beso se lo di a mi hermana, encima de un traje de María Antonieta. Me molestaban los abalorios que se me clavaban en las rodillas.

La mayoría de los chicos jugaban, tenían balones o muñecas. Nosotros teníamos ropa. Nuestros padres poseían una  pequeña lavandería a las afueras del pueblo,  un pueblo en las lejanas cercanías de la capital.

Cuando hicieron la carretera nueva, la grande, la que llamaban Nacional, un tío mío que plantaba melones en primavera, y que llegado el verano recogía la cosecha, se ponía contento. Los amontonaba en el carro de mulas que tenía y se llegaba al pantano donde los vendía a los veraneantes o se acercaba a la capital y remataba la faena. Era el más viajero que conocían en la familia y a la vuelta contaba las novedades, modernidades que nadie creía.

Venía con lo que parecían cuentos chinos, y soñaba con poder algún día parecerse a todas aquellas personas que disfrutaban de sus melones.

La mañana transcurría lenta, como es costumbre en verano, cuando el campo espera paciente a que el sol trabaje dentro de las plantas y las dignifique, las haga provechosas, dignas de ser recogidas y celebradas. Las mujeres trajinaban ya preparando los almuerzos; los hombres esperaban con su ramita entre los dientes, pensando si estaría peor visto quitarse la camisa o echar más anís al agua fresca del botijo, mientras espantaban  moscas y chiquillos que no paraban de gritar.

Esta mañana no iba a ser tranquila; el ruido llegó en Jeep cargado con los ingenieros y topógrafos, se armó un gran revuelo, incluso la sobrina del cura hizo sonar las campanas presa del pánico. Los chiquillos corrían intentando tocar la estela de humo y polvo gritando enloquecidamente; siempre hacían lo mismo cuando llegaba un vehículo que no estuviese tirado por mulas. Los recién llegados daban un poco de miedo porque parecían militares sólo por las ropas y los trastos que traían. Olvidaron la hora que era y todos los del pueblo llegaron a la plaza con caras de susto. ¿Qué pensarían aquellas gentes al verles? Siempre era lo mismo a poco que pasase, todo servía para la algarabía, como si estuviesen esperando la llegada de algo bueno, algo mejor que el comer.

Los del Jeep hicieron tierra con aquellas botas militares que brillaban; preguntaron por el alcalde, que para no perder comba estaba asomado al balcón de su casa, que era también el ayuntamiento, lo normal en estos años.

Se metieron en la casa de éste por la puerta partida del portón corralero; esta casa era importante, tenía hasta dintel coronado por un imaginativo escudo que nadie sabía a quién pertenecía, tampoco se habría podido saber de desgastado que estaba.

Hablaron con el alcalde sobre lo que venían a hacer, no tardaron mucho tiempo. Salieron todos. Los extraños se metieron en el coche, y en la calle quedaron los críos, los vecinos y el alcalde, que se dedicó a contar a diestro y siniestro las buenas nuevas.

El señor alcalde vio un gran futuro para el pueblo. Tan bien se lo habían explicado, que ya imaginaba una población multiplicada, llena de comercios, y hasta podría hacer la tan deseada alcaldía. En ese momento se usaba su casa como tal. Sin ganado y bien encalada, claro. Servía para todo la vieja casona: cartería, dispensario ruinoso y almacén. La escuela no tenía mejores recursos, usábamos una habitación bastante apañada. Allí habían preparado muchas matanzas en San Martin, fue una vieja cocina donde se juntaban varias familias para organizar y dividir el puerco que mataban cada año. Tenía ventilación, buena luz y una chimenea que era hogar y nos mantenía calientes. Se agradecía llegar y recibir como “buenos días” el aroma a grasa y chorizo, no se puede describir el ruido de las tripas de todos a estas horas. Algunos sólo habían desayunado una taza de leche con orujo, nunca suficiente para calmar el frio invierno del lugar.

La idea nueva que alegró al pueblo no podía ser más provechosa: el gobierno compraba las tierras, e incluso darían trabajo mientras se estuviese haciendo la nueva Carretera Nacional.

Mi tío había contado muchas historias, traído algunas revistas que, de no ser por este sueño de asfalto, seguirían viéndose lejanas. Ahora el futuro parecía estar más cerca que nunca y a todos beneficiaba; hubo muchas reuniones y por fin se repartió la tarta.

Mis padres no tenían muchas tierras y tampoco pasaba por encima la tan deseada obra, justo quedaba a un lado. La pequeña finca lindaba con la del hermano de mi padre, mi tío Manuel, llamado “Joray, el viajero”, que sí tuvo la suerte de ser adquirida y no toda, algún pedazo aún le quedaría libre para seguir plantando unos pocos melones.

El tío Joray, que siempre estaba dispuesto a un avance, sintió que la vida se volvía grande, tuvo una revelación y con el dinero que le dieron hizo una casa; una gran casa que sería el primer bar del pueblo. No fue la única que se hizo, muchos aprovecharon para agrandar o arreglar las suyas y comprar ganado o maquinaria nueva. Se montó un colmado. Donde se instaló un refrigerador, podías comprar hasta embutidos y cerveza.

Con ayuda del cura el alcalde marchó a la capital a pedir mejoras al ministerio correspondiente y al poco tiempo tenían en el pueblo una cuadrilla de obreros levantando lo que hoy llamaríamos un complejo cultural. Para la instalación se clausuró la era pequeña que quedaba en un promontorio, con lo cual el nuevo edificio quedaría a la vista de todos, incluso de los pueblos vecinos.

Un Teleclub.

El edificio, de dos plantas, tenía tres partes bien definidas. Una parte sería  la nueva escuela, con dos aulas grandes, y en la planta superior, la espaciosa casa para el maestro y toda su familia, que gracias a esto, ya podía ser grande. Seguía un frontón cubierto, que en estos años era más rentable hacer frontones que campos de futbol, y, por muy desconocido que fuese el juego, plantaron uno en la mitad de pueblos de este país. No estaba mal, porque con el nuestro, conseguimos también tener un lugar para la música en las fiestas, o un cine donde tenías que aportar la silla si querías sentarte. Y el famoso Teleclú, que ya contaba mi tío lo tenían en otros pueblos; el trabajo de aquellos hombres y de alguno de los nuestros en la construcción, cundió en poco tiempo, al compás de la carretera estaba ya medio terminado.

El bar con una barra larga y altísima, a mí me parecía altísima; nunca pude pedir nada apoyado en ella, ni siquiera de mayor. Tenía algo que llamaba la atención más que el frontón, la alcaldía o la nacional. Tenía una televisión: una gran caja de madera situada en lo alto, para que se pudiese ver bien desde todas partes del local. Si alguien piensa que un bar es un sitio de encuentros y charlas…,  que lo olvide. Aquí se reunía todo el pueblo y, al unísono, alargaban el cuello y levantaban la cabeza mirando a un sólo punto. A veces se oían voces de asombro, otras aplausos, siempre bocas abiertas por la expectación que proporcionaba aquella caja que emitía en blanco y negro.

Mi padre dejó el campo cuando mi tío acabó su bar de carretera. Oía contar los sueños de éste con cierta envidia.

Al poco tiempo él también colocó una televisión, incluso una máquina de discos que, por una moneda, podías escuchar la canción que quisieras. Y la gente danzaba de un bar a otro. Habíamos pasado de no tener nada a ver un mundo lleno de posibilidades que nos decía que ya no estábamos tan lejos ni tan olvidados. La vida del pueblo estaba cambiando, visto desde el momento, creo que para bien, por fin teníamos lo que en Madrid, aunque fuese de a pocos y sin tanto barullo.

Y una vez al mes, menos los meses de frio invierno, venía un camión, y todos corríamos al “Teleclu”. Llegaba el cine. Aquello era un sueño en gran dimensión. Todo tipo de películas en color, cosa que con las televisiones no se conseguía, y con aquel sonido especial que nos daba la sensación de tener la acción al lado. Cuántas sentadillas en el frio suelo comiendo pipas sin parar. Los mayores, silla en mano, pagaban y se colocaban según iban entrando. Y los bocadillos, la bebida…, aquellos polos, ahora podíamos comer helados,  que siempre nos sabían a poco o el chicle que nos pegábamos en la frente mientas comíamos las pipas.

El tío Joray tenía grandes sueños, y aquello que hizo se le quedaba pequeño. Volvió a llamar a los obreros y construyó un anexo a la casa con tres plantas, una edificación sencilla, sin mucho atrevimiento.

Ahora el pueblo tenía un hostal.

El quería un hotel, uno con bonitas letras como había visto, pero no podía ser. Los funcionarios no entendían por qué debía haber un hotel en un pueblo tan pequeño, y sólo llegó a hostal: el Hostal Nacional. Tal y como andaban las cosas en el país ponerle un nombre así siempre le daría más prestancia al negocio.

Mi padre seguía trabajando en el bar para su hermano y ahora también lo hacía mi madre. No le gustaba mucho el trabajo, ni siquiera pensando en la comparación, no se acostumbraba. Eso de tener que abandonar su casa a una hora y regresar por la noche era un no tener casa. Lo de cobrar un salario le parecía mejor, pero tenía en la cabeza que trabajar para otro se acompañaba de la necesidad de pagar cosas que hasta ese momento no habían necesitado, ni aunque fuese para poder ir a trabajar.

En el hostal madre se encargaba de limpiar las habitaciones que se habían ocupado, y la ropa sucia se la llevaba a casa porque eso le permitía pasar unas horas ocupándose de sus quehaceres domésticos. A la mujer le gustaba lavar aquella ropa que nunca se ensuciaba demasiado.

Cada vez eran más los que paraban en el hostal. Camioneros y viajeros que necesitaban tomar algo, comer o cenar, y muchos: dormir.

 

El cura, don Ramón, se había empeñado en la restauración de la iglesia. Una preciosa pieza del románico que de lejos parecía una ruina.

El curilla se había ido al obispado a pedir dinero para la restauración y le dijeron que no había calderilla, que se las apañase con sus feligreses y éstos estaban en el bar.

El tío Joray estaba tan encantado con su negocio que no dormía. Para ser más correcta la explicación diré que dormía en el bar. Tenía un camastro a un lado en la cocina y allí se tumbaba por las noches, siempre con un ojo abierto por si llegaba un cliente.

Una noche paró allí un pequeño autobús, bajaron todos a tomar algo caliente. No tenía mucho que ofrecer, ya que no esperaba tanta revolución un día, una noche cualquiera.

Preparó un bocadillo con el mejor jamón y abrió una de sus escogidas botellas de vino para el conductor. No le cobró, le invitó y dejó bien claro que si paraba allí con su autobús, él sería mucho más espléndido.

A partir de esa noche una vez a la semana paraba un autobús. Tenía preparado mucho pan y mucho embutido. Su mujer había hecho caldo y tortillas que daban al local un aroma de esos que hacen salivar. Hizo bocadillos, cafés y puso copas. Y el conductor se fue contento.

Al poco tiempo más autobuses paraban en el lugar. Contrató dos empleados más para la barra y dos mujeres que ayudaban a la suya en la cocina y en el servicio del hotel.

A mi madre cada día se le amontonaba más la colada y las pocas ganas de ir a trabajar fuera de casa.

No sólo hacía la colada del hotel. Algunas personas también le daban ropas para lavar y planchar, había cogido una merecida fama de buena lavandera. Y esto sí que le gustaba a la buena mujer; cuando alguien tenía que ir de limpio a la capital, a una boda o ennegrecer la ropa por un luto, se la llevaban a ella.

Mi padre, de tanto ser camarero, tenía algo de dinero ahorrado y pensó que bien podían hacer una pequeña casa al lado del hostal para que a mi madre no le costase tanto trabajar. Hizo una casa pequeña y un gran lavadero en honor a ella. Mirando la nueva lavandería se dio cuenta de que madre no estaba contenta. No pensó que el invierno corta las manos de las lavanderas y que la ropa no seca si llueve. Pidió un poco de dinero prestado y arregló el lavadero con los consejos de mi tío, que como veía el futuro con más claridad que nadie, le hizo poner una caldera de leña. Una grande, que no sólo daba agua caliente, también calentaba una sala para el secado y planchado.

Mi madre era la reina del jabón.

El cura, que seguía con la esperanza de arreglar la iglesia, venia al bar llorando por su pobreza y el abandono del obispado.

Otra vez el tío tuvo una revelación, una grande y santa que bien podía resolver los problemas de aquel pobre hombre y además traer beneficio a todos.

Como uno necesitaba de la gracia de Dios para seguir haciendo negocio, se empeñó en pensar una trama para que este cura siguiese siendo el cliente que bendice la casa. El otro, lo que necesitaba era curarse del pecado de la soberbia. Amén del de la gula que también lo tenía.

Hicieron piña enseguida. Una noche en la que no paraban autobuses se dirigieron a la iglesia. Casi parecían dos ladrones que fuesen a hacer una fechoría. Y lo eran.

La idea de mi tío estaba clara: iban a llevarse la virgen Niña, a la que se tenía en gran reverencia y olvido. Sólo se engalanaba la pequeña capilla donde dormía cuando llegaban las fiestas. Flores y telas blancas. Procesión con velas, y vuelta a casa.

No tenía mucha historia ni valor la pieza, pero era la virgen del pueblo. Si se hubiese preguntado a un oriundo por la razón de aquel culto, ninguno habría podido contar nada porque siempre había estado allí.

El obispado tampoco quería saber nada de la historia, seguramente apostaba porque era un regalo de alguno que pasó a llevarse la cosecha en época de hambruna, sin mayor pretensión que engañar al pueblo como era costumbre.

Envolvieron la imagen en una sabana limpiada por mi madre y volvieron al bar. Unas copas de coñac escribieron la trama. La imagen debía aparecer en algún sitio llamativo del pueblo. No tenían que discutir mucho porque no había muchos sitios donde marcar en ningún mapa.

Joray recordó que, de niño, había un lugar donde dio el primer beso a una moza. El primero y el único beso porque la moza se quedo embarazada, y al poco tiempo se casaban en la iglesia destartalada que más a mano tenían.

La Fuente Fría se iba a convertir en santo altar.

Era fuente porque nacía un pequeño riachuelo de ella, y fría porque, por mucho agosto que fuese, el agua era así, muy fresca y buena.

El nacimiento original era una pequeña cueva, casi un recoveco debajo de unos olmos rodeado de zarzales y otras plantas que a la humedad venían. La caída tenia a los lados una docena de chopos que Dios los pone siempre que hay un riachuelo para decir que allí es el lugar donde el caminante debe parar a beber. El aroma se te metía en los huesos tanto como la humedad del ambiente y esto, no sólo refrescaba, alegraba el ánimo a cualquiera.

Sólo algunos chiquillos y viejos se acercan los días de verano.

Los unos para fumar a escondidas y los otros para llenar los botijos del agua cristalina y fresca que allí nace, esos que ya nadie quería rellenar de anís.

La idea era sencilla: La imagen desaparecía de la capilla. El cura se callaba y esperaba que algún alma se diese cuenta del evento. Cuando esto pasase dejarían que el mismo pueblo diese ideas para la búsqueda y se implicasen en el asunto. Esperaban que nadie mirase en la pequeña cueva, y para eso tenían preparada a la sobrina que era una mujer ya entrada en años, veintiocho y soltera. Pobre Águeda, tan despojada de todo, tan comedida en su vida, siempre desde que recordaba había vivido en la casa del cura, llegó en un cesto sin otra nota que una estampita de San José, una que el párroco repartía entre los feligreses, sobre todo las feligresas. Tenía dos modelos a regalar: Una era la clásica en papel malo, con colores desvaídos y la otra con dorados en los cantos y unas letras en latín. Ésta última era la que regalaba sólo en ocasiones realmente especiales a santas madres, santas hijas o santas cariñosas. Se quedo en la casa con el nombre de “sobrina” y nadie preguntó nunca de dónde había venido; ella también era una aparición, como la santa virgen. Ningún mozo se atrevía a quitarle el cariño al cura.

Lo tenían todo pensado; la mujer no bebía vino nunca porque le sentaba muy mal. A poco que bebiese, la borrachera era tan fuerte que no recordaba absolutamente nada de lo que había hecho. Eso lo sabía muy bien el hombre que se la beneficiaba cuando el cuerpo ya no aguantaba más el celibato. Y, lo que era mejor, si antes de que se cayese redonda le repetías alguna frase un par de veces, diez, quince…, ella era lo único que recordaba al despertarse.

Pasaban los días y nadie aludía la falta. De mientras, mi tío, que ya digo era visionario, andaba en tratos con el dueño del campo anexo a la fuentecilla. La misma no la podía comprar por ser lugar cedido al ayuntamiento por algún conde duque en los tiempos de Maricastaña y ahora explotada por una familia que pagaban el alquiler al alcalde.

Ya tenía los papeles listos y previsto el viaje al notario con el amo, el responsable, el que antes que él se lo había apropiado.

Por la mañana bien temprano llamó al Matías, que tenía una camioneta y la usaban a modo de taxi o transporte para lo que fuese menester. Se fueron a la capital a terminar con los papeles.

A la vuelta se encontró con la noticia del año: La virgen niña había desaparecido. Todo el pueblo reunido en el ayuntamiento clamaba a las autoridades para que pusieran remedio ante aquel desmán.

Nadie había visto nada, ni el cura ni la sobrina. No sabían cómo se había realizado el hurto. De serlo, porque nadie forzó la puerta. Una de las mujericas que se acercaban cada día, más a sentir el fresco del interior de la iglesia que otra cosa, una de ésas que quieren la bendición por todo lo que hacen o lo que van a hacer, descubrió la falta. Menos mal, ya estaba pareciendo triste el robo.

Al atardecer Joray regresó al pueblo y lo que se encontró le dejó perplejo. Un montón de vecinos se agolpaban en el atrio, hablaban entre ellos con caras de preocupación.

En ésas estaban cuando el sacerdote, puesto de rodillas mirando al cielo, pedía perdón a gritos. El tío casi se muere de un telele viéndole  llorar a lágrima viva. Un feligrés le pasó un vasito de orujo para que se repusiese; sólo al tercero pudo obtener resuello.

Miró fijamente a los aldeanos y les dijo que bien podía ser culpa suya. El olvido hizo que la virgen desapareciese, un castigo divino por tanta desfachatez. Cuando un cura señala con el dedo, todos sienten que la culpa recae sobre sus lomos.

La mayoría de las mujeres lloraban y algunos hombres, aunque disimuladamente. “Este pueblo está maldito”, dijo muy serio “Este pueblo estará maldito hasta que no se encuentre a la virgen Niña. Hasta que no se le construya una iglesia digna de la Madre de Dios.”

No perdieron el tiempo y se pusieron a buscar. Hicieron cuadrillas que salieron por todos los caminos. Miraron por todas partes, las habidas y por haber, y no la encontraban.

Joray, en la capital, no sólo había ido al notario para aclarar lo de las tierras. Había ido a la ferretería a comprar algunas cosas que necesitaba. Entre otras, había adquirido klein, nadie que no sea versado en química de los pigmentos podría saber el uso que se le daba a este material, pero nuestro prohombre no sólo daba buenas comidas y habitación a los que llegaban por la Nacional, también los escuchaba y aprendía.

Cogió uno de los botijos que siempre tenía a mano, le metió el Klein y esperó.

El cura ya había llevado a su casa una buena botella de anís. É     se que tenía un mono, que servía de instrumento en las navidades y, sobre todo, la bebida preferida de su sobrina.

“Vamos mujer, que hoy he llorado mucho, acompáñame.” Y un vasito triste se bebe. “Venga que tenemos que rezar para que aparezca la virgen.” Y otro vasito que cae. “El último, y nos vamos a la cama…”

La pobre chica ya casi no se tenía en pie. Esta vez, nadie jugaría con su cuerpo, sólo con su vacía cabeza.

La virgen está en la fuentecilla. La virgen está en la fuentecilla. La virgen está en la fuentecilla… una veintena de veces repitió el cura la frase. Así, hasta que vio que la moza roncaba plácidamente en su cama.

Al día siguiente, cuando el gallo hacía lo propio y con el cantar espabilaba a la concurrencia, se levantó, tenía la cabeza embotada; calentó las gachas para el desayuno y despertó al señor cura. Casi no le da tiempo de tomar los primeros sorbos que ya estaban esperando al sacerdote a que se preparase para salir a buscar la preciada imagen. La chica preparaba café y se guardercía al calor de la encendida cocina. Tenía la esperanza de que los que esperaban en la entrada no se diesen cuenta de la tardanza que culpa suya era.

El cura no dejaba de mirarla ansioso por ver si esta vez también había dado resultado tanta repetición. Le pasó el cuenco y le ofreció un pedazo de pan… ella tomó el suyo, y estaba a punto de dar el primer y caliente sorbo cuando dio un respingo y dejó caer el caliente líquido por su pecho. Esto le hizo dar un grito agudo que llamó la atención de los visitantes que se acercaron presurosos a ver qué pasaba.

Allí, con el café por el pecho, las miradas puestas en ella, soltó la frase con palabras entre cortadas…”La, la… virgen… está en… la fuentecilla”.

Todos callaron porque no daban crédito a lo que acababan de oír… La virgen está en la fuentecilla. El cura se apresuró a decir: “Milagro!”

Y salieron en grupo hacia el lugar.

Por el camino otros del pueblo se les unían, a toda velocidad se corría la voz. Hay palabras como ‘milagro’ que mueven a la gente. Joray y unos treinta más andaban buscando por la zona. Nadie se dio mayor cuenta de que además había un botijo.

El tío debió mirar escrutador a los que estaban. No podía darle el botijo a cualquiera; si se tratara de una mujer, seguro que lo primero que habría hecho es ponérselo en la nariz; si se lo diera a un hombre, habría que explicarle que tiene que llenarlo…, mejor un muchacho bobalicón. El hijo del Manuel, que era amigo de la tontuna y familiar de la ignorancia. Desde luego no podía salir mejor la aventura. Se le acercó disimulando y le preguntó si podía llenar el cacharro.

El muchacho, que todo lo que tenía de tontorrón, lo tenía de servicial, se encamino al nacimiento, puso la boca justo por donde salía más agua y a los pocos segundos comenzó a salir espuma de color azul, por el pitorro, se asustó, y al caer el botijo se resquebrajó, provocando el desparrame del liquido ultramar que corrió por toda la cañada. Alguien empujó al chaval hacia la cueva, y allí la vio. “¡La Niña, la Niña, aquí está la Niña!” Los gritos se sentían desde la otra punta del pueblo.

Cogieron la figura, y el cura la envolvió con su capa. Se fueron hacia la iglesia, unos rezando, otros contando historias de apariciones. Se preparó una misa de urgencia a la que todos acudieron. En el sermón ya se encargó el cura de que aquel “milagro” se tuviese bien en cuenta.

Pronto corrió la voz hasta la capital y llegaron los periodistas que pararon en el hostal Nacional. Unos y otros se encargaron de que aquel pueblo, donde nunca pasaba nada, se convirtiese en algo que pudiese atraer la consideración del obispado para don Ramón, nuevos clientes para mi tío y un nombre en el mapa para el alcalde.

Y el verdadero milagro se produjo. Muchos paraban en el pueblo sólo para que les contasen de primera mano que el agua cambió de color, para decir que la virgen estaba allí, o que la sobrina del cura había tenido una revelación. Se acercaban a verla a la parroquia, a la muchacha, donde ella había tomado el puesto de ser la que enseñaba la capilla y aquellos desconocidos dejaban mucho dinero en los cepillos.

La iglesia se arregló y nunca más este pueblo fue tranquilo. Siempre había alguien interesado preguntando por el milagro.

Por fin mi tío pudo ampliar el hostal y convertir al Nacional en el Hotel Nacional. Todas las habitaciones tenían baño. Algunas, incluso, bañera y cama doble. Había encargado muebles del más puro estilo castellano para la decoración y, como no podía ser menos, mandó llegar desde la capital a un fotógrafo que retrató la fuentecilla, el caño con el agua que previo toque se convertía en azul, la iglesia recién restaurada, y por supuesto, imágenes de nuestra virgen Niña por todas partes.

El terreno que había comprado al lado de los chopos se convirtió en una campa donde los coches podían aparcar, y una caseta que hacía las veces de merendero, sobre todo en primavera y verano, era el dispensario para aquellos feligreses que querían tomar algo fresquito que no fuese pura agua azul. También se vendían pequeñas botellitas para el recuerdo, y como el hombre era honrado a su manera, todo ese dinero recaudado, el de las botellas nada más, se entregaba a la iglesia para lo que el buen cura hiciese menester.

A estas alturas mi madre ya tenía lavadoras para las coladas y planchas grandes semi industriales. Dos muchachas del pueblo le ayudaban en la lavandería, que incluso tenia nombre: Lavandería Niña. Y mi hermana María Niña también corría por todas partes.

En este pueblo muchas mujeres se llaman Niña, y los comercios. Incluso un pastel que tiene una capa de crema azulada por encima y también tiene referencia a este nombre: Niñitas. Aquí, el que no corre vuela, y todos han podido olvidar el cómo se hicieron con el bonito ayuntamiento que tenemos, o el primer bar.

Al poco tiempo el bar de carretera era un referente dentro de los gustosos por la comida de pueblo. Mi tía era una magnífica cocinera, y eso también ayudo lo suyo. La mujer a estas alturas había ido muchas veces a la capital, donde se quedaba impregnada de todos esos platos que los restaurantes finos hacen. Con sólo probarlos una vez era capaz de reproducirlos; si bien el resultado final siempre tenía un toque, un punto azul que los hacía diferentes a todo lo conocido.

Llegó el cine real.

El coche que traían tenía el mismo color que el agua: azul, y eso no creo que llamase la atención a nadie más que a mí. Yo también tuve mi revelación.

Eran gentes del cine que querían hablar con el alcalde para ver si podían rodar allí, porque estaban haciendo una película y necesitaban un pueblo como el nuestro. Era una empresa que había construido unos estudios para hacer cine y televisión, a unos cincuenta kilómetros. Se les dio de comer y se les trató como sólo mi tío sabe tratar a los clientes.

No podía faltar el alcalde en esta importante comida; para la hora del café ya tenían resuelto el tema, y todos quedaron contentos.

Había que hacer unos cambios en las calles, siempre para bien. Le hicieron ver que, tener un pueblo con ciertas características, no sólo sería bueno para el turismo, también ellos podrían utilizarlo para futuras producciones.

Y se hizo. Convirtieron mi pueblo en un increíble lugar de otro siglo. Dieron trabajo como extras a muchos. Otros vinieron a pasar unos días, bien en el hotel, bien en casas de los vecinos, y todos pillaron cacho.

Cuando estaban en plena producción uno de los encargados vio llegar al hotel a mi madre con la montaña de ropa limpia. Y el olor le volvió loco.

Olía especialmente bien la ropa recién lavada de la mujer. Ella tenía un secreto para hacer que estuviese esencialmente limpia y oliese tan especial.

Nunca se lo dijo a nadie, pero cuando enlacé esta historia caí en la cuenta. Aquello que trajo mi tío para hacer el milagro de la virgen niña, Klein, se lo encontró mi madre. Y seguramente pensó seria jabón o algo similar para lavar la ropa. Y lo usó… vaya que si lo usó.

El hombre que instaló las primeras lavadoras también le suministraba los productos para la lavandería, y era conocedor del milagroso elemento. Simplemente venía con el pedido una vez al mes.

El hombre preguntó si había algún problema a la hora de llevarle la ropa que usaban en la película, aun siendo especial, llena de oropeles y cristales brillantes o esas veces que la falsa sangre remata una escena. Para mi madre no pudo ser mejor momento, se aburría de tanto lavar las blancas sabanas del hotel y siempre agradecía algo que se saliese de la norma.

Aquel encargado del atrezo en la película quedó encantado con la colada y pidió ser cliente de tan buena lavandería. Mi madre se excusaba diciendo que ella no sabía cómo lavar esas prendas tan raras y de materiales diversos. Eso no era un problema. Tenía una sastra que, a su vez, tenía una amiga que le explicaría lo que era necesario para el lavado y planchado de estas prendas.

Mientras duró la producción estas mujeres iban y venían por mi casa como si fuese la suya. Una de ellas era madre de artista y animaba a mi hermana a que entrase en el mundo del cine, lo que ella, que era una presumida, tomaba con entusiasmo y se pasaba todo el tiempo fantaseando que de mayor… quería ser artista.

Muchas prendas raras entraron en la casa o descansaban en el almacén de la lavandería. Nos solíamos meter ella y yo, jugábamos a disfrazarnos y a hacer teatros como lo que veíamos en la televisión.

Recordaba aquellas películas que ya no ponían en el frontón, y las revivía con estos trajes. Si ella era la princesa, yo era el soldado salvador. Si la santa, yo el romano salvador. Siempre éramos parejas que jugaban a salvarse.

El día era lluvioso y frio.

Los del cine, los pocos que quedaban en el pueblo, estaban en el hotel jugando a las cartas y bebiendo. Mi padre les atendía como de costumbre y mi madre andaba en la cocina con la costurera y su amiga. Nosotros hacíamos teatro en la lavandería.

Ella estaba especialmente bonita. Querer ser artista le sentaba muy bien, incluso se había pintado los labios con un rojo intenso, y los ojos tenían una larga raya que les daba un aire oriental. Yo me había puesto una casaca y ella quería ponerse el vestido de María Antonieta, por eso se había quitado el suyo.

No me había fijado, pero tenía un cuerpo como el de las actrices de las películas. El cine nos envolvió. No nos dejó de la mano. Seguimos todos los pasos que conocíamos de las películas y nos inventamos los que suponíamos seguían. Allí, clavándome en las rodillas las lentejuelas de un traje de época, besé a mi hermana, y fue mi primer beso y su primera película.

 

Y fin.

LA VERDADERA HISTORIA DEL REY ZOG I DE ALBANIA.

“Mama, quiero ser rey, rey de Albania”… esto era lo que escuchaba la madre de Zoguito todas las mañanas.

Su madre, como no quería contrariar al niño, que se cogía unos berrinches que pá que, le animaba en el asunto. Lo levantaba con cuidado para no estropear los rizos que iban empaquetados en aquellos bigudíes, cubiertos por un gorrito con puntillas. Le quitaba el camisón y lo lavaba cuidadosamente con paños calientes, para a posteriori rociarlo de polvos de talco y perfume, uno para cada parte del cuerpo, pero todos con aroma a rosa. Rosas de Pitiminí para los pequeños hoyuelos que tenía junto a la boca, Rosas de Mongolia para los huecos detrás de las rodillas, o Rosas salvajes del Caribe para la línea que separa la nuca del pelo. Así el pequeño Zoguito se enfrentaba a un desayuno a base de frutas y bollos machacados en su jugo, que la sirvienta vienesa le daba a la boca todas las mañanas con una cuchara de oro. No voy a contar la profusión de encajes y perlas que podía acompañar la vestimenta del chico, sería tan largo y complicado de describir que no acabaríamos en dos semanas largas y de invierno.

La familia no tenía nada que ver con la nobleza real, ni mucho menos, pero cómo quitarle al niño esa ilusión, total, solo tenían un hijo y porque no dejar que se sintiese príncipe. Ya se le pasaría cuando tuviese esa edad en la que uno deja de ser amante de sí mismo para amar a otra persona.

Todo en él era real, su paso, que más parecía un deslizamiento por losas que pusiesen los mismísimos ángeles, acompañaba la entrada en cualquier lugar, cual escenario de opera prima.

Con los años, no se cumplían sus deseos, y los berrinches se oían desde la otra punta del pueblo. Su padre vendió todo lo que tenía para que el chico marchase a la capital, Ortodoksit (Tierra de ortodontistas) y allí se hiciesen realidad sus deseos. El séquito que lo acompañó en aquel viaje se componía de doscientos de los más fornidos muchachos de la comarca, todos uniformados como de gala y bien adiestrados en el baile, que es muy parecido a la marcha militar pero en bonito. Cuando lo vieron llegar en vez de pensar que era un visitante o un nuevo vecino se rindieron a sus pies, lo tomaron como un conquistador y en esas que aquel sin darse cuenta de nada y como si la cosa no fuese con él, dejó que le llamasen majestad, alteza y demás cosas de estas que van marcando lo que propiamente es un rey, aunque en este caso fuese una broma de los ortodoncios. Un día unos desaprensivos quisieron apoderarse del país y él como persona educada que era les ofreció un almuerzo para ver cuáles eran sus pretensiones. Al llegar al postre no se habían puesto de acuerdo en que el país, Albania, era de los albaneses y que por mucho que Zog, ahora era ya Zog primero, quisiese, no podía complacerlos; no quería para nada, ni siquiera cuando le dijeron que podían pertenecer a un mucho más grande que tenía millones de almas dentro de sus dominios.

Zog I de Albania, a pesar de que la gente no se había enterado muy bien de que él era, sin remedio, un rey por naturaleza, se tomó muy en serio el papel y ofreció a sus invitados uno de los dulces que de la tierra eran famosos. No pudieron aguantar el olor a rosas que tenía aquella crema y ese tono verdoso que recordaba más a la deposición de una vaca que a una comida gustosa. Se lo comieron porque eran educados; fueron muriendo de a pares, hasta terminar todos tiesos y malolientes tirados en el pozo de la plaza del pueblo, que luego se taponó con piedras y cal. Esto hizo que se dividieran las opiniones; unos se alegraban por no pertenecer a otro país y seguir siendo independientes y el resto estaban enfadados porque se quedaron sin el único pozo que proporcionaba agua clara a la ciudad.

Lo que más le gustaba al hombre, ya príncipe de los cuentos y hermosura de los jardines, era la pasta italiana y sin darse cuenta dejo que en las tierras se instalasen todos los macarronis que quisiesen. Triste decisión, poco a poco estos italianos cocineros se fueron haciendo con las recetas ancestrales de la población albanesa, por robarles, les robaron hasta los dos idiomas que hablaban y lo más terrible que podía pasar: mataron todos los rosales que allí se cultivaban. Como esto les hacía muy desgraciados no sabían muy bien a quien culpar, la rabia les colmó y expulsaron del país a Zog y a todos sus familiares. Hizo las maletas llorando, se llevó todo aquello que le parecía debía pertenecerle, sobre todo lo que le recordaba a su estado real y se fue a Inglaterra, que es el país más amante de las rosas del mundo.

Allí vivió como en una burbuja, desentendido de lo que pasaba en su país y rencoroso, no perdonaba que le hubiesen echado. Murió en Francia, donde se trasladó pensando que le dejarían un ala de un edificio bonito, donde antaño había vivido un tal Luis. Tenía unos jardines hermosos, llenos de rosas sin olor; no pudo ser, pero adquirió un pisito de dos habitaciones, salón comedor, esquinado y con vistas a un bello patio interior donde por suerte había un gran rosal que era primorosamente cuidado por la señora portera. Una italiana a la que escupía cada vez que veía, pero ella, como buena mamma, recogía aquel escupiñajo y lo echaba en el rosal. Era increíble lo bien que le venía a esta planta los jugos del real inquilino.

Murió un día de excursión en Suresnes, que es un bonito lugar cerca de Paris, famoso por la carencia de todo tipo de plantas, salvo unas rosas que no huelen, evidentemente, son de pegatinas que se usan a modo de decoración política, recuerdo de viejos encuentros.

Hace unos días lo encontraron en la casa, allí, en estado cadavérico ha estado veinte años. Silencioso, con pago automático de los gastos, nadie, excepto la portera le echaba de menos, pero como bien dice la mujer: “Olía divinamente a rosas y no era cosa de enfadarlo, que tenía muy mal humor” La policía ha sacado el cadáver en estado incorrupto, oliendo a la tan famosa flor; en una caja de cartón ha salido al aeropuerto camino de su querida Albania donde lo querían enterrar sin honores. Ha sido imposible, ya desde que la caja acartonada con su cadáver llego al aeropuerto de Nënë Tereza, en la mal llamada Tirana (el nombre que le pusieron a la capital los italianos era Tarara, en honor a la canción esa que dice: “La tarara, si, la tarara, no, la tarara madre me la quedo yo”) El país que es pequeño se ha quedado sin habla, olía primorosamente a rosas y tanto hombres como mujeres o niños se quedaban impregnados con el aroma. Tanto les ha gustado que por fin han nombrado a Zoguito, rey, solo Rey de las Rosas. Todos saben que esta era su verdadera pasión y que no hubiese cambiado por nada este título tan importante.

Descanse en paz rodeado de rosas nuestro gran monarca Zog I, rey de las Rosas de Albania.

 

Muchas, muchas gracias Señor Dios!

Muchas gracias por todo lo que me has quitado en esta vida. Ya sabes que soy un obrero de baja categoría desde que aquél verano mi padre me dijo que me tenía que poner a trabajar, que me fuese a la costa, que allí había trabajo de camarero. Gracias por haber podido trabajar toda la vida en eso, sin mayores intenciones, que ya se sabe que camarero lo puede ser cualquiera, pero uno bueno, siempre dispuesto con los clientes, siempre aguantando a los jefes con un humor cambiante.

Gracias por no dejarme comprar un piso en el dos mil, estaba claro que con mi sueldo de camata era imposible pagar las letras, incluso cuando juraba que de media conseguía el doble en propinas. No hay palabra que cubra mis juramentos y ni el jefe quiso ayudar en este caso… en este, ni en ningún otro, que tampoco lo ponía fácil si quería tener un día de fiesta. No pude ir ni al funeral de padre que murió en agosto y ya se sabe ese mes es sagrado, perdón, para los hosteleros.

Gracias por todos los puestos de trabajo que he tenido, incluso por esos que al ser de temporada no me querían dar de alta y ahora parece que nunca trabajé. Gracias por no dejarme casar con la cocinera, tantos años ahorrando para la entrada del piso y al final, lo que quería es irse al pueblo, tantos años esperando que se aburrió de cocinar, de turistas, de mí. Gracias por dejarme comprar la moto con parte de aquel dinero y por permitir que el resto se me fuese en alcohol. Menos mal que tuve ese accidente, porque de no ser así, hoy seguiría bebiendo y habría olvidado darte las gracias.

Aquí estoy en el asilo del pueblo, con una botella atada a la pierna para mear, compartiendo habitación con tres viejos más y sin nadie que me visite. Ahora me alegro de no haber tomado drogas, mi cirrosis estaría peor. Veía a mis jefes irse, al cerrar al casino y envidiaba eso, pero gracias a Dios nunca tuve suficiente dinero, ni una buena corbata para poder acercarme aunque solo fuese a mirar.

Gracias por no dejarme tener mayores agujeros, esos que la gente desea pagar con la quiniela. Gracias por la vez que me toco los ciegos y compre sellos de no sé qué galería de coleccionista. Menos mal que se perdieron, no hubiese sabido que hacer con ellos. La chica que me los ofreció no paraba de frotar sus tetas en mi brazo y no lo pude remediar.

Agradezco tu favor al ponerme al lado a esa buena mujer, con aquella manera dulce de hablar, pero podrías haber hecho un esfuerzo y no dejarle que me robase todo lo que había ahorrado, que no era mucho, lo justo para volver al pueblo y arreglar un poco la casa de los padres.

Agradezco este dolor que no se me deja en paz, que no es cosa de tomar nada mejor, total he de morir lo mismo y los médicos dicen que no hay para pruebas. Les he oído decir que es normal pá lo que me queda. A ver si tengo suerte y duro unos meses más, porque me han dicho que mis sobrinos vendrán de Alemania, si hubiese sido tan listo como mi hermana, a ella le habría puesto contenta ver que los suyos están haciendo lo mismo que hizo ella y que conocer el terreno ha servido a los nietos. Es de agradecer esta vida sin sobresaltos que me has dado y espero que me perdones las veces que te ofendí yendo de putas o bebiendo. Me gustaría pedirte si no es mucha molestia que mi equipo gane la copa, por una vez; seguramente hay muchos solitarios como yo que en día de gloria se deja abrazar por otros hinchas y nadie sabe lo que se alegra uno. No dejes que esta enfermera que escribe lo que le digo se vaya a la calle, ella es como yo, una agradecida, que se pudo quitar de encima a ese cabrón que la pegaba y ahora se ha quedado con los dos críos y la hipoteca. No permitas que le quiten la ayuda por su madre, que la mujer no vivirá mucho y de mientras pueden ir pagando.

Muchas, muchas gracias Señor Dios! Si muero ahora, sé que soy una ayuda, ya no estaré en el paro y eso algo es, no consumiré recursos, no gastaré una cama que hay muchos esperando. Espero que llegue el cura para que me bendiga y me cuente que todo esto que digo llega a tus oídos, que no sé yo si he de llegar al cielo o quedarme por el camino y poder ver la vida de los demás que siempre me pareció tan como de película. Ser espectador es lo que tiene, te aprendes los diálogos y sueñas con repetirlos.

Gracias por todo. Lo que me diste y lo que, está visto no tenía derecho.

Dormir es un poco morir. La siesta.

Dormir es un poco morir. Si la petite mort es eso, la gran mort es la inevitable, la siesta es un tocarla suavemente, con la punta de los dedos, pero casi rondando la consciencia.

El sonido horrible del aparato maldito, el invento del diablo a la hora de una siesta le dice al durmiente que debe romper con la parte lucida de la muerte y dejar de ver el otro plano. Estira la mano, a tientas, sobando los restos del postre y el café, tocando a ciegas como en un concurso de la televisión donde hay que acertar para llegar al destino. Allí está el causante, los causantes, que te acuerdas del mismísimo Bell, por conocido y del espíritu maldito que hace despertar a la bestia. Buscas de entre todos los botones uno que apague el ruido, uno que no te obligue a la comunicación, que deje entrever al que llama que no estás, sin ofender, no sea que sea un amigo o una noticia triste, entonces las maldiciones se vuelven en tu contra. Desearías tocar la tecla pero el fabricante debió ponerla debajo de la cavidad de las pilas e irremediablemente le das y aceptas una llamada, como se acepta algo irremediable.

Teniendo las cuerdas bocales atrofiadas por el sueño es complicado hablar, un “¿Si?” será más que suficiente… Preguntas y más preguntas que no entiendes. Se dará cuenta el interlocutor de que te daría igual que fuese el rey de un gran país o tu mismísima tía monja muerta. Contestas por inercia, con la seguridad de que el otro se ha dado cuenta de que no estás en tu sano juicio. Maldito el que llama a una hora en la que la gente debería de darse cuenta de que puedes no estar disponible, no querer estarlo. Contestas y lo más triste es que encima no es para ti. Maldito inventor que no hizo que el sonido del diablo tuviese un color, un tono para cada uno de los que están en la casa o en vez de ese ruido de estúpida onomatopeya, diga tu nombre en voz alta… no, casi mejor que no, esto podría tener connotaciones infantiles poco agradables.

Es igual, ya te han despertado y en vano intentas volver a que las sucias mantas de sofá te arropen, ellas solas podrían caminar hasta la lavadora, y hacer a la puerta una manifestación exigiendo un trato justo. Imposible, no es que no se pueda volver a dormir, se podría pero hay un velo luminoso que te quita la idea… la culpa. ¿Por qué será que todo lo que nos gusta acaba produciéndonos una culpa estúpida?, un sentimiento que no sirve para nada, salvo para amargarle a uno la vida.

Ya te has despertado y tomado la primera decisión a modo de bautizo, de prueba fehaciente de que estás ya en este otro lado y esa sensación conocida, cotidiana se siente cerca. La boca seca, sin pálpito en el corazón, la vista no encuadra y una terrible necesidad de orinar se apodera de ti. Buscas en vano el zapato sinvergüenza, ese que aprovecha y juega al escondite cuando sesteas. Los zapatos son como los hijos; tienes dos y a pesar de que quieras que ambos tomen el mismo camino de la bondad, sabes que la maldición de Caín y Abel nos persigue; uno de ellos desea la libertad y hay que retenerlo a tu lado o no servirá para nada, no tendrá futuro, romperá el del hermano.

Ya en el aseo, sentada en la fría taza intentas recordar los sueños, esos que el absurdo puebla y maneja a su antojo. Apoyas tus brazos en las rodillas parafigurando a Rodin y te das cuenta de que así podrías quedarte una o dos horas más. Los pensamientos se alejan, la tranquilidad te embriaga y… tienes que tener cuidado porque si no espabilas, bien podrías pegarte un trastazo contra el lavabo que inamovible espera tu frente.

Ya no hay vuelta atrás, necesitas espabilar y volver a tomar la vida como lo que es, un impasse entre un sueño y otro que se rompe por una llamada de teléfono, que tampoco te la ha de cambiar, ni siquiera te emociona lo suficiente como para desear despertar.

EL MODO EN QUE LAS AVES TOMARON COLOR

La Tierra toda era un colmado de aguas revueltas, tan revueltas estaban que ni los propios lugareños sabían cómo hacer para controlarlas. Se levantaban por las mañanas húmedos y mojados. No es lo mismo estar lo uno o lo otro, no señor!

Antes de que las aguas pensasen por cuenta propia, lo hacían por natural sentimiento hacia todo lo que tocaban, tanto es así que eran las amantes de las plantas y los arboles, hijas de las nubes y del sol, fieles compañeras de juegos de todos los animales, incluido el hombre, al que querían de especial manera.

A causa de esto los hombres estaban húmedos y el agua siempre estaba a su lado. Lagrimas en la emoción, saliva en las palabras, pis, mocos o sudor en el esfuerzo, todo lo que hacían estaba relacionado con el agua; vivían en las orillas de los ríos o junto al mar, ninguna aldea estaba desprovista de un buen pozo o una fuentecilla que acababa convirtiéndose en laguna o a lo largo del tiempo en lago, dándose casos de llegar a tal amplitud que se hacía mar. Eso era estar húmedo y feliz.

Estar mojado era una condición que se estaba dando en los últimos tiempos. Al principio no había sido muy notable el asunto, la alegría en el caminar se había hecho palpable con la construcción de miles, cientos de miles de puentes. Las gentes eran capaces de puentear un rio antes que hacerse una casa y una vez que lo habían construido se pasaban el día cruzándolo, unas veces corriendo, como haciendo ejercicio y otras paseando, intentando cruzarse en el camino con esos otros lugareños que fuesen de su agrado y se paraban en la mitad a charlar gustosamente. También se utilizaban los puentes para el amor, generalmente al atardecer, cuando la luna alumbraba por su cuenta y daba a todo unas sombras plateadas dignas de un gran momento. Andaban tan a lo suyo que no se percataron que a las aguas no les gusta que las anden tapando por cualquier motivo. En el afán que tenían había tantos pasos en un mismo lugar que quedaba cubierta toda la capa de agua y esta se entristecía sobremanera, casi hasta el punto de secarse.

Algunas veces se enfadaba y en modo lluvia caía con toda la fuerza posible, tanto que arrastraba las piedras o los maderos que ellos habían puesto en su camino. Esas cosas acababan haciendo montañas y las montañas cordilleras y las cordilleras nuevos trozos de tierra donde no crecía nada porque el agua estaba enojada. Era en esos momentos cuando todo se mojaba y las gentes esperaban pacientes a ver si se le pasaba para volver a estar solo húmedos.

En esa época los pájaros hablaban con los otros animales, todos podían comunicarse estupendamente. Muchas aves bajaban a la altura de los humanos para decirles que no podían seguir haciendo eso, que era una manera egoísta de vivir, que se tenía que pensar en las consecuencias que tanta construcción podía acarrear. Ellos, las miraban despectivos ¡qué sabría un pájaro del agua! Estos volantines ni siquiera pueden llorar.

Un día de buena mañana vieron asombrados como había subido mucho la marea, tanto que algunos despertaron flotando al lado de sus zapatillas; otros habían sido arrastrados por las corrientes hasta quedar varados en las faldas de las montañas de escombros.

Todo aquello que les parecía tan bonito y tan gustoso de ser puenteado, había cambiado. Los que pudieron treparon por las montañas, por las cordilleras y llegaron tan alto que podían ver como había quedado lo que antes era un lugar hermoso para vivir.

Los animales también tuvieron que trepar, pero no todos subieron a las montañas, algunos se quedaron en el agua y es por esto que nacieron los peces… Las gentes no sabían que hacer, cada vez había menos tierra y más agua y estaban… definitivamente mojados y no húmedos. Lamentaban ser tan bobos y no haber aprovechado lo que tenían.

Andaban los ahora mojados mezclando las lagrimas con los mocos y el sudor y todo empezaba a parecer que no tenía remedio. De las muchas aves que rondaban aquel desastre, había unas que metían unos ruidos insoportables, parecía que se reían, pero nadie contaba nada gracioso Algunos se dieron cuenta de que, a su modo, ellos eran los causantes de tanta risa. Era del todo cierto, las llenas de plumas con picos anaranjados no podían parar de reír, a su modo, que era un poco desentonado y estruendoso, se estaban muriendo de risa. Una de ellas, la más grande de todas, la más blanca; que eran totalmente blancas en esos años las gaviotas, se puso sería. Hizo un gesto con un ala y todas las demás se callaron. Los pájaros no estaban terminados, todos eran muy parecidos y sus plumas rugosas, para nada suaves, solo les distinguía el tamaño. Unas eran enormes y cabezonas, con unas patas alargadas como cañas; otras podían ser chiquititas y nerviosas, saltarinas tontas que no pueden parar.

A veces cuando las nubes cubrían el cielo, con su color más suave, no se las distinguía si no te miraban a los ojos; estos, los ojos, los tenían realmente muy oscuros, tanto como la noche.

La gran voladora hizo uno de sus magníficos vuelos, planeó sobre las cabezas de aquellos animales tan tontos que no sabían volar y después de un rato de exhibición donde quedó demostrado lo bien que volaba, se posó encima de un saliente y habló:

.- A ver, ¿quién es el que manda aquí?

Los humanos no sabían que era eso de mandar, ni nada parecido, porque entre ellos siempre se había dado un sistema de igualdad, donde nadie era más que nadie, solo se sentía alguna grandeza cuando se terminaba uno de los puentes y todos se acercaban a ver lo bien que había quedado, o en su singularidad, era un autentico puente del amor.

.- No sabemos que es eso, pero podemos aprender. Fíjate si aprendimos que una rata nos enseño a hacer puentes e hicimos muchos.

.- Esta visto – dijo la gaviota – que no solo sois tontos, además no tenéis ni idea de las consecuencias que acarrean las cosas que uno hace. No sé si tenéis remedio…

.- Por favor, ayúdanos!

Esto lo dijo sin saber muy bien lo que decía, porque tampoco habían pedido ayuda a nadie nunca, todo era colaboración. La gaviota que por mucho que fuese un pájaro de los que no pueden llorar, se sintió apenada por aquellas gentes que en pocos días acabarían muertos en tan pobres montañas.

.- Bien, nosotras os ayudaremos a salir de esta, pero algo nos tenéis que dar a cambio. Algo que hace mucho tengo ganas y a vosotros os sobra.

.- Por favor, di que es lo que deseas y será del todo vuestro. Lo único que queremos es volver a vivir al lado del agua, ser gentes solo húmedas y no mojadas, ni secas como ahora.

Como ya habían llegado a un acuerdo la gaviota se fue volando a reunirse con los demás pájaros que poblaban el cielo. Por unas horas todo se volvió oscuro, no por las aves que eran blancas, más bien porque taparon el sol de tantas que allí se congregaron. Casi se quedan sordos de las voces que daban. Discutían como volver a colocar el agua en su sitio. Todos saben que es muy escaposa, si la intentas tomar en las manos, se escurre y no hay manera de sujetarla. La gaviota grande y bonita, era también el pájaro más listo de todos, mucho más que esas tontas grullas que andan por la tierra como si bailasen o que unas con forma puntiaguda, famosas por lo alto que ascendían y lo en picado que bajaban.

.- Bien – dijo la gaviota – vamos a hacer una cosa, solo una por una vez y aunque nos costará trabajo, conseguiremos que todo el agua vuelva a sus respectivos cauces.

Aquella multitud de aves se pusieron por una vez de acuerdo, casi en formación. Primero las aves más grandes, los cisnes y pelícanos; luego las medianas para terminar con las pequeñitas nerviosas. Un grito impresionante surcó el cielo y al momento todas ellas se lanzaron al agua, por tiempos… Entraban las enormes y se zambullían enteras… al momento salían para dejar paso a las medianas y luego a las pequeñas. Se encaminaron a las cordilleras hechas con pedazos de puentes y dejaron caer allí el agua que habían recogido con sus plumas. Al cabo de unas horas había bajado el agua que cubría todo y los árboles ya se podían ver, así como muchas plantas, que ahora estaban enormes de tanta agua que habían bebido.

Muchos peces quedaron esparcidos por los campos, dando bandazos e intentando llegar de nuevo al agua. Los humanos bajaron corriendo y también empezaron a saltar, estaban tan contentos por ir secándose… No había quedado ni un solo puente, pero esto ya no les importaba, ahora se lo pensarían dos veces antes de hacer nada parecido. Al poco tiempo la gaviota se puso sería e instó a que cumpliesen con lo prometido.

Las gentes corrieron a coger todos los peces que ya poco se movían y a quitarles las escamas. Hicieron montañas enormes con todas ellas y los pájaros bajaban y se rebozaban en ellas. Unos no quisieron y se quedaron blancos, otros lo hicieron demasiado y sus plumas tomaron unos colores brillantes, variados, increíblemente bonitos. Desde lo alto las gaviotas miraban la escena de como todos los pájaros se coloreaban y cuando ya casi todos lo habían hecho los humanos se juntaron para dar las gracias.

.- Gaviota… ¿y vosotras, no queréis colores?

Las pobres que habían dejado paso a todos los demás, casi habían olvidado que ellas también querían tener un nuevo diseño. No quedaban muchas escamas y las pocas que se veían en unos pequeños montoncitos estaban demasiado manchadas como para darles tonos vivos. Entonces los hombres hicieron un caldo con esas escamas por ver si se podía hacer algo. Al cabo de un rato había una sopa oscura. La gaviota se lo pensó y vio que era la última oportunidad para poder tomar color. Se lanzó en picado a ese caldo…

Quedó con un tono gris, un poco triste. Esto no era lo que esperaban. Las gentes se apresuraron a limpiarla pero solo lo consiguieron a medias. Tenía una parte blanca y otra gris. Esto no podía quedar así, pobrecillas, con lo bien que se habían portado, ahora iban a ser las voladoras con peor tono de todas.

Unos que andaban a la orilla del mar se lanzaron a pescar a ver si podían conseguir algunos peces a quienes quitar las escamas y solucionar esto. Solo consiguieron que los pulpos se enfadasen y les lanzasen toda la tinta que tenían para estos casos de susto. Con eso en las manos y gran pena en su corazón, acariciaban a las buenas gaviotas.

Es por esto que estos pájaros son de color blanco, gris y negro, porque no quedaban más escamas para poder pintarlas. Ahora todas las gaviotas tienen un sitio preferente en los puentes, que se hicieron pocos para no enfadar al agua.

Y fin.

Esta es la historia de cómo tuve una revelación gracias a un “yugur”.

Hace unos años saltó a la palestra un nuevo yogur. No era el clásico ácido con su mejorado azucaramiento, con sus sabores y colores anormales o esos tropezones que le llamaban frutas, no. Tampoco tenía un vaso de material sólido alguno, seguía teniendo un recipiente de plástico parafinado, quizás más plásticoso que los simples, los vulgares que poblaban los estantes en las fresqueras de los frigoríficos. Este, en su empeño por alucinarnos tenía una forma cuidada y un color fuerte con letras que resaltaban en blanco. El color azul.

Primero nació de una conocida marca comercial que en seguida nos vendió la burra con anuncios potentes. Nos enseñaron una palabra nueva, joroña y sin decir que coño significaba le dimos un sabor, joroña es bueno, joroña es griego, joroña es sabor. El revuelo gustativo no se dio con la intensidad esperada; sí, era un nuevo yogur con textura más cremosa y sin esa acidez que muchos no soportamos. La palabra, con los años la he visto en prensa, en la zona de anuncios por palabras, donde las prostitutas se anuncian, usándola como referente a: “hacemos joroña que joroña”. Ante esto y sin saber muy bien que significaba telefonee a una de estas señoritas de vida alegre para preguntar. Mejor me callo la respuesta, entre otras cosas porque me insultó de mala manera y me animó a meterme por el orto el susodicho yogur con vasito y todo. En internet tampoco se sabe mucho de este servicio, me da a mí que estas propuestas son de chicas que trabajan en uno de esos macro supermercados tan populares.

Cambiando de tema, prosigo. Los centros de alimentación que tienen a bien copiar lo que las firmas sacan, hicieron lo que mejor saben hacer, llamar a las cosas con nombres parecidos y utilizar el color de los otros y no el precio. En un súper de estos se instaló el Griego con cuatro variantes: normal, azucarado, con chocolate y con frutos secos.

En plena alegría económica tenían cantidad de azúcar y las pintas de chocolate parecían onzas; los mejores, sin duda, los de frutos secos donde podías distinguir perfectamente las avellanas, almendras, piñones o pasas enteras que le daban a esta crema un toque excepcional. Tanto era así que en ocasiones lo cambie de recipiente y dije con la boca pequeña que lo había hecho yo. Le llamé “sorbete de puta” y todos me rieron la gracia.

Grecia, el país, vivía feliz recibiendo turistas que no llegaban con ganas de ver piedras, todos querían probar de primera mano ese joroña que joroña y por el que muchas de sus viejas amas ganaron tanto dinero que se pudieron comprar casas y terrenos.

Vino la recesión y jamás lo hubiese dicho, el yogur estaba conectado con la decadencia griega. Cada vez que en los noticiarios alguien explicaba algo sobre esto, el vaso se desinflaba y en el interior ya no se apreciaban tantos complementos como antaño. Ahora tiene menos azúcar, para ser honestos, bien podría ser alimento principal de un diabético; el chocolate ni brilla por su ausencia, no son ni escamitas de un pez, son como pecas solo con el sabor de la imaginación. Las palabras “frutos secos” deberían quitarlas de las instrucciones del vaso, no hay tales frutos, no de la forma que se merecen para ser llamados así. Habría que decir: Tiene trazas… Trazas e ilusión, porque nada más. Parece broma esto que digo y no lo es. Hoy me ha salido una cosa blanda con un tono oscuro y ante la duda de si era una pasa o un bicho no me he atrevido a comerla. Y es que los yogures griegos son referentes al país de origen. Ya no dicen la palabra divertida que ha tomado más usos, ahora nadie la pronuncia como si decirla fuese algo que humilla, más aun si se puede, a este bonito y viejo país.

I+G+T, Imaginación, Gasolina y trabajo.

Hubo un hombre que tenía una gasolinera. Cada día el negocio andaba peor, pocos tenían dinero para gasolina y mover el coche era algo que solo se hacía si era necesario.

Como siempre que las cosas andan mal, el repaso a la maquinaria es lo último que se hace y se estropeó la bomba. Su padre saco la vieja máquina dispensadora que trabaja con energía humana y tuvo que contratar un muchacho fuerte para que accionase la palanca.

El servicio era lento y en ocasiones los clientes se desesperaban. Su hermano que no tenía un pelo de tonto y que era el encargado de la máquina de limpiar coches le dijo que bien podrían cambiarla de sitio. Y en vez de estar parada estropeándose se podía colocar justo antes de la entrada a la toma de gasolina. No le cobrarían nada más que la propina al cliente y a cambio solo tendría que estar unos minutos de espera antes de tomar combustible.

La idea se hizo realidad y al poco tiempo contrataron otra persona para ayudar en el limpia coches.

Su mujer que tenía la esperanza de casar a sus dos hijas o cuanto menos que se independizaran pensó que nada había más simpático que unas jovencitas maduras sirviendo cafés y bollos. Les puso un uniforme luminoso y un delantal con las iniciales de la empresa POC (Placid Oil Company) Ella hacia los bollos en su propia cocina. Como gustaban mucho la gente encargaba algunos para su almuerzo. Contrató dos personas más, una para el horno y otra para servir los pedidos.

Los clientes estaban tan contentos con esta nueva manera de dar servicio que preferían aprovechar su tiempo tranquilamente tomando un café con bollos, limpiando el coche por una propina y sabiendo que la gasolina servida a mano es mucho más rica que de ninguna otra manera.

Esta es la forma de actuar de una familia emprendedora. El señor Placid y su familia al tiempo montaron una cadena de gasolineras con servicio de limpieza. Daban trabajo a numerosas personas por lo que le fue concedido

Richard Price para el Selectiones Reager Digesto.

Aún siento el dolor.

Aún siento el dolor. Supongo que los tiempos del juego habían terminado. Y ahora descansando bajo el árbol siento que he crecido. Las palabras habían escapado a nuestro control. Todas se habían unido para la lucha hartas como estaban del desgaste y sobre todo de tanto desprecio. Salieron de los libros en fila de a dos y se fueron al bosque como un reducto de libertad. Costó mucho hacernos entender entre nosotros pero al final solo los gestos cariñosos se impusieron al descontrol. Las flores, hojas y todas las ramas sostenían las palabras, volvieron porque la necesidad es mutua. 

Letras sueltas.

He cerrado los ojos y te siento aquí. Percibo el calor de tus palabras. Siento como resbalan las eles por mis mejillas y a las íes que dejan los puntos en mi cara y ahora tengo pecas. Unas zetas se han enredado en mis cejas y las es mayúsculas tumbadas en mis parpados parecen pestañas. Tengo miedo a respirar por no comerme unas erres, sin embargo las eses son deliciosas. Me amas con tus letras, me acarician y dejo que las palabras se tornen ideas prendidas en mi pelo.

Tengo que traducírtelas, están un poco enredadas y me gusta el trabajo. No dejes de hablar, me estoy haciendo un vestido.