Te espero cuando miremos al cielo de noche: tú allá, yo aquí. Mario Benedetti.

Mario Orlando Hardy Hamlet, escribía esto mismo (Te espero cuando miremos al cielo de noche: tú allá, yo aquí.) a su amante.

El pobre había metido la pata. Y es que los escritores, siempre están metiendo la pata.

Escriben sin darse cuenta de que a veces, las letras se cansan; tanto lo hacen que puede ser que lleguen a enloquecer.

El hombre estaba sentado en su cómoda silla, lo que era ya un punto de inflexión para las letras, ellas nunca están cómodas.

Las letras son unas orgullosas figuras que andan exhibiéndose, siempre formando grupos de amigos que no han de parar según sean las fiestas a las que se les invita.

Allí sentado, mantenía los dedos colocados sobre las teclas de una vieja máquina de escribir. No era capaz de seguir tecleando. Miraba el carro que no se movía con la esperanza de que un empuje, ese que siempre hacía que los dedos bajasen con fuerza y fuesen creando una palabra, una frase o el mejor de los párrafos apareciese.

No era cosa de la postura, no podía ser. Algo le pasaba y ya empezaba a ponerse nervioso.

Pensó en levantarse, pero sabía que si hacía esto era muy posible que las letras se fuesen de juerga hacia otras hojas todas blancas; esos malditos folios que no eran suyos; esos que se colaban por debajo de la puerta y a escondidas le robaban sus letras, sus palabras… menos mal que en la loca huida de estas no eran capaces de ordenarse y sería muy complicado hacer de ellas bellas frases, párrafos o incluso capítulos.

Le entró sed y como hacía en muchas ocasiones pegó un grito de socorro: “Amor, por favor, tráeme un poco de vino”

Se mantuvo a la espera, siempre escuchaba su voz cantarina desde el otro lado de la casa: “Voy!” y al poco ella aparecía con el pedido. Era tan bella y tan luminosa que no necesitaba encender las luces. Al moverse su pelo iluminaba por donde pasaba y sus ojos resplandecían tanto que parecían focos.

Nada, no escuchó nada.

Temió lo peor… nunca hubiese imaginado que el silencio, mejor dicho, la falta de sonido, le asustase tanto.

A Mario Orlando Hardy Hamlet, nunca le había pasado algo así. Si se encontraba solo se escribía a sí mismo una bonita historia, una alegre, triste, indecisa, una que le acompañaba un buen rato. Incluso se daba cuenta de que las letras se ponían contentas.

No hay nada más triste, ni más desalentador que la espera sin respuestas. Esto no era agradable.

Hizo un esfuerzo y retiró las manos de encima de las teclas. No le pasó como otras veces que en el último momento los dedos no querían despegarse y como en un arranque de ánimo se ponían a escribir las cosas más curiosas.

Nada, se despegaron sin importancia.

El carro de la máquina seguía abrazado a la hoja blanca, se habían hecho amigos y el muy ladino comenzaba a manipularla sin compasión. Ya la había manchado por los costados.

El sillón, que no era tonto, se apartó al momento y él se pudo levantar sin mayores intentos. Respiró, se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo con el que se secó el sudor frío que le corría por la comisura de la nariz.

No encendió la luz del pasillo, caminó a tientas, pocos pasos dio cuando ya se tropezaba, daba traspiés y se tambaleaba; cayó sin remedio.

Ya sabía lo que se iba a encontrar. Cientos de páginas recostadas unas con otras, cientos de libros abiertos, cerrados, todos montando una fiesta de palabras, unas sin orden alguno y otras aclaradas, formando frases y párrafos, montones de capítulos coordinados.

Sin querer, que no quería darse cuenta de qué era lo que pasaba. Se levantó y pisó, lo que no se debe pisar, a las letras no les gusta ser pisadas y se te enroscan en los tobillos.

Miró por todos y cada uno de los rincones de la casa, ella no estaba. Intentó buscar alguna nota, aunque fuese un triste “Adiós” sin mayores explicaciones, pero allí no encontró nada.

A estas ya había encendido todas las luces y pudo comprobar cómo muchas de aquellas palabras estaban contando cuentos, muchas historias, alegres, tristes, de amor y desamor… y ella no estaba…

La muchacha, que lo amaba, había desaparecido entre las, ahora, rellenas hojas, había ayudado a las palabras que se le escapaban por debajo de la puerta y poco a poco se habían ido aclarando los cuentos; con su ayuda cientos de libros se habían formado y ella, ella estaba retenida entre cualquiera de ellos. Lejos, allá donde los índices descansan después de haber ordenado los capítulos.

Tomo un poco de vino, comió algo de pan, y se volvió a la habitación. Se acomodó en el sillón de escribir, colocó los dedos encima de las teclas de la vieja máquina y empezó a teclear.

“Te espero cuando miremos al cielo de noche: Tú allá, yo aquí”

Y se murió de pena.

FIN.

 (“Te espero cuando miremos al cielo de noche: tú allá, yo aquí.” Esta frase es del poeta uruguayo Mario Benedetti. El cuento… es un “cuento de muro” un modo de escribir en el muro de facebook, con pequeñas frases que hacen esta corta historia.) 

LA CINTA AMERICANA

Nosotros no hemos sido nunca tan patriotas como los americanos con su cinta adhesiva… ellos tienen cintas que invitan al amor a por la patria, y nosotros… ni al maldito celo sabemos cómo llamarlo, que usamos un nombre comercial. Hay una que bien podrían haberla hecho nuestra, pero se la cogieron los carroceros y nos quedamos sin el lujo de tener una cosa de estas como propia.

La cinta americana no se llamaba así, tenía su buen nombre comercial que recordaba al inventor. Uno que no recuerdo, por no haber nacido aun, pero que podría tener un toque parecido a los que ponemos nosotros, tipo: “Patatas Charitín” o algo similar.

Lo que ocurrió me lo contó un americano borracho perdido, que no pudo aguantar una corrida de toros. Salió de la plaza y se acercó al bar de la esquina, y por casualidad estaba allí, esperando a un novio que tenía y que por esos días se sacaba unos cuartos como camillero; que digo yo, vaya trabajo idiota; el chico solo cobraba si eran necesarios sus servicios y lo tenían esperando a ver si alguno de aquellos taurinos era corneado. Le dejaban mirar la corrida y todos se extrañaban que en su caso leyese un libro y no gozase con aquella encarnizada batalla del hombre y la bestia. El pobre volvía siempre lleno de manchurrones con tanta sangre que parecía un caído en combate.

Esperaba con el periódico abierto, sentada en la mesita de la calle, al sol y lo vi llegar. Ya a esas horas vomitaba, supongo que el asco por la escabechina. No pudo entrar en el local, se quedó sentado a mi lado, con una peste que echaba para atrás, pero como soy una señorita, me hice la loca y seguí a lo mío, a ver si se aburría y me dejaba en paz.

No hubo suerte, llamó a gritos al camarero, gritos en un “chapurreau” castellano que se hacía hasta gracioso. Pepe se asomó y me hizo gestos para que entrase, como si así me fuese a salvar de este bárbaro. Era americano sin remedio por aquella indumentaria que usaba, parecía, en estos años, que no podían venir sin esos pantalones de cuadros o las camisas floreadas, y esas gafas tan clásicas de las películas. El tipo, no llegué a entender cómo se llamaba así que le llamamos Charly, que es muy americano.

Volvió a llamar al camarero, daba palmas, silbaba y tanto saltaba en la silla que esta termino por romperse. Parece que se le pasó algo la borrachera cuando se vio estrellado en el suelo; le ayudaron a levantarse y le trajeron un vaso de agua, nadie en su juicio quiere ver un yanqui muerto en su bar. Se recuperó y pidió un café, hay que reconocer que haberse comportado tan brutamente, al hombre le hizo reaccionar. Allí estábamos los dos esperando, él a sus amigos que disfrutaban de la corrida y yo a mi novio que esperaba lo mismo que los otros, ver sangre. En cuanto se recompuso se dio cuenta de los estragos, y de un impulso y muy serio, buscó en el bolsillo de su cazadora. Sacó un rollo de cinta ancha, de color plateada y muy serio dijo: “Cinta americana” y en un pispas había recompuesto la silla. Se quitó el polvo de los pantalones, volvió a llamar al camarero con educación y se pidió un whisky con hielo para él y un “Chus” para mí. Le avisamos que no pasaba nada, que se sentase en otra silla y no hubo manera. Me contó la historia de cómo esta cinta se llamó así y que en sus inicios se denominaba “duck tape”, cinta de pato, y que se llegó a usar para recubrir los cables de no sé qué puente enorme en Brooklyn. En los años cuarenta los de Jhonson pusieron pegamento a la cinta más usada por los americanos y nació algo que serviría incluso en las armas de la Segunda Guerra Mundial. Pero lo de llamarse Cinta Americana era, y esto lo sabía de primera mano, ya que era una historia familiar, había sido a causa de su padre. Los americanos llegaron a Europa para salvarnos del nazismo y en esas estaban cuando el batallón de su señor sargento padre se encontraba en la vieja Italia. El hombre se había quedado solo en medio de la batalla y en esas encontró un regimiento entero haciendo resistencia a la entrada de un pueblo. Todos los vecinos se habían encerrado en la iglesia, muertos de miedo. Me decía que no entendía muy bien aquel empeño por pensar que una figura venerada en aquella capilla les iba a salvar de la masacre a la que estaban destinados. El sabía que su tropa no le dejaría solo y que llegarían en breve, pero no las tenía todas consigo y aquellos pueblerinos no iban a buscar cómo defenderse, solo sabían rezar. Recordó que llevaba en su mochila dos rollos de esta cinta y en esas desde fuera comenzó a tejer una tela que iba desde la verja de una pequeña ventana al lado derecho de la puerta, a la otra que estaba en el lado izquierdo. Así gastó una de aquellas cintas. Con la otra trazó, de árbol a árbol, justo al comienzo del camino, dos tiras que se mantenían tersas y se escondió. Los milicianos de Duce llegaron en sus motos y los cuatro primeros cayeron al suelo taponando la entrada, con lo que el contingente, que no eran muchos, tuvieron que parar para ayudar a estos y retirar la cinta a base de machetazos.

Llegaron a la vieja ermita y viendo que aquello estaba cerrado comenzaron a cortar las pasadas. La cinta no es fácil de cortar, y con las manos es imposible romperla. Se iban cabreando, pero esto dio tiempo a los americanos a llegar y hacer que saliesen huyendo a toda prisa. Al bueno del sargento le dieron una medalla y desde ese día la cinta de color plateado, que es adhesiva y ancha, le llamaron, cinta americana. Esto se fue corriendo como la pólvora por toda Europa.

La historia era de lo más increíble, pero desde luego hizo que el tiempo, unos cuatro toros y medio, se me hiciese corto. Llegó mi novio enfadado porque no hubo torero herido, ni un pobre muletilla que saltase a la arena. Allí nos juntamos con los demás amigos del americano y nos fuimos de juerga por el viejo Madrid, brindando por la cinta americana con cada trago de whisky que dábamos. Tenía que haberme quedado con un rollo de aquellos… mi novio se fue con una de esas rubias de tetas grandes y labios rojos, si lo hubiese prendido con la cinta, ahora estaría casada y no contando historias hasta altas horas de la madrugada.