EL TIEMPO ENAMORADO

Pocas veces ocurría, que el tiempo se detenía, lo traía loco. Loco de amor, de pasión, de indignación por verse de esta manera, que no era la suya, seguramente no era la manera de nadie, pero ella, ella le ponía en guardia cuando la rodeaba. No quería rozarla, no fuese que le hiciese daño con sus prisas, esas con las que empujaba al resto de las cosas, los lugares, las gentes.
No se había dado cuenta del mucho poder que ella tenía sobre él, y de que se frenaba cuando la notaba presente.
El tiempo tiende a hacer esto cuando las situaciones son propicias, puede ralentizarse a voluntad, pero aquellos que deberían saberlo no lo conocen, ni siquiera se lo han planteado. Los campos, por ejemplo, pocas veces son conscientes de que esto pasa, son campos, pero ocurre que cuando se da la ocasión y se mezcla, por ejemplo, un amanecer con un cielo manchado por esas nubes densas que pareciesen creadas para ser manto blanco, espeso, que el viento hace caminar con cierta celeridad, solo por mostrarlas, y están allí sin perder detalle de la inmensa luz que el sol produce y se mezclan con esa rama que posee tesoros en forma de capullo que se abren para mirar y ocurre que una abeja despierta acude sin remedio al olor que los estambres y los pistilos expulsan y que se mezcla con el rocío en forma de una simple gota, acontece el milagro de que el tiempo, que por todas partes pasa, se detiene, y la gota cae despacito reflejando la luz, el color de los pétalos nuevos, el blanco de las nubes y los ojos de la abeja y nada respira, se contiene el mundo para que el tiempo disfrute de este encantamiento que si bien es en lo natural vulgar, él hace que sea especial.
Ella todo lo hace despacio. Juega con los tiempos de todos los tiempos, como si nunca antes hubiese sucedido nada y todo quisiera ser nuevo, de nuevo, sin que nada se parezca a lo anterior.
Se levanta con el sol porque ama la amanecida, que le regala una luz diferente cada día, lo hace muy despacio, consciente de que algo está cambiando. Ya no está en la horizontal cómoda de la cama, y por lo tanto la sangre, los huesos, la piel, se tienen que acostumbrar a la nueva situación. Les espera paciente a que se recompongan. Anda descalza por la casa para que los pies reconozcan el suelo, cada grieta de la vieja madera donde ahora se posan.
Si la vieses, es como si flotase, como cuando los copos de nieve caen del cielo y se van despidiendo de sus madres nubes y ellas quieren llorar y no pueden porque hace mucho frío. Toma un vestido cualquiera, todos son bellos, hechos con distintas telas y diferentes composiciones, con lazos que flotarán al caminar, con botones que se unirán en matrimonio a ojales que son como abrazos, o quizás esos hilos que se hicieron a sí mismos. Y lo deja caer en su justa medida, encajando con ella misma y queriendo ser parte de su figura.
El tiempo se pone nervioso cuando la ve, todos los vestidos le gustan pero esa falsa dejadez cuando caen por sus caderas le enervan, y sale corriendo a buscar otro nervioso, o a meter prisa al viento para que organice una galerna en la calle y los hombres pierdan los sombreros y les vuelen los periódicos y las señoras llamen al orden a los niños y se pongan pañuelos que jugarán a que son banderas.
Tiene, ella, la costumbre de caminar rozando. A veces deja caer la mano y la abre ligeramente, solo su meñique repasa la pared, para ante un saliente y juguetea a saltarlo, sin prisas; resbala por una silla y la acaricia. Al pasar por la mesa extiende su mano como si se fuese a posar, pero no lo hace, no la roza, solo la siente y está caliente, que se emociona por la cercanía. En silencio la mesa pierde la mesura y palpita.
Unos ojos extraños no notarían nada, porque los espacios entre ella y el tiempo se acortan solo para ellos. No se daría cuenta de que los polvos casi negros del café caen en fila de a diez y que se bañan en el agua que borbotea con un ritmo decadente. La taza siente que vuela sin miedo, como si pudiese volar sola, que no es así, es ella que la baja de la alacena con calma y la asienta en un plato redondo que también voló y que ahora está allí esperando como quien sabe que un amigo pasará todos los días, a la misma hora, por el mismo lugar y vas y le esperas con cierta ansiedad cariñosa, porque sabes que pasará, siempre pasará.
Todo lo hace, ella, con la misma pausa, el mismo sentir cada pieza que toca, cada gramo de aire que rodea lo que le acompaña.
El tiempo está enamorado de la mujer pausada y sola. Siente que no fue bueno con ella, que la traicionó aquel día en que esperaba en la esquina de la costumbre y algo le hizo volverse loco, que sería la forma en que ella bajaba los párpados haciendo que todo se parara a su alrededor, que sintió eran órdenes al mundo para que parase y todo paraba ante su lento caer y hasta las respiraciones se cortaban. El muchacho sintió que el aire se le metía en los huesos, casi como el frío, y le pareció que no llegaba; corrió sin mirar y un maldito coche quiso ser más que él y allí lo dejó parado, sin poder ver nada, solo sintiendo que no llegaba a ninguna parte, nunca más. El tiempo supo que había hecho mal y se descontroló.
Enfadó a las nubes con sus prisas y éstas chocaban unas con otras provocando lluvias que parecían chispas y ruidos que ensordecían a todos, y se asustaron, y el sol se fue a otra parte, y las flores se plegaron dejando a muchas abejas sin comer, y la madera se contrajo poniéndose dura como piedra y los hombres pensaron que algo se acababa y corrían desesperados, y los sombreros volaban junto a las hojas de los periódicos que solo traían malas noticias y las señoras ataban a sus hijos con los pañuelos.
Ella, que nunca había volado, voló, supo que jamás podría poner los pies en el suelo de la misma manera. Supo que el tiempo se había detenido y decidió que nunca más esperaría.
Cuando salía a la calle las gentes le sonreían como se sonríe a un cachorro, le regalaban una flor o le lanzaban palabras hermosas que titilaban en sus oídos hasta hacerse música. Ya no estaba aquí en la misma medida, ella sentía todos y cada uno de los instantes, y esto, el resto, solo lo podía ver en lo que ella hacía.
Se dedicaba a pintar lentamente. Disfrutaba de cada una de las pasadas del pincel sobre la tela. Alguna persona que la había visto pintar, la describía como el vaivén que hacen los trigos cuando son mecidos por una suave brisa y esto se dejaba ver en los cuadros que producían una calma difícil de encontrar.
Pintaba lugares hermosos en los que nunca había estado, cielos y mares, amaneceres. El tiempo le susurraba al oído los colores, las formas, los tonos, le tomaba la mano y ella se dejaba llevar.
El tiempo se detenía solo para ella, necesitaba volver a ver como caían esas pestañas y parar aunque fuese solo para ella.