LAS COSAS NO HABLAN CON CUALQUIERA

Tuvo un infancia insulsa, como insulsos eran sus padres; ni bien, ni mal, porque cuando crees que no hay remedio, las cosas suceden tranquilas, sin sobresaltos, ni siquiera en días de fiesta o de luto, hasta la muerte es esperada y se recibe casi como si fuese uno más de la familia.
Pasó de color triste al negro de un día para otro, quizás un abuelo al que nunca habló o un hermano que no llegó a tener cara y en la casa ya no se guardaba luto, se mostraba hasta el final de los tiempos, sin remedio.
Comprendió a la insulsa de su madre cuando se vio en esas, cuando casi hacía los mismos gestos y es entonces cuando la conoció.
A su padre, también un hombre desleído por la vida, lo empezó a apreciar en la ausencia. Recordaba su impronta al llegar a la casa, algo achispado, gritando a su manera, la que era propia de él, y que parecía su gracia, aunque nadie se la encontraba por ningún lado.
Pobre hombre liso.
A ella, la madre, le hablaba aunque estuviese muerta, lo mismo que a su abuela, la que vivió con ellos, ennegrecida también durante muchos años. La vieja tenía más palabras que todos ellos juntos, se las había comido todas en una merienda con sus recuerdos y sus manías.
Tuvo un par de hijos y el marido necesario para tal fin; un hombre trabajador, fiel a medias y a pagos, que las putas del barrio le sonreían cuando se la cruzaban, eso era muestra inefable de que tenían algo más en común que una acera sucia.
Los hijos llegaron y se fueron rápido, los dejó ir sin remordimientos, por necesidad. Pasaron por el lugar unos sacerdotes, vestidos de ese negro tan familiar, ofertando educación gratis y entrada al cielo, trabajo fijo con Dios y tres comidas diarias ¿quién se iba a negar?
Algún vecino se negó, esos que hablan alto en la tasca o a las puertas de sus empleos, los que tenían esperanzas de que algo tenía que cambiar. Los vio desde que era niña y nunca pudo ver mayores cambios que los remiendos que todos hacían en sus ropas. Aún así, a veces los envidiaba, se hablaban mucho entre ellos, aunque fuese gritando.
Sola, en la casa, tenía un ritual que se había ido tejiendo poco a poco; casi sin darse cuenta poseía una vida toda llena de remiendos y parches, pero solo cuando estaba sola, algo para sí misma que ocultaba como se oculta lo malo.
Una mañana, cuando el marido se había ido a trabajar, se descalzó, sintió por primera vez el limpio suelo de su casa y estaba frio, le gustó esa sensación de frescor que le subía por las pantorrillas y le hacía parecer más liviana, casi más joven.
Otro día recordó que tenía hijos y que si llamasen a la puerta casi no los reconocería, crecían tan rápido y se alejaban al mismo ritmo de ellos. Se los imaginó allí con ella, descalzos, se sentó e hizo el gesto de los abrazos y besos que nunca les dio, muchos caían en sus manos propias y esto también le agradaba, porque en ese momento supo que su madre, de saber besar y abrazar, lo habría hecho con ella. Se los imaginaba enganchados a sus pechos, mamando, parando para hablar de sus cosas, de lo bien que se lo pasaban en el colegio, de los curas que jugaban al fútbol o de que Dios está en todas partes y que todos somos sus hijos; se parecía, ella, a los insulsos padres que había conocido, nada decían, nada hacían, poco vivían.
Creyó escuchar risas y se extrañó, en esta casa de paredes finas, ni los vecinos reían. Volvió a creer y le parecieron los sonidos que emiten los niños cuando juegan, pero aquí, en la vecindad los niños no están, y de estar, no sabrían reír porque las paredes finas se comen los mejores sonidos; hacen malas las conversaciones, guisan mal los amores y ellas parece que sufren y de mientras, de encontrarse, en el portal, una niña joven enamorada de un buen mozo, callaría, incluso silenciaría las chanzas que se les supone, porque este lugar no está para risas.
Otro día, comenzó a hablar con el palo de la escoba; salió espontáneamente, sin pensar, le dio las gracias por el servicio y le animó recalcando lo bien que lo hacía. A partir de ese día le saludaba o le pedía permiso para tomarla entre sus manos, incluso varias veces bailó con ella al son de la música que subía por el patio, la de la radio del vecino de abajo que tenía ese placer.
Ella lo conocía todo, qué tonta no era, pero como a toda la gente que no ha tenido una buena infancia las cosas le colmaban enseguida, poco le faltaba para que se le escapasen, estar, estaban, aunque no produjesen todo eso que muchos decían tener, tranquilidad, que poco se parece a la felicidad.
La cama recibía un tratamiento especial, le llamaba con el doña, doña cama esto, doña cama lo otro… así en un sin vivir porque recordaba lo soñado y ella era la confidente adecuada. Obtuvo espectadores que eran las mesillas, la pequeña lamparita de noche y hasta las zapatillas, que ahora descansaban a la entrada de la habitación, no fuese que alguna vecina llamase para algo y le pillase sin ellas.
.- Doña cama has dormido bien? Yo hoy he visto el mar, una cosa enorme llena de agua por todas partes. Sí, ya sé que ves mis sueños, pero es agradable recordarlos.
Señorita mesilla ¿sabe usted que tiene un pretendiente al otro lado de la cama? Ya podría usted “señá” cama ser buena y presentárselo, es un buen partido y harán una estupenda pareja.
Muchos días hablaba con los cacharros cuando los necesitaba para un guiso o los estaba lavando en la pila; siempre con prudencia, no fuese a ser descubierta por alguna vecina cotilla y le preguntasen a ver si tenía visita, o lo que sería peor, que su marido pensase que algún otro se colaba en la casa mientras él no estaba. Era imposible dejar de hacer esto, le gustaba coger familiaridad con lo que le rodeaba y se inventaba noticias, cosas simples de la calle que ella hacía importantes.
Había decidido no dejar de hablar, y luego cuando salía a la calle se le notaba más suelta, ya no ponía cara de susto por todo, ahora tenía cosas en qué pensar, nunca mejor dicho, nunca más literal.
Una tarde después de comer, cuando su marido ya había salido al taller, recogía la cocina; los platos manchados eran preguntados si deseaban estar limpios y si les había gustado el arroz; se excusaba con ellos sobre la poca carne que ponía, pero no había remedio a causa del también poco dinero que le daba el hombre para comprar comida.
.- ¿Ya se ha enterado? – le dijo a la cazuela que había servido para el guiso – Hice arroz con poco, ya ni siquiera le pongo cariño a esto, cocinar me aburre, sobre todo si no puedo comprar nada para alegrar el guiso.
No se sabe cómo pasó, la cazuela que estaba enjuagando, le contestó.
.- Tranquila, me gustan los platos que usted me guisa.
La dejó caer en la fregadera, se echó para atrás y calló sentada en la silla más cercana. Al suelo no hubiese podido caer de tan pequeña que era la estancia.
¡Ya está, se había vuelto loca! No sabía qué hacer, lloró un buen rato, mientras se repetía a si misma “estás loca mujer, estás loca”
Pasaron unos días hasta que volvió a decirle algo a la escoba o a cualquier otro de los trastos de la casa. Hasta las vecinas se dieron cuenta y le preguntaban qué le pasaba porque su cara tenía un color pálido que daba pena.
Se ve que el marido también se había dado cuenta y sintiéndose culpable se presentó con una radio en la casa. Le dio una gran alegría tener un aparato de estos, ahora ya no estaría tan sola.
Se iba el hombre y ella ponía la radio, y le hablaba, la radio a ella, como si fuese que la conociese de toda la vida. Contestaba a los buenos días, incluso había empezado a bailar cuando sonaba música; tomaba el palo de la escoba y se movía por toda la casa como si fuese una gran pista de baile.
.- Me estás mareando – le dijo la escoba.
La soltó y esta vez no se echó a llorar, esta vez le preguntó si no le gustaba la música.
Entablaron una buena conversación sobre los estilos musicales y que a ella, a la escoba, lo que le gustaba era escuchar música clásica, que lo moderno no era para ella.
Volvió a charlar con todos los muebles, los cacharros, incluso hasta las zapatillas, que le decían que se las pusiese que lo de bailar a ellas les encantaba.
Podía ser un encantamiento, había escuchado que a las personas se las podía encantar y que entonces hacían cosas sin pensar, y a veces hasta les dominaban. Teniendo estos pensamientos corrió a la iglesia y allí se dio cuenta de que también estaba sola, dios no le respondía por mucho que le preguntase o le diese los buenos días. Estuvo en un tris de confesarse y contar al cura lo que le ocurría, pero desconfió de aquel hombre que vestía tan de negro como su madre y su abuela.
En la casa las cosas iban cambiando, había conseguido pintar las habitaciones con colores cálidos, y dibujos de cisnes que flotaban en un estanque con juncos. A veces cuando los miraba podía verlos nadar y cómo jugaban entre ellos.
Cambió las cortinas por unas más vaporosas, como el tul de las novias, blancas y brillantes. Puso hasta calcomanías en los azulejos del cuarto de baño. A veces se alejaba un poco del barrio, a las afueras, tres calles más allá, y recogía unas cuantas flores y ramas con las que adornar la sala y darle a todo un color mucho más vivo.
Aquella casa, en soledad, parecía un mercado, todas las cosas hablaban, algunas, entre ellas, tenían largas charlas sobre lo que se escuchaba en la radio y ella aprendía cada día más.
Las vecinas empezaban a sentir una curiosidad morbosa por lo que ocurría a aquella mujer que siempre había sido una simple más y ahora parecía que tenía una vida nueva.
La mesa donde comían le dijo que tenía que ver mundo, que con la radio se viven cosas, pero que no se fiase solo en lo que ella decía, que un aparato que habla tanto no puede ser bueno, tenía que comprobar que todo aquello que se le mostraba existía.
Empezó por salir con un bolso enorme, dentro portaba un vaso con el que se llevaba muy bien y sus zapatillas, que le habían pedido encarecidamente que las sacase de casa.
Hizo algo que no era soso, cogió un autobús y se bajó donde más gente vio correr de un lado a otro, en el centro. Por el recorrido le había pasado una cosa extraña, todo parecía ir lento, muy lento; había intentado arreglarse el pelo y tuvo la sensación de que aquello se llevó una hora por lo menos. Los coches, las casas, todo pasaba tan lento que dudaba si estaba en la calle o en uno de sus sueños. Temía despertarse.
En el centro la gente corría lentamente, hacían cosas que reconocía, pero ahora todo se mostraba mucho más asequible para poder admirarlo.
Había preguntado al revisor dónde tenía que coger otra vez el autobús para regresar y a qué hora lo hacía. Lo tenía todo planeado, y a pesar de no moverse de la plaza donde se bajó tuvo la sensación de que aquel fue el viaje de su vida.
Los objetos, los de la calle, incluso los que pertenecían a otras personas, también le hablaban. Había empezado por casualidad, mirando uno de los puestos de venta callejera. Era una gran caja, grandísima, donde todo colgaba a su alrededor; podías encontrar desde unos caramelos hasta la prensa del día, pero también pequeños juguetes para los niños y algunos útiles de esos que llevan cerca las personas, peines, espejitos y hasta pañuelos.
Un peine de plástico que imitaba el viejo carey le chistó cuando miraba otras cosas y estuvo contándole la cantidad de inventos que se podían ver desde aquel preciso punto y las no menos interesantes conversaciones que escuchan a los que por allí se acercaban.
Le dio la sensación de que el peine lo sabía todo, pero no pudo comprarlo porque no llevaba más que el dinero justo para el autobús. Se despidió de él apenada, habían hecho una muy buena amistad y en esas pensaba volver otro día y hacerlo suyo para así poder tener más entretenidas conversaciones.
Hizo muchos más viajes hasta que se sabía de memoria los recorridos de todos los tranvías, de todos los autobuses. Un día, siempre con las zapatillas en el bolso y su amigo el vaso, llegó a la estación.
Aquel lugar le pareció un regalo del cielo, hacía mucho que el tiempo no frenaba para ella, pero ese día, ese día ocurrió de nuevo. Revisó los carteles donde informan de las paradas, de los lugares lejanos donde esas enormes máquinas llevan a la gente y se montó, simplemente se subió a la primera puerta que vio abierta, se sentó en uno de aquellos asientos vacíos y se dejó llevar.
Nada pasó, ningún revisor vino para poder comprar un billete, nadie se sentó a su lado. Escuchaba la música de la estación donde el tren se había parado, no pudo ver el cartel donde pone el lugar porque era entrada la noche; pensó que tenía que bajar y seguir su camino o el camino de otros, pero sin parar.
Ni siquiera tenía sueño, lo había dejado en aquel cómodo sillón. Al salir a la calle pudo oler algo desconocido, lo pudo escuchar, el mar y a las zapatillas que pedían por favor que las sacase. Lo hizo, se cambió los zapatos de calle por sus amigas familiares, sacó el vaso y caminó hasta lo que se veía oscuro, negrura total.
La emoción de alguien que llega al mar por primera vez y no lo puede ver, es casi superior al que lo ve a pleno día; porque lo intuye, se lo imagina de un color azul oscuro que el sol aclara. El suave sonido de las olas se hace música para los sentidos y el olor se te mete en los huesos.
Se sentó allí en un pequeño pretil que separaba la calle de la arena y las rocas que se veían poco. Esperó.
Hay un momento en que todo se ilumina, adquieren tonos las cosas, le recordó a la luz que se aprecia cuando un vecino la enciende y entra, sin pedir permiso, en una habitación. Poco a poco una pequeña chispa roja se percibe a lo lejos y el cielo, por encima, se ilumina. Luego, en pocos minutos, aparece una lenteja de color anaranjado brillante, que sube y sube y baña cada roca, cada pedazo de tierra, pero sobre todo, el mar que coge toda su potencia volviéndose rosa y blanco y amarillo y los azules cambian y el blanco de las olas y las gaviotas que vuelan felices…
Hay un hermoso rayo reflejado en el mar y en la arena, como un camino listo para ser andado.
Se fue caminando con sus zapatillas, despacio, lentamente como si fuese parte de aquella alfombra solar. Nunca más se supo de ella, las mujericas del barrio animaban al marido diciéndole que con lo insulsa que era se había tenido que perder, incluso la buscaron por los alrededores, pero a ninguno se le ocurrió entrar en la casa y preguntar a sus cosas, aquellas que ahora también le echaban de menos, ninguna, nunca jamás volvió a hablar porque las cosas no hablan con cualquiera.