ATISBADURA NOCTURNA

Casi no la tocaba, y no era porque no le gustase, que por las noches, cuando la miraba desde los rayos de luz que entraban por la ventana gracias a la farola de la calle, se volvía loco por ella. De tanto mirarla se sabía el volumen correcto de su nariz, el efecto transformador que tenía la tenue luz que le iluminaba las alas un día, las aletas, las narinas, que tenían distintos nombres y todos el mismo, los brazos, que a él le parecían eso, pertenecientes a un algo que saliese desde el centro y los aupase en júbilo para su alegría.
¡Qué alegre tenía la cara mientras dormía!
Esto le traía una sucesión de miradas únicas, deliciosas delectaciones de cada instante, y era, precisamente esto lo que le producía ese miedo a tocarla, no fuese a desgastarse, o quizás se quedaría pegado porque ¿quién no quiere adherirse a tanta belleza?
Había más lugares que le impresionaban, tantos que le habían producido espasmos respiratorios, solía jadear, siempre muy bajito, como lo hacen los que empiezan a ser viejos y no quieren que nadie lo note.
Ese lugar exótico que tiene al final del ojo, donde se juntan las pestañas superiores y las inferiores, ese que es un encuentro floral y que no tiene nombre. Un ángulo exquisito que tiembla de vez en cuando; un motivo habrá pero seguirá siendo una incógnita para él, porque no le importaba, solo lo disfrutaba. ¡Qué dolor no saber el nombre!
Sin nombres el recuerdo tenía que ser, forzosamente, descriptivo, ocupando mucho espacio en el lugar que tenía destinado para ella.
A veces contenía la respiración, lo tenía dominado, tanto como el movimiento, que era de gato y se acercaba y la aspiraba, no solo para olerla, además para retener también su aroma que luego le había de acompañar todo el día.
Era, en el día, cuando se tomaba un respiro de su quehacer habitual, cuando se entretenía abriendo el recuerdo y rescatando los lugares hermosos dónde había estado por la noche, mientras la observaba. La curiosidad y la necesidad también le obligaba a buscar los nombres que no tenía; buscaba literatura referente en lo médico, lo artístico o incluso en el lenguaje de los especialistas de la estética, que no dejan nada al azar, marcando como el orgullo de la especie cualquier depresión de un cuerpo.
Supo que sus cejas tenían un puente que se llamaba glabela, y que le sonaba al nombre que él le daría al ángulo que toma una tela atada al viento del norte, que parece se encoja de frío sin dejar ese don de las banderas, aunque no lo sea. Y se enamoró de un filtrum que parecía latín para remarcar la depresión que justo parte la faz encima de los preciosos labios.
Hizo del rostro un tratado y lo disfrutaba por entero, sin perder un detalle, ni uno solo.
Un día alguien le comentó que hay idiomas que sí tienen palabras para definir cosas que él había inventado, incluso algunas que imaginaba, sin llegar a saber si eran reales o inventadas en la noche.
Aprendió ¡maldita sea! que hay una palabra hermosa que habla del abrazo, apapacho, una especie de cielo consciente de la realidad de un abrazar. Y quiso hacerlo.
Resolvió su incógnita del ángulo ocular, se llama canto esa parte de unión de pestañas. Y quiso besarlo.
Iba pasando la vida entre miradas nocturnas y más silencios diurnos, y ella no aguantó más. Se hizo unas fotografías y en la nevera, después de un desayuno, las clavó. Se fue a ver si tenía más suerte y le tocaba otro que no fuese tan romántico, porque hay miradas que matan, miradas que silencian y en casos, miradas que queman.