LA HISTORIA DE EMILIA

Emilia solo tenía una historia, solo una nada más, ni nada menos, porque era una gran historia que se podía contar de distintas maneras. Ella no siempre la había tenido a flor de piel, o de lengua, hubo ocasiones, sobre todo al principio que no podía relatarla; los demás decían que no lo recordaba, que si el trauma, que si el miedo, y que seguramente algún día volverían los recuerdos.
Emilia no lo contaba porque pensaba que si abría la boca y hacía que los recuerdos tomasen forma de palabras, su historia se iría diluyendo poco a poco, como si fuese de agua que se evapora.
En aquella casa, los vivos, los que quedaron en pie tenían una historia que contar y cada uno la iba relatando cuando se les preguntaba, y funcionó, poco a poco la fueron olvidando, la dejaron escapar y con los años casi no recordaban el sucedido y mucho menos los detalles.
Ella lo vio venir y se la guardó como una prenda que te da alguien a cuenta de algo importante.
Un día, siendo ya moza se enamoró de un muchacho muy bruto, el hijo de un pastor de un pueblo vecino. Le gustó el olor a heno que desprendía cuando movía los brazos al explicarse, o la sonrisa bobalicona que tenía de nacimiento, que no era risa, qué era mueca como defecto.
El chico, siendo debidamente informado de este amor, no se lo pensó dos veces, Emilia era una moza con un aspecto muy agradable, no parecía enferma y venía de buena familia, así que la rondó hasta que por fin llegaron las fiestas y no se pudo aguantar más.
Le hizo un hijo en el pajar sin que ella se diese ni cuenta, qué fue rápido como los conejos, luego el padre le llamó para irse con las cabras a lo alto de las montañas y allí perdió la vida el rapaz, sin saber siquiera que había dejado un conejito a la pobre de la Emilia.
En el pueblo ya empezaban a mirarle mal, caía algún insulto de vez en cuando, por fortuna el cura se apiadó de ella y la colocó en una casa de la capital a servir, a condición de que empezase una nueva vida y el fruto de un instante en un pajar fuese a parar a manos de las monjas que lo iban a colocar en algún sitio bien, con futuro.
No se negó. No podía hacer nada y a cambio tendría un trabajo con el que iba a ganar más que toda su familia junta.
En la capital perdió el niño a la segunda paliza. La casa donde empezó a trabajar tenía buenos amos, pero había un matrimonio de guardeses que le obligaban a trabajar día y noche. La primera vez que rompió algo perdió un diente, la segunda un hijo y ninguna monja pudo hacer chance con la criatura. No volvió más por aquel lugar.
Un portero de una finca la vio mirar con demasiado interés el pan que colgaba de la puerta de un bar y le aconsejó que esperase allí al dueño, que buscaba una mujer para la limpieza y la cocina. Al poco ella sola se manejaba entre platos, ollas, botellas y vasos de vino tinto.
Al principio dormía en el almacén junto a un batallón de ratones y cucarachas, pero luego de dos meses ya tenía lo suficiente para una habitación cercana al local. Llegó a un acuerdo con la patrona y se levantaba a eso de las cinco a preparar los desayunos de los pupilos, lavar las sábanas o limpiar.
Con el tiempo encontró un buen hombre con el que se casó. Un ferroviario con el que apenas se veía ya que tenía el turno de noche y por el día mientras él dormía ella se iba a trabajar.
El día que su marido estaba a punto de morir le pidió que le contara su historia y así lo hizo durante un mes. Las vecinas llamaban, el del bar se desesperaba y nadie suponía que ese mal olor que reinaba en el rellano venía de un marido muerto que escuchaba una historia terrible.
La llevaron a un centro limpio y bonito. El tipo era agradable, guapo, con aquel traje siempre impecable y muy serio; se empeño en que debía contar su historia. Emilia le dijo que no se podía hacer en una tarde y como a él le pagaban por escuchar no le importó.
Dos años estuvo en aquél lugar, dos. Regresó a su casa y otros dos sola, recordando una historia que había contado dos veces en toda su vida.
Una mañana se levantó, se puso su mejor vestido y regresó al bar. Allí estaba el dueño, las cucarachas, los ratones y otra mujer a la que no se le daba bien atender la barra así que se puso el mandil y salió a servir vinos tintos, cafés, copas y a impregnarse del aroma de puro los domingos.
Sin darse cuenta le contó su historia a la cocinera y luego al del bar, y a un cliente que venía con su sobrina que no lo era pero le llamaba tío.
Todos estaban de acuerdo que aquella historia era para ser contada y se corrió la voz.
Por las tardes llegaban gentes para que ella les contase eso que tanta fama estaba cogiendo y ella se apoyaba en la barra y empezaba a escupir, a salpicar palabra tras palabra, recuerdo tras recuerdo.
Poco a poco se hizo verdad lo que tanto temía y los recuerdos se fueron diluyendo; con los retazos que le quedaban iba zurciendo palabras y un día ya no recordaba nada, entonces fue realmente feliz.
Cuanto más pasaba el tiempo, lo que contaba más curioso se hacía, porque a día de hoy aún se recuerda en el barrio a la buena de Emilia que tuvo una vida terrible hasta que contó su historia, esa que nunca era igual a la anterior.