PINOCHO NO ES FELIZ

Pinocho estaba cabreado, tanto era así que en las noches cuando regresaba a la casa, le crujían los andares. La habitación que su padre había hecho encima de la carpintería, donde este le esperaba sentado en la mecedora que miraba a la ventana, medio dormido, roncando como solo lo hacen los carpinteros, ris ras, ris ras, al run del aserrar. Una manta le cubría las piernas ya que aquí por mucho frío que hiciese estaban negadas las chimeneas. No le daba pena despertarlo, al revés, lo hacía solo por fastidiar.
Nadie se pregunta cómo se calienta la madera, que también aguanta el frío, como todos. Maldecía los ensambles de hierro que con la humedad, dolían y no acababa de acostumbrarse a este cuerpo vinílico que le había regalado la madrina. Estaba bien para salir, porque ninguno podría llamarle “palillo” o cuando los otros chicos le decían que andaba todo el día palote, le entraba un calentón, que de no controlarlo un simple manotazo hubiese roto dientes. Siempre controlando, siempre aguantando los absurdos comentarios y ahora que ya tenía una edad no podía ni de lejos pensar en largarse. ¿A dónde iba a ir? Un chico de madera con cuerpo de vinilo, el mismo con el que se hacen los miembros para los amputados. El miedo que vive con él no es solo por su vulnerabilidad física, es, sobre todo, por esa maldición que no puede quitarse por mucho que lo desee. Por eso cuando padre despierta le dice todo lo que piensa. Esas frases que los hijos acostumbran a esputar y son como pequeñas cuchillas que cortan el corazón. “¿Por qué me has traído a este mundo? ¿Crees que eres mi dueño? No haberme fabricado.” Frases de este tipo salían por su boca y sin lamentarlo se iba a tumbar sobre el colchón de virutas que le proporcionaba cierta tranquilidad. Se sentía muy desgraciado, mucho. No tanto porque su cuerpo fuese diferente, no tanto porque su aspecto tuviese ese aire aniñado al carecer de pelos que le diesen un poco de masculinidad, no. Sobre todo le amargaba tener que decir siempre la verdad. Nadie dice toda la verdad, ni siquiera cuando se calla por aquello de no herir. En su caso aún era mucho peor. Si hablaba, mentía y si mentía le crecía la nariz. Cuando era pequeño crecía de una manera tranquila, casi graciosa pero ahora aquella protuberancia se lanzaba hacia fuera como un resorte inaudito.
Dos años llevaba intentando besar. Le daba igual si era un hombre o una mujer, lo que él quería era saber que era aquello de besar y ser besado. Nadie regala esos besos; en los carrillos ya le habían besado y la sensación había sido tan agradable que ahora quería saber cómo se recibían, como se daban los besos en la boca.
La primera vez que sintió que se acercaba a esto fue una noche vieja. Se mezclo con la gente en una fiesta popular, esas que organizan con uvas, champan y confeti en la plaza. Alguien le pasó un cucurucho con las uvas, las manoseo un rato y las tiro disimulando, los muchachos de madera y vinilo no necesitan comer. Se acercó a un grupo que cantaba y se colocó al lado de dos chicas que le parecieron hadas. Cuando dejaron de sonar las campanas un jolgorio general irrumpió en el lugar y todos comenzaron a abrazarse besándose en la boca. Una de las chicas se giró y sin pensarlo se abalanzó sobre él. Ambos se abrazaron, sintió lo caliente que estaba ella. Le dijo al oído: “Feliz año nuevo…¿eres feliz?” lo dijo tan animada que no se atrevió a decirle que no, qué no lo era y un estúpido “Sí” salió por su boca.
La sangre corría como el champan y antes de que nadie se diese cuenta se soltó de sus brazos y se escabullo entre la multitud. ¿Por qué le había mentido? Pobre chica ahora tenía un ojo en la nuca.
Pasaron varios meses antes de volver a salir a la calle. Cada vez que pensaba en la muchacha más ganas tenia de ser besado pero también más miedo le entraba. Volvió a salir y a intentar no mentir, sobre todo cuando se acercaba a las bocas. Descubrió que si se vestía con ropas oscuras, como si fuese un antiguo las chicas se emocionaban y si le preguntaban si era feliz bien podía responder que no. Lo malo es que tanto ellas como ellos cuando besan quieren pensar que te gustan, que te sientes bien, que coincides en pareceres y sobre todo en eso tan raro que es cuando preguntan si les amas. La madera no ama a las hojas, ni al leñador o al tallista. La madera simplemente no ama, y en este caso, no miente porque no puede hacerlo, se le nota.
Buscaban un asesino que no hacia distingos entre hombres o mujeres. Uno que usaba una estaca que clavaba a sus víctimas en la cabeza. En la prensa se volvían locos porque no encontraban una explicación para tanta barbarie.
Pinocho se sentía solo, con frío y malnacido. Se acercó al fuego callejero que hacen los desgraciados, esos que son generosos a pesar de su miseria; le ofrecieron beber de una botella escondida en una bolsa de papel, bebió. El hombre le preguntó: ¿Estás solo? Dijo que sí por no decir que no y el alcohol barato se desparramó cayéndole encima.
Siempre pensó que el fuego era el infierno real, solo para la madera que todos queman alegremente, por eso cuando empezó a arder se sintió morir de asco, el vinilo quema muy mal y huele que apesta.