EL CALLEJÓN DEL OLVIDO

EL CALLEJÓN DEL OLVIDO
No tenía este nombre porque hubiese acontecido un hecho en la antigüedad, era así renombrado por ser esta la realidad de este reducto infecto.
Estaba situado al norte de la población, un lugar donde ni siquiera el verano era capaz de calmar las humedades que lo decoraban, siempre hacía un frío que se te enganchaba al cuerpo y por mucho que quisieras no te lo quitabas de encima hasta bien pasadas unas horas, después de haberte tomado algo caliente o unos vasos de alcohol cualquiera y desde luego, a una milla de ahí.
Recibía este nombre desde el interior de las familias, y estaba prohibido acercarse, ningún muchacho del lugar dejaba que le tentase la hombría el pasar por este lugar, daba igual que alguien te propusiese demostrar la valentía o quedar como un gallina, se quedaban gallinas para siempre porque allí no se podía entrar.
Para hacer un callejón se necesita un par de edificaciones a los lados, aquí las había y no eran especialmente ruinosas; dos viviendas con vecinos normales, gente obrera de la que a veces tenían que ir al auxilio social a por comida o cuando tenían trabajo lo era de sobra y podían organizar fiestas callejeras intempestivas, con bailes y cantos hasta altas horas, pero siempre sin entrar en el callejón.
Las pocas ventanas que daban a él estaban cegadas, nadie las abría jamás y nada había colgado de las cuerdas que, en algún tiempo servían como tendederos de ropa, aquí la ropa se ponía ruinosa, cogiendo un olor a humedad y putrefacción que nadie soportaba.
El callejón del Olvido era un lugar a respetar. No se podía decir que nadie lo utilizase, porque sí se hacía, pero eran personas comidas por la necesidad, por una imperiosa necesidad.
El nombre dado no podía ser más real y cierto, allí se producían casos de verdadero olvido.
Hubo un tiempo en que este lugar era punto de encuentro para los amantes, ahí se escondías de las miradas curiosas y tenían relaciones sexuales sin mayor problema ya que no era recto, tenía cierta forma angular y un par de columnas de la finca de la izquierda que le daba buen cobijo a los que ahí se metían. Muchachos que hacían novillos y llegaban a esconderse en él, gente que vendía cosas ilegales… Incluso una vieja moto destartalada que un vecino dejó con la idea de arreglarla cuando tuviese unas perras.
En esta época no olía tan mal, aunque la humedad ya estaba pendiente de cualquier cosa seca que apareciese, el sol, ni se acercaba a las doce, que es cuando casi nada se puede escapar de su luz.
Un día, al anochecer, llegó la Juana que había quedado con el Manuel. Juana era una muchacha hermosa, por ser joven y estar fresca, y él era un buen chico del barrio, uno que ya empezaba a trabajar y que se veía a sí mismo en la lejanía como un fontanero afamado.
Ella entró rápida, sin mirar atrás, mejor así para no levantar sospechas. Lo buscó en el punto dónde no hacía mucho ya habían sellado el amor “de para siempre” que tiene la juventud. Lo vio apoyado en la pared, casi caído. Gritó y corrió a pedir ayuda a los vecinos. Nadie salió, nadie la escuchó o no quisieron escucharle. Zarandeó al hombre que, borracho, dormitaba en la esquina, no se inmutó. Regresó sobre sus pasos para ver si por el otro lado alguien podía ayudar y vio correr calle abajo a los vendedores de droga.
Como pudo, a rastras, sacó al hombre y comprobó que ya estaba muerto. Una cuchillada le había atravesado el corazón. Los gritos de la muchacha se escucharon en todo el barrio y sin remedio los vecinos bajaron a ver el sucedido.
La policía preguntó a Juana si había visto algo y quien estaba en el lugar en esos momentos. No pudo recordar nada, ni siquiera sabía cómo se llamaba, el lugar dónde estaba o quien era el fallecido. Pasaron los días y de Juana nada más se supo, algunos decían que deambulaba de un lado a otro con la mirada perdida, sin rumbo y que la familia estaba pensando si era posible meterla en algún centro para locos.
Parecía que la historia de estos dos amantes se había terminado cuando otro cadáver apareció en el mismo lugar, esta vez era el borracho que lo venía frecuentando como parada antes de llegar a su casa. La persona que lo encontró, un obrero que se metía por el callejón para acortar el camino a casa, ya no trabajó más, tampoco recordaba nada, ni quien era, o a qué se dedicaba. La policía no daba crédito.
Los vendedores de droga dejaron de ir, demasiados curiosos a la entrada o la salida, demasiados que tampoco se atrevían a cruzar de un lado a otro. Los vecinos, aquellos que sus ventanas daban a este lugar, se quejaban de los malos olores y unos ruidos extraños que por las noches no les dejaban dormir. Uno cerró, otro tapió, y el paso quedo oscuro para siempre.
El hijo del panadero, por llegar a tiempo al horno, pasó, al salir se encontraba en un estado lamentable. Llevaban días buscándole, y por lo que parecía había estado ahí dentro, sin saber encontrar la salida. No se recuperó, si bien hacía lo que se le mandaba no era el mismo, carecía de la más mínima emoción.
El callejón empezó a ser llamado “del Olvido” Las madres prohibieron a sus hijos el paso y hasta se pidió al ayuntamiento su cierre, cosa que no sucedió porque no estaba previsto que las tonterías de los vecinos fuesen a cargo de las arcas públicas.
La gente ni siquiera pasaba cerca, se cruzaban de calle; tanto miedo le cogieron al lugar que la idea de aparcar ahí el coche y así cerrar la entrada fue truncada porque rara era la semana que no salía una persona que había querido ver, o conocer, o lo mismo sentir lo que les pasó a los otros y la encontraban hecha un pingajo, como un fantasma mudo, uno que no era capaz de decir lo que había visto o sentido en este maldito lugar.
Al principio todos se alejaron, queriendo no saber, como si así el agujero negro que tenían cerca se fuese a terminar; la gente seguía pasando, entrando como personas, saliendo sin memoria y sin sentimientos.
Cada vez había más personas que entraban al callejón, casi todos por la noche, con lo que para acallar las quejas de los vecinos se colocó un policía municipal, uno que prohibiese la entrada. Fue inútil, él también entró y salió como un muerto en vida más. Ahora se podía ver una procesión de personas entrando y saliendo así.
La ciudad se convirtió en un centro de gentes sin luz, tristes, personas sin memoria de lo que eran, lo que hacían o a la familia que pertenecían. Deambulaban por todas partes, sin rumbo, y como no recordaban que tenían que comer o beber, iban muriendo.
Pocos quedaban sanos y por mucho que quisieran no podían ni pensar en el callejón del Olvido, porque les entraba unas ganas irrefrenables de ir allí y cruzar.
La madre se quedó callada, miro a todos a la cara y les dijo: Ahora ya sabéis porqué no quiero que ninguno vaya por ese callejón ¿lo tenéis claro?
Todos los chiquillos, con los ojos muy abiertos, muertos de miedo, juraron y perjuraron que jamás cruzarían por ese callejón. No solo era el hijo de la Juana, también los primos, los vecinos. Una vez al año, justo cuando el verano acaba, la mujer cuenta a los niños la misma historia y nunca, ninguno de ellos, tuvo la valentía de cruzar por ese lugar. A la mañana siguiente, cuando iban camino al colegio, miraban a los adultos y tenían claro que era una historia verdadera. Esas gentes mayores, con aquellas caras, no podían ser menos que muertos vivientes.

AQUELLA CARA…

Aquella cara…
Me costó mucho decidirme y en silencio comencé a preguntarle por sus rasgos.
No pareció entenderme, creo que estaba absorto en otras cosas, a lo mejor en algo de mí o de la luna, o quizás le gustasen las sombras que se reflejaban en la pared de la habitación y que parecían no ser, no pertenecer a nadie, porque iban solas de acá para allá, haciendo piruetas o bailes más que de salón.
Le pregunté por las arrugas, pero no por las predominantes, esas que sobresalen cuando sonríe; le preguntaba por las pequeñas, las que casi pasan desapercibidas. Me dijo que las pequeñas, las arrugas, pugnaban por ser cicatrices para tener algo más de prestancia, pero que, en el fondo, solo eran instantes de momentos pasados que había que recordar.
Aquella cara…
Tenía una frente amplia. No era de esas que se crecen con el tiempo, cuando el pelo se va retirando del mundo y deja que la vista tenga más apertura de campo. Era una frente poderosa, estiraba la piel como nadie lo hacía, en algunos momentos parecía que se iba a romper, que se resquebrajaría de un momento a otro, quizás por las inclemencias del tiempo, o solo ante una duda cualquiera, una sencilla duda, inocente.
Le tocaba la frente como quien toca un huevo de un pájaro que acaba de morir y no hay más, este era el último de su especie a no ser por ese huevo que tocas con la yema del índice esperando que te transmita algo.
Lo que más me gusta es su entrecejo.
El entrecejo es la parte de las cejas dónde poner la respiración. Comienzas amablemente por un lado poblado de alborotados pelos, pareciese que, a pesar de lo que dicen todos, no son las alas de las caras. Y esto lo sé porque lo he tocado, tocado a la vez que visto y oído. Son brazos. Los brazos del que baila, con esa manera que tienen de confundir, que no son alas, son potentes apéndices que vienen a ser el cobijo de una madre. Esos pelillos revoltosos, marcando las diferencias entre lo que podría ser una decencia y un delito. Y se repiten tras la respiración del entrecejo y guardan los ojos, esos grandes pozos que se llenan o vacían según las inclemencias de la vida.
Aquellos ojos…
Los ojos no los podía tocar. Tendían a cerrarse si me acercaba demasiado. Jugaban al despiste pareciendo los dos iguales, pero no lo eran. Estoy segura de que cuando llegaba mi mano a su cercanía se ponían a hablar, de sus cosas, de mis cosas, de las cosas de ninguno que flotan en el aire para ir aprendiendo a amoldarse a las miradas, sobre todo a las furtivas.
Amaba el pestañeo. Aquí podría decir algo tonto como “aleteo” pero no lo parecía, porque sus pestañas eran manos que aplaudían lo que el ojo, sí, el ojo, independientemente uno del otro. Aplaudían lo que veían. El derecho buscaba lo interesante, lo peculiar, mientras que el izquierdo sostenía el roce hasta el cansancio, como no queriendo aplaudir nada. A veces me parecía que la piel de los párpados era de seda salvaje y que en cualquier momento una ráfaga de aire, provocada por mi roce, podría hacerla volar, con las pestañas como plumones desesperados, los que parece se agarren a los lugares dónde se posan, como si pesasen mucho.
Le tocaba las pestañas con cuidado. Sé que sonaban, como un instrumento musical, las pestañas sonaban, cada una con su nota diferente, melódicamente, solo esperando el ritmo causado por el roce. Una vez las soplé, solo por ver qué pasaba. Se enredaron unas con otras. Es costoso desenredar pestañas que no quieren ser desenredadas.
La nariz era napoleónica, merecía un sombrero. Quizás era un embellecimiento de un antiguo faraón del viejo Egipto, y en ocasiones dudé de que fuese un esperpento geográfico escapado de algún mapa infantil hecho con papel maché.
Daba vueltas y más vueltas por ella, subiendo a la cima, imaginando que ponía allí mi bandera por ser única y primera en llegar a lo más alto, para después precipitarme al vacío de una comisura labial bien formada. La nariz no era un impedimento, era una barrera geológica de la caricia, un choque con las estructuras que sostenían unos pasajes suaves a cada lado y que debajo podías tener una playa o un bosque.
Aquellos labios…
Estos, los labios, eran un infierno. No sabía por dónde empezar, si por la palabra o por las esquinas.
¡Dios! Cómo me gustaban sus labios, tan llenos de vida, tan útiles a la hora de descansar en ellos; me parecían un exquisito filete de ternera roja, o un fruto salvaje de esos que no se sabe nombrar y que podría haber estado en el paraíso y entonces las manzanas no serían el problema.
Aquí me perdía en la locura. Pasaba mi pulgar, descansaban tres de ellos, o dos, y se abrían hacía los lados, lentamente, como no queriendo que esta poesía se terminase y entonces, entonces sonreías, y a mí se me volvía loca la vida y no podía más. Me costaba dejarlos para continuar el camino.
Luego, con las dos manos, recogía la barbilla en un intento de guardar estas sensaciones para quedármelas, para siempre, por siempre, quería tener tu cara en la mía, y sentir el olor que tienen los poros, el aroma de las pestañas al viento, el frescor de las cimas y en su caso la humedad de los huecos.
Y las arrugas todas parecían los mil ríos del Amazonas, secos en la alegría, húmedos en el amor.
Aquella cara, tu cara, pasaba a ser de mi propiedad porque la había absorbido toda entre mis manos.