EL SOL Y LAS LETRAS

Se levantó antes de que el sol saliese del escondite y saludase a los peces. Ella ahora tenía trabajo y no era cosa de desperdiciar ni un solo segundo. Tanto valoraba el lapso, que tenia colgado un cubito debajo del reloj, por si se diese el caso de que algún minuto se cayese de las horas. Miraba el cubo por curiosidad y solo encontraba las lágrimas de este. Le habían dicho que los relojes de cuco no lloran, que seguramente, seguro, serian gotas de rocío; incluso uno supuso que la madera sudaba. “¡Sudar la madera!” se dijo y le tomó la temperatura.
Después de beberse las gotas mezcladas con el café, secaba cuidadosamente el recipiente y lo volvía a colocar en el pequeño gancho que no era otra cosa que un clip de él. Uno de esos que regularmente encontraba prendido de los papeles que tiraba y que le parecían eslabones de un collar inacabado. Seguido de esto y ya con el sol como invitado volaba por la casa, medio encorvada, recogiendo las letras que sin cuidado alguno él dejaba caer en las noches.
Lo metía con cuidado en una bolsa de tela, como si fuese pan; usaba las siguientes horas para disponerlas y organizarlas.
El dormía con un sueño torpe, nervioso, ese tipo de dormilón que uno identifica con el que no se porta bien. Sabía que no era malo, no lo era porque lo sabía y podía decir sin equivocarse que los sueños con tiemblos eran causados por las palabras que guardaba. Un día lo supo cuando lo vio toser hasta casi morir, esputaba letras que se agarraban unas a otras queriendo tener un significado. Ella las recaudaba todas, las limpiaba y las atusaba e incluso les obligaba a tener un sentido. Luego las recortaba cuidadosamente, planchándolas en una pulcra hoja de papel de seda.
Así lo hacia todos los días.
Había compuesto un sinfín de cuadernos que bien cosidos iba entregando a la editorial para que ellos los tapasen. Se los devolvían oliendo mal, a desconocidos que querían conocerle, no a ella, a él y a veces se conocían en el portal a la hora del paseo.
Un día él se despertó y tomó café con lágrimas del tiempo y vio como el sol al entrar en la casa hablaba con ella. Se puso nervioso al ver esto, dudó y se quedó sin palabras. No volvió a soñar, ni a escupir letras. Había enfermado de necesidad.
Ella le hizo una almohada con recortes de frases, las inacabadas. Le lavaba la cara con admiraciones escurridas y para merendar le daba diptongos con miel.
El día en que se murió, él, salió el cuco del reloj a pedir un pañuelo. Las palabras se descompusieron y ella se arrancó los ojos para no volver a verlas.
Los que venían, no volvieron. Los que hablaban, no dijeron nada y el sol metía los dedos en el cubito y le remojaba los labios a ver si podía volver a recordar.
Un segundo faltó del tiempo ese que es malo per se y con el que todo se acaba.