EL PEQUEÑO ACOMPAÑANTE

Había una mujer que guardaba un hombre pequeñito en un bolsillo. Lo tenía allí como quien conserva un amuleto dado por una vecina; realmente no era despreciable pero tampoco atraía suertes de ningún tipo, ninguno que ella pudiese apreciar.

Hace años tuvo un gato pero no era lo suficientemente pequeño como para llevarlo de un lado a otro en bolsillo alguno y el pobre bicho vivía enroscado a su cuello del que solo se apeaba si la mujer entraba en llantos. Tanto lloraba que las lágrimas que le caían casi ahogan al bicho y no hubo más remedio que deshacerse de este. Lo dejo en la puerta de un orfanato laico. Aquellos que guardaban a los hijos de los desconocidos siempre decían que eran muy suaves los niños, su gato también lo era, seguro no notarían la diferencia. Más a más porque se había impregnado tanto de las lágrimas que olía a persona.

No se había dado cuenta pero el hombre pequeñito adquirió la habilidad de ser el guardián de las llaves. Las llevaba atadas a la cintura con un fino cordel y cuando ella las necesitaba él sabía perfectamente cómo hacer para que las encontrase. Le daba un pellizquito en la pantorrilla, que es la zona más cercana a los bolsillos, y así, siempre estaban al alcance de la mano.

Nunca le dio las gracias por esto.

De ser el guardián de las llaves pasó a ser el sujetador del anillo, porque ella tenía un anillo mentiroso, que valía su peso en oro, lo que no era mucho teniendo en cuenta lo delgado que era. Cada vez que lloraba la medida de la mujer menguaba y el anillo tendía a escaparse. Primero lo usó en el dedo índice y esto le venía de maravilla. Solo con señalar al cielo conseguía que todos mirasen su bonito y dorado anillo.

Llorar por un déjà vu no trae nada bueno. Tuvo un pensamiento espeso, uno de esos que cuesta curar. Estornudaba ideas, sensaciones y moqueaba palabras sinsentido. Cuando se curó vio con sorpresa que el anillo había resbalado en el fondillo y al ir a recogerlo el hombre pequeñito lo tenía en el cuello. Le pareció guapo y por una vez pensó que la pieza le quedaba mejor a él. Se lo puso en el dedo anular. Un día se le quedó prendido en un saliente e inevitablemente ella no quiso soltar la mano de su brazo, ni este de su tronco, ni ella de aquél sitio tan peligroso. Permaneció allí el minuto más largo de su vida, tanto que envejeció dos meses de golpe y por supuesto, salió el dedo del empeño, menguó un tanto. De nuevo quedó el oro como collar del diminuto.

Empezaba a temer por su vida siendo la causa ese pequeño trozo de metal infernal. Esto lo dudaba un poco.

Cada vez que metía su mano en el bolsillo y lo rozaba sentía un cierto cosquilleo, era él que le besaba las yemas; no lo distinguía bien porque con ese tamaño de labios no podía competir con el gato huérfano de olor a lágrima viva. No se puso el anillo en el siguiente dedo, tenía la impresión de ser un engaño, si hubiese dado un puñetazo quizás un escalofrío de dolor le habría dado la razón. No es que ella estuviese dando puñetazos todo el tiempo, pero le gustaba llamar a las puertas de esta manera. Le relajaba mucho hacer esto. Era como pegar justificadamente y solo pasaban dos cosas: alguien que no estaba, no respondía o lo hacía y ambas cosas eran una fortuna. Esta costumbre le había dado muy buenos resultados, impepinablemente detrás de una puerta hay un mundo que solo te puede pertenecer si la traspasas, de no hacerlo es posible que tengas que imaginar qué es lo que allí hay y nunca aciertas, por mucho que lo intentes o incluso sabiendo algunos parámetros sacados, por supuesto, de algún chascarrillo escuchado por las escaleras en esos ratos en los que parecía que intentaba encontrar las llaves y disimulaba metiendo la mano en otros bolsillos o tocándose los pechos, qué a veces, solo en casos excepcionales también servían de resguardos. Ella perdía el tiempo en el lugar donde el pequeño estaba; como la vida da muchos sustos su tamaño también era menor y de a poco sentía casi bien los besos que él le daba en todas las yemas, en las uñas, en los nudillos. Le dejaba hacer y se sentía bien.

Cuando le preguntaban si estaba sola, respondía rápido que sí, que lo estaba. En la pantorrilla podía sentir un corazón que latía con fuerza; un día dijo que tenía una mariposa guardada por si llegaba la primavera de sorpresa. A todos les pareció normal la explicación, ellos no tenían mariposas guardadas pero esta mujer era muy extraña y como la veían menguar con cada contratiempo no le querían contradecir.

Una noche hizo algo que no había hecho nunca jamás; una tontería de esas que se hacen cuando la luna no está plena y hay tan poca luz que ni tú mismo te ves. Se puso el vestido para ir a dormir, con miedo por esto, salvando la distancia de la mala suerte que da hacer cosas así. A los muertos no les ponen camisones, las visten con vestidos importantes, menos mal que no suelen tener bolsillos.

Se durmió con la mano resguardada, sintiendo como un hombrecillo enloquecía a base de besos y pequeños pellizcos en las pantorrillas y más allá. Tuvo sueños increíbles, como que la enana criatura crecía y crecía… se despertó de la pesadilla cuando los hilos no podían contener tanta grandeza y se veía casi desnuda, apenas cubierta por los jirones de la prenda. Se levantó y volvió a lo habitual, dejar lo puesto en el armario y ponerse un recatado camisón lleno de flores que no hacían cosquillas si no las ayudabas.

A estas alturas la vida continuaba un poco más complicada que en el pasado; había menguado tanto que el anillo ya solo servía de collar para otro y ella sentía que todo le quedaba grande. Había que hacer algo, esto no podía continuar así.

Se acercó al orfanato a ver si podía volver a tener a su mojado gato y se encontró que habían hecho collares con él. Todos los niños que allí se acomodaban tenían un collar hecho con las tripas y la piel del gato y de estos colgaban miles de pequeñas perlas. Las lagrimas de los chiquillos cada vez que tocaban la piel del bicho se convertían en perlas brillantes de gran calidad y los encargados las vendían por todo el mundo, porque eran curativas, resolvían todas las enfermedades de la angustia con una facilidad pasmosa.

Les dio pena verla pequeña y sin color, se apiadaron de ella y recordaron que de no ser por su impronta ellos no tendrían perlas. Le regalaron una de mediano tamaño, una que, según decían, podía curar las penas de todos los que la tocasen.

Se la metió al bolsillo como hacen todos los incrédulos, da igual la suerte que les regales acaba en ese reducto, camino del olvido.

Ya llegando a la casa se sintió cansada, era como si llevase un gran peso encima, uno como si fuese una mentira o una verdad increíble. Al llegar a la puerta del vecino dio un buen puñetazo, casi con rabia, esperando ser escuchada y socorrida. Nadie respondió. En el otro piso dio hasta dos golpes fuertes también… nada. Era raro, casi nunca tenía que golpear en más de una puerta para ser recibida, desistió.

Hizo como si no encontrase las llaves. Encorvada sobre su bolso removía las cosas, sacaba unas y luego otras; se tocó los pechos con suavidad, bajó por la cintura y se entretuvo en ella rodeándola; tocó una de sus caderas dando pequeños golpecitos con los nudillos, como si llamase a una puerta invisible. Sabía que las llaves las tenía en el otro lado bien resguardadas.

Las escuchó cuando dieron de morros contra el suelo, que las llaves al caer cierran las bocas para no romperse los dientes, esto lo sabe cualquiera que tenga llaves, el sonido es fuerte pero no molesto, por eso se pierden tantas veces.

Por fin pudo entrar al lugar donde no es necesario imaginar que hay, lo sabes y solo a veces dudas sobre si el deseo de cambio habrá hecho su trabajo y puede que te encuentres los muebles por el techo, o alguna otra persona que se apodere de tus cosas y sin darte cuenta pierdas las identidad porque esas personas te la absorben.

Una vez dentro respiró el aroma de lo que es tuyo, el suelo que te recuerda de los muchos paseos que diste en el, la pared que soporta tus penosos dibujos o el vaso que siempre te mira dispuesto. Todo le resultaba fuerte, eran los colores que se habían duplicado en tono y ahora ocupaban mucho más espacio. Por fin se decidió y metió su mano en el bolsillo, por una vez la costumbre del cosquilleo no se dio; esto la enfadó bastante, se quitó el vestido y lo metió en el armario, allí de cualquier manera, sin colgar, tirado sobre los zapatos de verano y las botas de agua.

Hizo lo que hacía siempre antes de irse a dormir, una rutina que le parecía que era parte de ella y se metió en la cama con el camisón de sosas flores. Daba vueltas y más vueltas, tenía algo durmiendo a su lado, la necesidad. Esto le hizo mirar hacia el armario y sentir que la tonta penuria le empujaba, se tuvo que levantar, de lo contrario habría caído sin remedio. Se acercó al armario, sacó el vestido abolsillado y se lo puso.

Miró su mano desnuda y tuvo un deseo, se quería poner el anillo de oro, señalar a la luna y que el pequeño hombre mirase al dedo. Fue entrando poco a poco, muy despacio para no asustarle… sacó el anillo con el hombre al cuello, este había crecido y se estaba ahogando con el aro. El muy tonto se había tragado la perla y en el subterfugio empezó a crecer; se asustó. No reaccionaba bien a la adversidad, no encontraba soluciones por las paredes vacías de su cabeza, solo se le ocurrió hacer eso que hace la gente cuando quiere sacar un anillo de un dedo remolón que ha engordado por una alegría. Metió la cabeza del hombre en su boca y la llenó de saliva, lo sacó y lo intentó de nuevo, el aro salía doblándole las orejas y aplastando la nariz. Lo miró y se lo volvió a meter a la boca, quería sorber lo que de ella quedaba por el pelo.

Sin querer pasó algo extraño, lo aspiró y con el dedo de la luna lo empujó de tal manera que acabó tragándoselo.

No le dio las gracias nunca y ahora entre lágrimas e hipos se sentía morir. No se murió no, a la mañana siguiente supo que el hombrecillo había empezado a crecer y ahora le daba besos desde dentro. Ella ya nunca más estaría sola, ahora eran dos y una perla de gato.

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