¿QUÉ LE PASABA A LAS PALABRAS?

¿Qué le pasaba a las palabras?
Ellas, que tan a gusto parecía que estaban con él y ahora, ahora no las encontraba; se ve que les había asustado de tanto nombrarlas, como se asustan los animales de compañía de las calles, esos que son de todos y de nadie.
Descubrió, en la niñez, que las palabras eran gratas compañeras, vecinas y amigas, y que cuando se aprendían se daba el siguiente paso y se comprendían. Se hizo el propósito de saber el significado de todas, incluso las que no usaba normalmente, pero la vida le dejó poco tiempo para esta monumental tarea, hizo lo que pudo.
Pensaba que los libros, las poesías, sobre todo las poesías, eran un poco suyas cuando las memorizaba y que aunque no conocía a los autores se sentía inmensamente agradecido por el regalo que es la escritura, porque él se guardaba para sí sus historias, que se contaba cada noche en la cama.
Cuando todos se habían acostado revisaba los cierres, las luces, el agua y los sonidos de todos, luego se metía en la cama tranquilo, pensando que todo estaba dentro de ese orden en el que uno nunca tiene el dominio por entero, y allí comenzaba una página nueva o ponía fin a la historia que había empezado el día anterior.
Sus historias variaban según el día, había podido ver algo que le asombrase, que el mundo iba cambiando deprisa y sin preguntar, o quizás la sonrisa de alguien al ver algo que le parecía bonito o le enternecía.
Cuando se escriben historias para uno la cosa es igual que si fuese en papel, lo único que tienes que tener a tu favor es una gran memoria y además tenerla ordenada.
En el silencio de la noche aparecían los protagonistas, con sus ropas y sus olores, toda una minuciosidad en los detalles que componían aquella historia; las tramas iban desarrollándose como si ya estuviesen cosidas a un hilo argumental que desconocía la procedencia, pero estaba ahí, para él y sus noches. Había relatado tantos cuentos que se volvió a dar cuenta de que era otra cosa más para hacer cuando tuviese tiempo. No conocía el significado de todas las palabras, aunque muchas, con los años, se le iban presentando, así, como con la elegancia que tienen los muchachos educados, siempre expectantes y mucho más felices si pudiesen dar un buen apretón de manos. Sus historias iban a esperar, las palabras iban a esperar y llegó el momento en que quitaron la parada.
Un día le preguntaron algo y no encontraba la palabra adecuada para responder; rebuscó y allí no estaba, alguien se dio cuenta del silencio incómodo y contestó por él. La palabra en cuestión era conocida, su significado, la había usado miles de veces, pero no supo dónde andaba. No le dio mucha importancia a este detalle que le pareció una anécdota y prosiguió con su vida, con los suyos y con las esperanzas de poder tener más tiempo para recoger significados y recapitular historias.
Todos los días leía con gusto; en la que el resto reposa la comida echándose una siesta, él leía, era un gran cliente de la biblioteca, podía devorar un libro a la semana, a veces dos, cuando eran de pocas páginas. Ahora había descubierto que algunas palabras se le escapaban, no es que no las conociese, sabía que sí, que eran de uso corriente, pero no las reconocía. La leía, la escuchaba en su pensamiento, la repetía una veintena de veces, pero esa palabra no quería salir del archivo de las utilidades.
Al principio, mucho antes de que se diese cuenta de que las palabras se estaban perdiendo, ocurría que salían a trompicones, o cuando les daba la gana, disimulando. Podía estar en una conversación y referirse a algo concreto y no querer salir, como si tuviese vergüenza y la razón de la palabra, que es hacerse oír, se hubiese quedado dormida.
Se había dado cuenta de que no solo esto lo perdía, también su archivo de olores y sabores. Desde muy joven tenía el gusto de hacer algo que para el resto pasaba desapercibido, pero a él le había servido de acompañamiento el resto de su vida.
Cuando era pequeño cada vez que iba a casa de su abuelo, este abría la botella de anís de moras, que hacía él mismo cada temporada, y le daba una para comer. Tenía buenos recuerdos de su abuelo y no hubo cumplido los doce cuando el hombre le dejó de dar este aguinaldo tan sabroso, murió; al tiempo la madre, ya repuesta de la pérdida, acudió a la casona a poner un poco de orden en los restos de aquél hombre que tanto había hecho por todos. Entre otras cosas sacó un par de botellas con el anís de moras y las llevó a la casa como un tesoro que iba a guardar con cariño.
Llegaron las navidades y como algo especial sacó una de las botellas y fue sirviendo a todos los comensales. A los niños les repartió una mora a cada uno. Él no había olvidado a su abuelo, lo tenía presente pero es cierto que la imagen se diluía cada día más. Al momento de meterse en la boca aquella fruta cerró los ojos, allí, de la manera más real que uno pueda imaginar apareció su abuelo. Lo pudo oler, sentir, incluso le dijo unas palabras mentalmente. Supo que cada vez que quisiese volver a tenerlo cerca solo tenía que ponerse una mora anisada en la boca y todos los tiempos vividos, todas las palabras, los gustos, los olores, iban a regresar. Durante toda su vida hizo por ir a recoger moras poco antes del otoño y siguió metiéndolas en el anís para que le trajeran a su abuelo.
A partir de este momento cada vez que deseaba recordar algo con todo detalle preparaba ese alimento que llevarse a la boca. Como quien tiene un momento lúcido cuando pasa por un olor, o ve una fotografía, lo que había comido le llevaba inevitablemente al lugar que quería recordar. Por ejemplo, cuando fue por primera vez a París llevaba en el bolsillo una manzana; sabía de antemano que la ciudad le iba a gustar, había leído mucho sobre ella, y quiso que algo tan habitual como la manzana le llevase a este lugar hermoso. A lo largo de los años, cada vez que comía una manzana, con solo cerrar los ojos, podía sentir las calles, el frescor del Sena, las avenidas llenas de gente o el olor a madera vieja del portal donde estuvieron visitando a unos familiares. Lo recordaba todo al detalle.
Hizo esto para tener siempre a mano algunos buenos momentos de su vida, no solo viajes, también con las personas. El primer día que vio a su hija, su primera y única hija, se metió en la boca una ramita de menta. Lo hizo adrede porque así cuando comiese un caramelo también podría volver a sentir el que fue uno de los días más felices de su vida.
Pero las palabras se estaban perdiendo, no solo no las recordaba, tampoco las reconocía.
La gente a su alrededor se fue dando cuenta, los médicos también y ninguno quería decirle qué le pasaba. No hacía falta, se notaba que algo grave estaba ocurriendo y que no había cura posible para esta desgracia.
Una mañana se levantó, no había nadie cerca y por unos momentos no pudo recordar el nombre de su mujer. El terror le vino a las venas, esto era grave, nunca jamás había tenido tanto miedo.
Se vistió con las prendas que ella le dejaba todos los días sobre la silla, no se puso los zapatos, continuó con las zapatillas, esas que alguien le había regalado por su cumpleaños. Fue a la cocina y ella tampoco estaba allí. Buscó el cesto donde solía ir a por moras, se puso la gorra y salió de la casa con paso firme.
Por el camino encontró un rosal, probó con el olor, era ella, sin duda alguna, cogió un pétalo y se lo puso entre los labios. Allí estaba tan lozana, con esa risa que siempre le encandilaba y ese talento tan suyo para hacer que todo fuese fácil, la tuvo tan cerca que extendió la mano para poderla tocar. Encontró moras y manzanas, peras, ciruelas, que le llevaron a París, a la capital o al día en que la hija se casó con ese buen muchacho. Pudo coger una ramita de menta y la vio recién nacida, llorando a pleno pulmón, con un cuerpecito rosado, pálido.
Al cabo de mucho rato de estar caminando se sentó debajo de un pino alto, uno que olía especialmente bien y que cuando quiso nombrarlo no pudo, no encontró la palabra; tampoco las encontró cuando escuchaba su nombre en la lejanía, no les hubiese podido dar seña de dónde estaba y la noche ya empezaba a cerrarse a su alrededor. La noche no tenía sabor, ni olor, solo pequeños claros que no le decían nada. Allí se quedó sentado, apoyado en el pino que le pasó un poco de calor.
Por un momento recordó todas las palabras, todos los libros que había leído, los lugares dónde había estado y las personas que había conocido. Se comió una mora y vio a su abuelo que le hacía gestos, nunca antes le había hecho indicación alguna, con él se fue, con todas sus palabras colocadas en las mil historias que había soñado, en los versos que nunca debió olvidar, con los olores y los sabores de toda su vida.