LA SUERTE QUE TENÍA

No se dio cuenta de la suerte que tenía hasta que la fue poniendo en una estantería.
Salía temprano a trabajar y por el camino encontraba un amigo que perdía la sonrisa a cada paso que daba; él la recogía con cuidado, se la guardaba y al pasar por la panadería la dejaba salir. El panadero que se enamoraba cada mañana, cosas del olor del pan recién hecho, la recogía con gusto y no podía menos que agradecer el regalo con un caliente bollo. Se lo daba bien envuelto en un pedazo de tela limpia que se mantenía doblado en su bolsillo hasta acabar en la estantería.
Cada retal era en sí un pedazo de suerte, una suerte regalada por una sonrisa encontrada.
Podría ser que en la fábrica hubiera un triste que antes de fichar ya estaba llorando sus desgracias; un trozo de tela con olor a pan secaba cualquier pena. Otro día era la esquina puntiaguda que limpiaba el exceso de carmín de la secretaria, que nunca era una mancha, solo era un exaltamiento del contento de esta por agradar al jefe, al contable, al peón, siempre queriendo agradar y daban igual los excesos, para eso estaba el paño.
A veces se daba el caso de acabar rojo sangre de un mozalbete que en sus correrías había tenido un percance.
Todas estas suertes acababan en la estantería y contaban las historias más sencillas y a la vez más hermosas.
Los doblaba con cuidado y allí los posaba, dándoles a cada uno un número. Tenía también un pequeño cuadernillo que engordaba cada día con las hojas pardas que sobraban de las piezas que trabajaba y que cuidadosamente cosía y cosía, teniendo ya un grueso volumen que contenía la descripción exacta de cada instante en que se había utilizado el pequeño trozo de tela.
La descripción podía ser del momento en que se había calentado, ahí, guardado en su bolsillo, con el calor de una emoción cualquiera; podía tener bien claro cuándo había perdido la identidad de su olor natural, el del pan recién horneado y había pasado a adquirir el de aquel que se había servido de él. Describía las huellas precisas, la mota de polvo quitada de un ojo bello de un compañero despistado, ese que nunca se protegía porque no era cosa de hombres. La gota de sangre que le hacía ser un poco familia del muchacho, aquel con ese olor a jabón de madre que se va perdiendo a medida que el mundo te atrapa.
El amor, el sudor, la pena, la sangre, el pan, todo esto estaba hilado en aquellos pedazos de telas.
¡Qué buena colección tenía!
Un día se levantó y no tenía que volver a la fábrica. No iba a recibir su sonrisa, ni el bollo de pan envuelto en la impoluta tela. La congoja más grande se encontró, una desconocida hasta entonces. La miró durante días y la odió con todas sus fuerzas. La congoja es mala y traicionera, te engaña siempre que puede, y acecha detrás de cada contratiempo.
Leía sus notas sobre la historia de las telas, las miraba, las doblaba y las volvía a doblar, y no pudo más.
Se le ocurrió unirlas y hacer una buena cuerda con ellas. La usó y encontró la libertad que olía a sonrisa recién horneada, y él mismo acabó envuelto en una tela impoluta.