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Algunas historias de la vida en un Soportal.

EL PEQUEÑO ACOMPAÑANTE

Había una mujer que guardaba un hombre pequeñito en un bolsillo. Lo tenía allí como quien conserva un amuleto dado por una vecina; realmente no era despreciable pero tampoco atraía suertes de ningún tipo, ninguno que ella pudiese apreciar.

Hace años tuvo un gato pero no era lo suficientemente pequeño como para llevarlo de un lado a otro en bolsillo alguno y el pobre bicho vivía enroscado a su cuello del que solo se apeaba si la mujer entraba en llantos. Tanto lloraba que las lágrimas que le caían casi ahogan al bicho y no hubo más remedio que deshacerse de este. Lo dejo en la puerta de un orfanato laico. Aquellos que guardaban a los hijos de los desconocidos siempre decían que eran muy suaves los niños, su gato también lo era, seguro no notarían la diferencia. Más a más porque se había impregnado tanto de las lágrimas que olía a persona.

No se había dado cuenta pero el hombre pequeñito adquirió la habilidad de ser el guardián de las llaves. Las llevaba atadas a la cintura con un fino cordel y cuando ella las necesitaba él sabía perfectamente cómo hacer para que las encontrase. Le daba un pellizquito en la pantorrilla, que es la zona más cercana a los bolsillos, y así, siempre estaban al alcance de la mano.

Nunca le dio las gracias por esto.

De ser el guardián de las llaves pasó a ser el sujetador del anillo, porque ella tenía un anillo mentiroso, que valía su peso en oro, lo que no era mucho teniendo en cuenta lo delgado que era. Cada vez que lloraba la medida de la mujer menguaba y el anillo tendía a escaparse. Primero lo usó en el dedo índice y esto le venía de maravilla. Solo con señalar al cielo conseguía que todos mirasen su bonito y dorado anillo.

Llorar por un déjà vu no trae nada bueno. Tuvo un pensamiento espeso, uno de esos que cuesta curar. Estornudaba ideas, sensaciones y moqueaba palabras sinsentido. Cuando se curó vio con sorpresa que el anillo había resbalado en el fondillo y al ir a recogerlo el hombre pequeñito lo tenía en el cuello. Le pareció guapo y por una vez pensó que la pieza le quedaba mejor a él. Se lo puso en el dedo anular. Un día se le quedó prendido en un saliente e inevitablemente ella no quiso soltar la mano de su brazo, ni este de su tronco, ni ella de aquél sitio tan peligroso. Permaneció allí el minuto más largo de su vida, tanto que envejeció dos meses de golpe y por supuesto, salió el dedo del empeño, menguó un tanto. De nuevo quedó el oro como collar del diminuto.

Empezaba a temer por su vida siendo la causa ese pequeño trozo de metal infernal. Esto lo dudaba un poco.

Cada vez que metía su mano en el bolsillo y lo rozaba sentía un cierto cosquilleo, era él que le besaba las yemas; no lo distinguía bien porque con ese tamaño de labios no podía competir con el gato huérfano de olor a lágrima viva. No se puso el anillo en el siguiente dedo, tenía la impresión de ser un engaño, si hubiese dado un puñetazo quizás un escalofrío de dolor le habría dado la razón. No es que ella estuviese dando puñetazos todo el tiempo, pero le gustaba llamar a las puertas de esta manera. Le relajaba mucho hacer esto. Era como pegar justificadamente y solo pasaban dos cosas: alguien que no estaba, no respondía o lo hacía y ambas cosas eran una fortuna. Esta costumbre le había dado muy buenos resultados, impepinablemente detrás de una puerta hay un mundo que solo te puede pertenecer si la traspasas, de no hacerlo es posible que tengas que imaginar qué es lo que allí hay y nunca aciertas, por mucho que lo intentes o incluso sabiendo algunos parámetros sacados, por supuesto, de algún chascarrillo escuchado por las escaleras en esos ratos en los que parecía que intentaba encontrar las llaves y disimulaba metiendo la mano en otros bolsillos o tocándose los pechos, qué a veces, solo en casos excepcionales también servían de resguardos. Ella perdía el tiempo en el lugar donde el pequeño estaba; como la vida da muchos sustos su tamaño también era menor y de a poco sentía casi bien los besos que él le daba en todas las yemas, en las uñas, en los nudillos. Le dejaba hacer y se sentía bien.

Cuando le preguntaban si estaba sola, respondía rápido que sí, que lo estaba. En la pantorrilla podía sentir un corazón que latía con fuerza; un día dijo que tenía una mariposa guardada por si llegaba la primavera de sorpresa. A todos les pareció normal la explicación, ellos no tenían mariposas guardadas pero esta mujer era muy extraña y como la veían menguar con cada contratiempo no le querían contradecir.

Una noche hizo algo que no había hecho nunca jamás; una tontería de esas que se hacen cuando la luna no está plena y hay tan poca luz que ni tú mismo te ves. Se puso el vestido para ir a dormir, con miedo por esto, salvando la distancia de la mala suerte que da hacer cosas así. A los muertos no les ponen camisones, las visten con vestidos importantes, menos mal que no suelen tener bolsillos.

Se durmió con la mano resguardada, sintiendo como un hombrecillo enloquecía a base de besos y pequeños pellizcos en las pantorrillas y más allá. Tuvo sueños increíbles, como que la enana criatura crecía y crecía… se despertó de la pesadilla cuando los hilos no podían contener tanta grandeza y se veía casi desnuda, apenas cubierta por los jirones de la prenda. Se levantó y volvió a lo habitual, dejar lo puesto en el armario y ponerse un recatado camisón lleno de flores que no hacían cosquillas si no las ayudabas.

A estas alturas la vida continuaba un poco más complicada que en el pasado; había menguado tanto que el anillo ya solo servía de collar para otro y ella sentía que todo le quedaba grande. Había que hacer algo, esto no podía continuar así.

Se acercó al orfanato a ver si podía volver a tener a su mojado gato y se encontró que habían hecho collares con él. Todos los niños que allí se acomodaban tenían un collar hecho con las tripas y la piel del gato y de estos colgaban miles de pequeñas perlas. Las lagrimas de los chiquillos cada vez que tocaban la piel del bicho se convertían en perlas brillantes de gran calidad y los encargados las vendían por todo el mundo, porque eran curativas, resolvían todas las enfermedades de la angustia con una facilidad pasmosa.

Les dio pena verla pequeña y sin color, se apiadaron de ella y recordaron que de no ser por su impronta ellos no tendrían perlas. Le regalaron una de mediano tamaño, una que, según decían, podía curar las penas de todos los que la tocasen.

Se la metió al bolsillo como hacen todos los incrédulos, da igual la suerte que les regales acaba en ese reducto, camino del olvido.

Ya llegando a la casa se sintió cansada, era como si llevase un gran peso encima, uno como si fuese una mentira o una verdad increíble. Al llegar a la puerta del vecino dio un buen puñetazo, casi con rabia, esperando ser escuchada y socorrida. Nadie respondió. En el otro piso dio hasta dos golpes fuertes también… nada. Era raro, casi nunca tenía que golpear en más de una puerta para ser recibida, desistió.

Hizo como si no encontrase las llaves. Encorvada sobre su bolso removía las cosas, sacaba unas y luego otras; se tocó los pechos con suavidad, bajó por la cintura y se entretuvo en ella rodeándola; tocó una de sus caderas dando pequeños golpecitos con los nudillos, como si llamase a una puerta invisible. Sabía que las llaves las tenía en el otro lado bien resguardadas.

Las escuchó cuando dieron de morros contra el suelo, que las llaves al caer cierran las bocas para no romperse los dientes, esto lo sabe cualquiera que tenga llaves, el sonido es fuerte pero no molesto, por eso se pierden tantas veces.

Por fin pudo entrar al lugar donde no es necesario imaginar que hay, lo sabes y solo a veces dudas sobre si el deseo de cambio habrá hecho su trabajo y puede que te encuentres los muebles por el techo, o alguna otra persona que se apodere de tus cosas y sin darte cuenta pierdas las identidad porque esas personas te la absorben.

Una vez dentro respiró el aroma de lo que es tuyo, el suelo que te recuerda de los muchos paseos que diste en el, la pared que soporta tus penosos dibujos o el vaso que siempre te mira dispuesto. Todo le resultaba fuerte, eran los colores que se habían duplicado en tono y ahora ocupaban mucho más espacio. Por fin se decidió y metió su mano en el bolsillo, por una vez la costumbre del cosquilleo no se dio; esto la enfadó bastante, se quitó el vestido y lo metió en el armario, allí de cualquier manera, sin colgar, tirado sobre los zapatos de verano y las botas de agua.

Hizo lo que hacía siempre antes de irse a dormir, una rutina que le parecía que era parte de ella y se metió en la cama con el camisón de sosas flores. Daba vueltas y más vueltas, tenía algo durmiendo a su lado, la necesidad. Esto le hizo mirar hacia el armario y sentir que la tonta penuria le empujaba, se tuvo que levantar, de lo contrario habría caído sin remedio. Se acercó al armario, sacó el vestido abolsillado y se lo puso.

Miró su mano desnuda y tuvo un deseo, se quería poner el anillo de oro, señalar a la luna y que el pequeño hombre mirase al dedo. Fue entrando poco a poco, muy despacio para no asustarle… sacó el anillo con el hombre al cuello, este había crecido y se estaba ahogando con el aro. El muy tonto se había tragado la perla y en el subterfugio empezó a crecer; se asustó. No reaccionaba bien a la adversidad, no encontraba soluciones por las paredes vacías de su cabeza, solo se le ocurrió hacer eso que hace la gente cuando quiere sacar un anillo de un dedo remolón que ha engordado por una alegría. Metió la cabeza del hombre en su boca y la llenó de saliva, lo sacó y lo intentó de nuevo, el aro salía doblándole las orejas y aplastando la nariz. Lo miró y se lo volvió a meter a la boca, quería sorber lo que de ella quedaba por el pelo.

Sin querer pasó algo extraño, lo aspiró y con el dedo de la luna lo empujó de tal manera que acabó tragándoselo.

No le dio las gracias nunca y ahora entre lágrimas e hipos se sentía morir. No se murió no, a la mañana siguiente supo que el hombrecillo había empezado a crecer y ahora le daba besos desde dentro. Ella ya nunca más estaría sola, ahora eran dos y una perla de gato.

LA CINTA AMERICANA

Nosotros no hemos sido nunca tan patriotas como los americanos con su cinta adhesiva… ellos tienen cintas que invitan al amor a por la patria, y nosotros… ni al maldito celo sabemos cómo llamarlo, que usamos un nombre comercial. Hay una que bien podrían haberla hecho nuestra, pero se la cogieron los carroceros y nos quedamos sin el lujo de tener una cosa de estas como propia.

La cinta americana no se llamaba así, tenía su buen nombre comercial que recordaba al inventor. Uno que no recuerdo, por no haber nacido aun, pero que podría tener un toque parecido a los que ponemos nosotros, tipo: “Patatas Charitín” o algo similar.

Lo que ocurrió me lo contó un americano borracho perdido, que no pudo aguantar una corrida de toros. Salió de la plaza y se acercó al bar de la esquina, y por casualidad estaba allí, esperando a un novio que tenía y que por esos días se sacaba unos cuartos como camillero; que digo yo, vaya trabajo idiota; el chico solo cobraba si eran necesarios sus servicios y lo tenían esperando a ver si alguno de aquellos taurinos era corneado. Le dejaban mirar la corrida y todos se extrañaban que en su caso leyese un libro y no gozase con aquella encarnizada batalla del hombre y la bestia. El pobre volvía siempre lleno de manchurrones con tanta sangre que parecía un caído en combate.

Esperaba con el periódico abierto, sentada en la mesita de la calle, al sol y lo vi llegar. Ya a esas horas vomitaba, supongo que el asco por la escabechina. No pudo entrar en el local, se quedó sentado a mi lado, con una peste que echaba para atrás, pero como soy una señorita, me hice la loca y seguí a lo mío, a ver si se aburría y me dejaba en paz.

No hubo suerte, llamó a gritos al camarero, gritos en un “chapurreau” castellano que se hacía hasta gracioso. Pepe se asomó y me hizo gestos para que entrase, como si así me fuese a salvar de este bárbaro. Era americano sin remedio por aquella indumentaria que usaba, parecía, en estos años, que no podían venir sin esos pantalones de cuadros o las camisas floreadas, y esas gafas tan clásicas de las películas. El tipo, no llegué a entender cómo se llamaba así que le llamamos Charly, que es muy americano.

Volvió a llamar al camarero, daba palmas, silbaba y tanto saltaba en la silla que esta termino por romperse. Parece que se le pasó algo la borrachera cuando se vio estrellado en el suelo; le ayudaron a levantarse y le trajeron un vaso de agua, nadie en su juicio quiere ver un yanqui muerto en su bar. Se recuperó y pidió un café, hay que reconocer que haberse comportado tan brutamente, al hombre le hizo reaccionar. Allí estábamos los dos esperando, él a sus amigos que disfrutaban de la corrida y yo a mi novio que esperaba lo mismo que los otros, ver sangre. En cuanto se recompuso se dio cuenta de los estragos, y de un impulso y muy serio, buscó en el bolsillo de su cazadora. Sacó un rollo de cinta ancha, de color plateada y muy serio dijo: “Cinta americana” y en un pispas había recompuesto la silla. Se quitó el polvo de los pantalones, volvió a llamar al camarero con educación y se pidió un whisky con hielo para él y un “Chus” para mí. Le avisamos que no pasaba nada, que se sentase en otra silla y no hubo manera. Me contó la historia de cómo esta cinta se llamó así y que en sus inicios se denominaba “duck tape”, cinta de pato, y que se llegó a usar para recubrir los cables de no sé qué puente enorme en Brooklyn. En los años cuarenta los de Jhonson pusieron pegamento a la cinta más usada por los americanos y nació algo que serviría incluso en las armas de la Segunda Guerra Mundial. Pero lo de llamarse Cinta Americana era, y esto lo sabía de primera mano, ya que era una historia familiar, había sido a causa de su padre. Los americanos llegaron a Europa para salvarnos del nazismo y en esas estaban cuando el batallón de su señor sargento padre se encontraba en la vieja Italia. El hombre se había quedado solo en medio de la batalla y en esas encontró un regimiento entero haciendo resistencia a la entrada de un pueblo. Todos los vecinos se habían encerrado en la iglesia, muertos de miedo. Me decía que no entendía muy bien aquel empeño por pensar que una figura venerada en aquella capilla les iba a salvar de la masacre a la que estaban destinados. El sabía que su tropa no le dejaría solo y que llegarían en breve, pero no las tenía todas consigo y aquellos pueblerinos no iban a buscar cómo defenderse, solo sabían rezar. Recordó que llevaba en su mochila dos rollos de esta cinta y en esas desde fuera comenzó a tejer una tela que iba desde la verja de una pequeña ventana al lado derecho de la puerta, a la otra que estaba en el lado izquierdo. Así gastó una de aquellas cintas. Con la otra trazó, de árbol a árbol, justo al comienzo del camino, dos tiras que se mantenían tersas y se escondió. Los milicianos de Duce llegaron en sus motos y los cuatro primeros cayeron al suelo taponando la entrada, con lo que el contingente, que no eran muchos, tuvieron que parar para ayudar a estos y retirar la cinta a base de machetazos.

Llegaron a la vieja ermita y viendo que aquello estaba cerrado comenzaron a cortar las pasadas. La cinta no es fácil de cortar, y con las manos es imposible romperla. Se iban cabreando, pero esto dio tiempo a los americanos a llegar y hacer que saliesen huyendo a toda prisa. Al bueno del sargento le dieron una medalla y desde ese día la cinta de color plateado, que es adhesiva y ancha, le llamaron, cinta americana. Esto se fue corriendo como la pólvora por toda Europa.

La historia era de lo más increíble, pero desde luego hizo que el tiempo, unos cuatro toros y medio, se me hiciese corto. Llegó mi novio enfadado porque no hubo torero herido, ni un pobre muletilla que saltase a la arena. Allí nos juntamos con los demás amigos del americano y nos fuimos de juerga por el viejo Madrid, brindando por la cinta americana con cada trago de whisky que dábamos. Tenía que haberme quedado con un rollo de aquellos… mi novio se fue con una de esas rubias de tetas grandes y labios rojos, si lo hubiese prendido con la cinta, ahora estaría casada y no contando historias hasta altas horas de la madrugada.

 

¿DÓNDE LAVAN LOS DE LAS PELÍCULAS LA ROPA?

 

¿DÓNDE LAVAN LOS DE LAS PELÍCULAS LA ROPA?

 

Mi primer beso se lo di a mi hermana, encima de un traje de María Antonieta. Me molestaban los abalorios que se me clavaban en las rodillas.

La mayoría de los chicos jugaban, tenían balones o muñecas. Nosotros teníamos ropa. Nuestros padres poseían una  pequeña lavandería a las afueras del pueblo,  un pueblo en las lejanas cercanías de la capital.

Cuando hicieron la carretera nueva, la grande, la que llamaban Nacional, un tío mío que plantaba melones en primavera, y que llegado el verano recogía la cosecha, se ponía contento. Los amontonaba en el carro de mulas que tenía y se llegaba al pantano donde los vendía a los veraneantes o se acercaba a la capital y remataba la faena. Era el más viajero que conocían en la familia y a la vuelta contaba las novedades, modernidades que nadie creía.

Venía con lo que parecían cuentos chinos, y soñaba con poder algún día parecerse a todas aquellas personas que disfrutaban de sus melones.

La mañana transcurría lenta, como es costumbre en verano, cuando el campo espera paciente a que el sol trabaje dentro de las plantas y las dignifique, las haga provechosas, dignas de ser recogidas y celebradas. Las mujeres trajinaban ya preparando los almuerzos; los hombres esperaban con su ramita entre los dientes, pensando si estaría peor visto quitarse la camisa o echar más anís al agua fresca del botijo, mientras espantaban  moscas y chiquillos que no paraban de gritar.

Esta mañana no iba a ser tranquila; el ruido llegó en Jeep cargado con los ingenieros y topógrafos, se armó un gran revuelo, incluso la sobrina del cura hizo sonar las campanas presa del pánico. Los chiquillos corrían intentando tocar la estela de humo y polvo gritando enloquecidamente; siempre hacían lo mismo cuando llegaba un vehículo que no estuviese tirado por mulas. Los recién llegados daban un poco de miedo porque parecían militares sólo por las ropas y los trastos que traían. Olvidaron la hora que era y todos los del pueblo llegaron a la plaza con caras de susto. ¿Qué pensarían aquellas gentes al verles? Siempre era lo mismo a poco que pasase, todo servía para la algarabía, como si estuviesen esperando la llegada de algo bueno, algo mejor que el comer.

Los del Jeep hicieron tierra con aquellas botas militares que brillaban; preguntaron por el alcalde, que para no perder comba estaba asomado al balcón de su casa, que era también el ayuntamiento, lo normal en estos años.

Se metieron en la casa de éste por la puerta partida del portón corralero; esta casa era importante, tenía hasta dintel coronado por un imaginativo escudo que nadie sabía a quién pertenecía, tampoco se habría podido saber de desgastado que estaba.

Hablaron con el alcalde sobre lo que venían a hacer, no tardaron mucho tiempo. Salieron todos. Los extraños se metieron en el coche, y en la calle quedaron los críos, los vecinos y el alcalde, que se dedicó a contar a diestro y siniestro las buenas nuevas.

El señor alcalde vio un gran futuro para el pueblo. Tan bien se lo habían explicado, que ya imaginaba una población multiplicada, llena de comercios, y hasta podría hacer la tan deseada alcaldía. En ese momento se usaba su casa como tal. Sin ganado y bien encalada, claro. Servía para todo la vieja casona: cartería, dispensario ruinoso y almacén. La escuela no tenía mejores recursos, usábamos una habitación bastante apañada. Allí habían preparado muchas matanzas en San Martin, fue una vieja cocina donde se juntaban varias familias para organizar y dividir el puerco que mataban cada año. Tenía ventilación, buena luz y una chimenea que era hogar y nos mantenía calientes. Se agradecía llegar y recibir como “buenos días” el aroma a grasa y chorizo, no se puede describir el ruido de las tripas de todos a estas horas. Algunos sólo habían desayunado una taza de leche con orujo, nunca suficiente para calmar el frio invierno del lugar.

La idea nueva que alegró al pueblo no podía ser más provechosa: el gobierno compraba las tierras, e incluso darían trabajo mientras se estuviese haciendo la nueva Carretera Nacional.

Mi tío había contado muchas historias, traído algunas revistas que, de no ser por este sueño de asfalto, seguirían viéndose lejanas. Ahora el futuro parecía estar más cerca que nunca y a todos beneficiaba; hubo muchas reuniones y por fin se repartió la tarta.

Mis padres no tenían muchas tierras y tampoco pasaba por encima la tan deseada obra, justo quedaba a un lado. La pequeña finca lindaba con la del hermano de mi padre, mi tío Manuel, llamado “Joray, el viajero”, que sí tuvo la suerte de ser adquirida y no toda, algún pedazo aún le quedaría libre para seguir plantando unos pocos melones.

El tío Joray, que siempre estaba dispuesto a un avance, sintió que la vida se volvía grande, tuvo una revelación y con el dinero que le dieron hizo una casa; una gran casa que sería el primer bar del pueblo. No fue la única que se hizo, muchos aprovecharon para agrandar o arreglar las suyas y comprar ganado o maquinaria nueva. Se montó un colmado. Donde se instaló un refrigerador, podías comprar hasta embutidos y cerveza.

Con ayuda del cura el alcalde marchó a la capital a pedir mejoras al ministerio correspondiente y al poco tiempo tenían en el pueblo una cuadrilla de obreros levantando lo que hoy llamaríamos un complejo cultural. Para la instalación se clausuró la era pequeña que quedaba en un promontorio, con lo cual el nuevo edificio quedaría a la vista de todos, incluso de los pueblos vecinos.

Un Teleclub.

El edificio, de dos plantas, tenía tres partes bien definidas. Una parte sería  la nueva escuela, con dos aulas grandes, y en la planta superior, la espaciosa casa para el maestro y toda su familia, que gracias a esto, ya podía ser grande. Seguía un frontón cubierto, que en estos años era más rentable hacer frontones que campos de futbol, y, por muy desconocido que fuese el juego, plantaron uno en la mitad de pueblos de este país. No estaba mal, porque con el nuestro, conseguimos también tener un lugar para la música en las fiestas, o un cine donde tenías que aportar la silla si querías sentarte. Y el famoso Teleclú, que ya contaba mi tío lo tenían en otros pueblos; el trabajo de aquellos hombres y de alguno de los nuestros en la construcción, cundió en poco tiempo, al compás de la carretera estaba ya medio terminado.

El bar con una barra larga y altísima, a mí me parecía altísima; nunca pude pedir nada apoyado en ella, ni siquiera de mayor. Tenía algo que llamaba la atención más que el frontón, la alcaldía o la nacional. Tenía una televisión: una gran caja de madera situada en lo alto, para que se pudiese ver bien desde todas partes del local. Si alguien piensa que un bar es un sitio de encuentros y charlas…,  que lo olvide. Aquí se reunía todo el pueblo y, al unísono, alargaban el cuello y levantaban la cabeza mirando a un sólo punto. A veces se oían voces de asombro, otras aplausos, siempre bocas abiertas por la expectación que proporcionaba aquella caja que emitía en blanco y negro.

Mi padre dejó el campo cuando mi tío acabó su bar de carretera. Oía contar los sueños de éste con cierta envidia.

Al poco tiempo él también colocó una televisión, incluso una máquina de discos que, por una moneda, podías escuchar la canción que quisieras. Y la gente danzaba de un bar a otro. Habíamos pasado de no tener nada a ver un mundo lleno de posibilidades que nos decía que ya no estábamos tan lejos ni tan olvidados. La vida del pueblo estaba cambiando, visto desde el momento, creo que para bien, por fin teníamos lo que en Madrid, aunque fuese de a pocos y sin tanto barullo.

Y una vez al mes, menos los meses de frio invierno, venía un camión, y todos corríamos al “Teleclu”. Llegaba el cine. Aquello era un sueño en gran dimensión. Todo tipo de películas en color, cosa que con las televisiones no se conseguía, y con aquel sonido especial que nos daba la sensación de tener la acción al lado. Cuántas sentadillas en el frio suelo comiendo pipas sin parar. Los mayores, silla en mano, pagaban y se colocaban según iban entrando. Y los bocadillos, la bebida…, aquellos polos, ahora podíamos comer helados,  que siempre nos sabían a poco o el chicle que nos pegábamos en la frente mientas comíamos las pipas.

El tío Joray tenía grandes sueños, y aquello que hizo se le quedaba pequeño. Volvió a llamar a los obreros y construyó un anexo a la casa con tres plantas, una edificación sencilla, sin mucho atrevimiento.

Ahora el pueblo tenía un hostal.

El quería un hotel, uno con bonitas letras como había visto, pero no podía ser. Los funcionarios no entendían por qué debía haber un hotel en un pueblo tan pequeño, y sólo llegó a hostal: el Hostal Nacional. Tal y como andaban las cosas en el país ponerle un nombre así siempre le daría más prestancia al negocio.

Mi padre seguía trabajando en el bar para su hermano y ahora también lo hacía mi madre. No le gustaba mucho el trabajo, ni siquiera pensando en la comparación, no se acostumbraba. Eso de tener que abandonar su casa a una hora y regresar por la noche era un no tener casa. Lo de cobrar un salario le parecía mejor, pero tenía en la cabeza que trabajar para otro se acompañaba de la necesidad de pagar cosas que hasta ese momento no habían necesitado, ni aunque fuese para poder ir a trabajar.

En el hostal madre se encargaba de limpiar las habitaciones que se habían ocupado, y la ropa sucia se la llevaba a casa porque eso le permitía pasar unas horas ocupándose de sus quehaceres domésticos. A la mujer le gustaba lavar aquella ropa que nunca se ensuciaba demasiado.

Cada vez eran más los que paraban en el hostal. Camioneros y viajeros que necesitaban tomar algo, comer o cenar, y muchos: dormir.

 

El cura, don Ramón, se había empeñado en la restauración de la iglesia. Una preciosa pieza del románico que de lejos parecía una ruina.

El curilla se había ido al obispado a pedir dinero para la restauración y le dijeron que no había calderilla, que se las apañase con sus feligreses y éstos estaban en el bar.

El tío Joray estaba tan encantado con su negocio que no dormía. Para ser más correcta la explicación diré que dormía en el bar. Tenía un camastro a un lado en la cocina y allí se tumbaba por las noches, siempre con un ojo abierto por si llegaba un cliente.

Una noche paró allí un pequeño autobús, bajaron todos a tomar algo caliente. No tenía mucho que ofrecer, ya que no esperaba tanta revolución un día, una noche cualquiera.

Preparó un bocadillo con el mejor jamón y abrió una de sus escogidas botellas de vino para el conductor. No le cobró, le invitó y dejó bien claro que si paraba allí con su autobús, él sería mucho más espléndido.

A partir de esa noche una vez a la semana paraba un autobús. Tenía preparado mucho pan y mucho embutido. Su mujer había hecho caldo y tortillas que daban al local un aroma de esos que hacen salivar. Hizo bocadillos, cafés y puso copas. Y el conductor se fue contento.

Al poco tiempo más autobuses paraban en el lugar. Contrató dos empleados más para la barra y dos mujeres que ayudaban a la suya en la cocina y en el servicio del hotel.

A mi madre cada día se le amontonaba más la colada y las pocas ganas de ir a trabajar fuera de casa.

No sólo hacía la colada del hotel. Algunas personas también le daban ropas para lavar y planchar, había cogido una merecida fama de buena lavandera. Y esto sí que le gustaba a la buena mujer; cuando alguien tenía que ir de limpio a la capital, a una boda o ennegrecer la ropa por un luto, se la llevaban a ella.

Mi padre, de tanto ser camarero, tenía algo de dinero ahorrado y pensó que bien podían hacer una pequeña casa al lado del hostal para que a mi madre no le costase tanto trabajar. Hizo una casa pequeña y un gran lavadero en honor a ella. Mirando la nueva lavandería se dio cuenta de que madre no estaba contenta. No pensó que el invierno corta las manos de las lavanderas y que la ropa no seca si llueve. Pidió un poco de dinero prestado y arregló el lavadero con los consejos de mi tío, que como veía el futuro con más claridad que nadie, le hizo poner una caldera de leña. Una grande, que no sólo daba agua caliente, también calentaba una sala para el secado y planchado.

Mi madre era la reina del jabón.

El cura, que seguía con la esperanza de arreglar la iglesia, venia al bar llorando por su pobreza y el abandono del obispado.

Otra vez el tío tuvo una revelación, una grande y santa que bien podía resolver los problemas de aquel pobre hombre y además traer beneficio a todos.

Como uno necesitaba de la gracia de Dios para seguir haciendo negocio, se empeñó en pensar una trama para que este cura siguiese siendo el cliente que bendice la casa. El otro, lo que necesitaba era curarse del pecado de la soberbia. Amén del de la gula que también lo tenía.

Hicieron piña enseguida. Una noche en la que no paraban autobuses se dirigieron a la iglesia. Casi parecían dos ladrones que fuesen a hacer una fechoría. Y lo eran.

La idea de mi tío estaba clara: iban a llevarse la virgen Niña, a la que se tenía en gran reverencia y olvido. Sólo se engalanaba la pequeña capilla donde dormía cuando llegaban las fiestas. Flores y telas blancas. Procesión con velas, y vuelta a casa.

No tenía mucha historia ni valor la pieza, pero era la virgen del pueblo. Si se hubiese preguntado a un oriundo por la razón de aquel culto, ninguno habría podido contar nada porque siempre había estado allí.

El obispado tampoco quería saber nada de la historia, seguramente apostaba porque era un regalo de alguno que pasó a llevarse la cosecha en época de hambruna, sin mayor pretensión que engañar al pueblo como era costumbre.

Envolvieron la imagen en una sabana limpiada por mi madre y volvieron al bar. Unas copas de coñac escribieron la trama. La imagen debía aparecer en algún sitio llamativo del pueblo. No tenían que discutir mucho porque no había muchos sitios donde marcar en ningún mapa.

Joray recordó que, de niño, había un lugar donde dio el primer beso a una moza. El primero y el único beso porque la moza se quedo embarazada, y al poco tiempo se casaban en la iglesia destartalada que más a mano tenían.

La Fuente Fría se iba a convertir en santo altar.

Era fuente porque nacía un pequeño riachuelo de ella, y fría porque, por mucho agosto que fuese, el agua era así, muy fresca y buena.

El nacimiento original era una pequeña cueva, casi un recoveco debajo de unos olmos rodeado de zarzales y otras plantas que a la humedad venían. La caída tenia a los lados una docena de chopos que Dios los pone siempre que hay un riachuelo para decir que allí es el lugar donde el caminante debe parar a beber. El aroma se te metía en los huesos tanto como la humedad del ambiente y esto, no sólo refrescaba, alegraba el ánimo a cualquiera.

Sólo algunos chiquillos y viejos se acercan los días de verano.

Los unos para fumar a escondidas y los otros para llenar los botijos del agua cristalina y fresca que allí nace, esos que ya nadie quería rellenar de anís.

La idea era sencilla: La imagen desaparecía de la capilla. El cura se callaba y esperaba que algún alma se diese cuenta del evento. Cuando esto pasase dejarían que el mismo pueblo diese ideas para la búsqueda y se implicasen en el asunto. Esperaban que nadie mirase en la pequeña cueva, y para eso tenían preparada a la sobrina que era una mujer ya entrada en años, veintiocho y soltera. Pobre Águeda, tan despojada de todo, tan comedida en su vida, siempre desde que recordaba había vivido en la casa del cura, llegó en un cesto sin otra nota que una estampita de San José, una que el párroco repartía entre los feligreses, sobre todo las feligresas. Tenía dos modelos a regalar: Una era la clásica en papel malo, con colores desvaídos y la otra con dorados en los cantos y unas letras en latín. Ésta última era la que regalaba sólo en ocasiones realmente especiales a santas madres, santas hijas o santas cariñosas. Se quedo en la casa con el nombre de “sobrina” y nadie preguntó nunca de dónde había venido; ella también era una aparición, como la santa virgen. Ningún mozo se atrevía a quitarle el cariño al cura.

Lo tenían todo pensado; la mujer no bebía vino nunca porque le sentaba muy mal. A poco que bebiese, la borrachera era tan fuerte que no recordaba absolutamente nada de lo que había hecho. Eso lo sabía muy bien el hombre que se la beneficiaba cuando el cuerpo ya no aguantaba más el celibato. Y, lo que era mejor, si antes de que se cayese redonda le repetías alguna frase un par de veces, diez, quince…, ella era lo único que recordaba al despertarse.

Pasaban los días y nadie aludía la falta. De mientras, mi tío, que ya digo era visionario, andaba en tratos con el dueño del campo anexo a la fuentecilla. La misma no la podía comprar por ser lugar cedido al ayuntamiento por algún conde duque en los tiempos de Maricastaña y ahora explotada por una familia que pagaban el alquiler al alcalde.

Ya tenía los papeles listos y previsto el viaje al notario con el amo, el responsable, el que antes que él se lo había apropiado.

Por la mañana bien temprano llamó al Matías, que tenía una camioneta y la usaban a modo de taxi o transporte para lo que fuese menester. Se fueron a la capital a terminar con los papeles.

A la vuelta se encontró con la noticia del año: La virgen niña había desaparecido. Todo el pueblo reunido en el ayuntamiento clamaba a las autoridades para que pusieran remedio ante aquel desmán.

Nadie había visto nada, ni el cura ni la sobrina. No sabían cómo se había realizado el hurto. De serlo, porque nadie forzó la puerta. Una de las mujericas que se acercaban cada día, más a sentir el fresco del interior de la iglesia que otra cosa, una de ésas que quieren la bendición por todo lo que hacen o lo que van a hacer, descubrió la falta. Menos mal, ya estaba pareciendo triste el robo.

Al atardecer Joray regresó al pueblo y lo que se encontró le dejó perplejo. Un montón de vecinos se agolpaban en el atrio, hablaban entre ellos con caras de preocupación.

En ésas estaban cuando el sacerdote, puesto de rodillas mirando al cielo, pedía perdón a gritos. El tío casi se muere de un telele viéndole  llorar a lágrima viva. Un feligrés le pasó un vasito de orujo para que se repusiese; sólo al tercero pudo obtener resuello.

Miró fijamente a los aldeanos y les dijo que bien podía ser culpa suya. El olvido hizo que la virgen desapareciese, un castigo divino por tanta desfachatez. Cuando un cura señala con el dedo, todos sienten que la culpa recae sobre sus lomos.

La mayoría de las mujeres lloraban y algunos hombres, aunque disimuladamente. “Este pueblo está maldito”, dijo muy serio “Este pueblo estará maldito hasta que no se encuentre a la virgen Niña. Hasta que no se le construya una iglesia digna de la Madre de Dios.”

No perdieron el tiempo y se pusieron a buscar. Hicieron cuadrillas que salieron por todos los caminos. Miraron por todas partes, las habidas y por haber, y no la encontraban.

Joray, en la capital, no sólo había ido al notario para aclarar lo de las tierras. Había ido a la ferretería a comprar algunas cosas que necesitaba. Entre otras, había adquirido klein, nadie que no sea versado en química de los pigmentos podría saber el uso que se le daba a este material, pero nuestro prohombre no sólo daba buenas comidas y habitación a los que llegaban por la Nacional, también los escuchaba y aprendía.

Cogió uno de los botijos que siempre tenía a mano, le metió el Klein y esperó.

El cura ya había llevado a su casa una buena botella de anís. É     se que tenía un mono, que servía de instrumento en las navidades y, sobre todo, la bebida preferida de su sobrina.

“Vamos mujer, que hoy he llorado mucho, acompáñame.” Y un vasito triste se bebe. “Venga que tenemos que rezar para que aparezca la virgen.” Y otro vasito que cae. “El último, y nos vamos a la cama…”

La pobre chica ya casi no se tenía en pie. Esta vez, nadie jugaría con su cuerpo, sólo con su vacía cabeza.

La virgen está en la fuentecilla. La virgen está en la fuentecilla. La virgen está en la fuentecilla… una veintena de veces repitió el cura la frase. Así, hasta que vio que la moza roncaba plácidamente en su cama.

Al día siguiente, cuando el gallo hacía lo propio y con el cantar espabilaba a la concurrencia, se levantó, tenía la cabeza embotada; calentó las gachas para el desayuno y despertó al señor cura. Casi no le da tiempo de tomar los primeros sorbos que ya estaban esperando al sacerdote a que se preparase para salir a buscar la preciada imagen. La chica preparaba café y se guardercía al calor de la encendida cocina. Tenía la esperanza de que los que esperaban en la entrada no se diesen cuenta de la tardanza que culpa suya era.

El cura no dejaba de mirarla ansioso por ver si esta vez también había dado resultado tanta repetición. Le pasó el cuenco y le ofreció un pedazo de pan… ella tomó el suyo, y estaba a punto de dar el primer y caliente sorbo cuando dio un respingo y dejó caer el caliente líquido por su pecho. Esto le hizo dar un grito agudo que llamó la atención de los visitantes que se acercaron presurosos a ver qué pasaba.

Allí, con el café por el pecho, las miradas puestas en ella, soltó la frase con palabras entre cortadas…”La, la… virgen… está en… la fuentecilla”.

Todos callaron porque no daban crédito a lo que acababan de oír… La virgen está en la fuentecilla. El cura se apresuró a decir: “Milagro!”

Y salieron en grupo hacia el lugar.

Por el camino otros del pueblo se les unían, a toda velocidad se corría la voz. Hay palabras como ‘milagro’ que mueven a la gente. Joray y unos treinta más andaban buscando por la zona. Nadie se dio mayor cuenta de que además había un botijo.

El tío debió mirar escrutador a los que estaban. No podía darle el botijo a cualquiera; si se tratara de una mujer, seguro que lo primero que habría hecho es ponérselo en la nariz; si se lo diera a un hombre, habría que explicarle que tiene que llenarlo…, mejor un muchacho bobalicón. El hijo del Manuel, que era amigo de la tontuna y familiar de la ignorancia. Desde luego no podía salir mejor la aventura. Se le acercó disimulando y le preguntó si podía llenar el cacharro.

El muchacho, que todo lo que tenía de tontorrón, lo tenía de servicial, se encamino al nacimiento, puso la boca justo por donde salía más agua y a los pocos segundos comenzó a salir espuma de color azul, por el pitorro, se asustó, y al caer el botijo se resquebrajó, provocando el desparrame del liquido ultramar que corrió por toda la cañada. Alguien empujó al chaval hacia la cueva, y allí la vio. “¡La Niña, la Niña, aquí está la Niña!” Los gritos se sentían desde la otra punta del pueblo.

Cogieron la figura, y el cura la envolvió con su capa. Se fueron hacia la iglesia, unos rezando, otros contando historias de apariciones. Se preparó una misa de urgencia a la que todos acudieron. En el sermón ya se encargó el cura de que aquel “milagro” se tuviese bien en cuenta.

Pronto corrió la voz hasta la capital y llegaron los periodistas que pararon en el hostal Nacional. Unos y otros se encargaron de que aquel pueblo, donde nunca pasaba nada, se convirtiese en algo que pudiese atraer la consideración del obispado para don Ramón, nuevos clientes para mi tío y un nombre en el mapa para el alcalde.

Y el verdadero milagro se produjo. Muchos paraban en el pueblo sólo para que les contasen de primera mano que el agua cambió de color, para decir que la virgen estaba allí, o que la sobrina del cura había tenido una revelación. Se acercaban a verla a la parroquia, a la muchacha, donde ella había tomado el puesto de ser la que enseñaba la capilla y aquellos desconocidos dejaban mucho dinero en los cepillos.

La iglesia se arregló y nunca más este pueblo fue tranquilo. Siempre había alguien interesado preguntando por el milagro.

Por fin mi tío pudo ampliar el hostal y convertir al Nacional en el Hotel Nacional. Todas las habitaciones tenían baño. Algunas, incluso, bañera y cama doble. Había encargado muebles del más puro estilo castellano para la decoración y, como no podía ser menos, mandó llegar desde la capital a un fotógrafo que retrató la fuentecilla, el caño con el agua que previo toque se convertía en azul, la iglesia recién restaurada, y por supuesto, imágenes de nuestra virgen Niña por todas partes.

El terreno que había comprado al lado de los chopos se convirtió en una campa donde los coches podían aparcar, y una caseta que hacía las veces de merendero, sobre todo en primavera y verano, era el dispensario para aquellos feligreses que querían tomar algo fresquito que no fuese pura agua azul. También se vendían pequeñas botellitas para el recuerdo, y como el hombre era honrado a su manera, todo ese dinero recaudado, el de las botellas nada más, se entregaba a la iglesia para lo que el buen cura hiciese menester.

A estas alturas mi madre ya tenía lavadoras para las coladas y planchas grandes semi industriales. Dos muchachas del pueblo le ayudaban en la lavandería, que incluso tenia nombre: Lavandería Niña. Y mi hermana María Niña también corría por todas partes.

En este pueblo muchas mujeres se llaman Niña, y los comercios. Incluso un pastel que tiene una capa de crema azulada por encima y también tiene referencia a este nombre: Niñitas. Aquí, el que no corre vuela, y todos han podido olvidar el cómo se hicieron con el bonito ayuntamiento que tenemos, o el primer bar.

Al poco tiempo el bar de carretera era un referente dentro de los gustosos por la comida de pueblo. Mi tía era una magnífica cocinera, y eso también ayudo lo suyo. La mujer a estas alturas había ido muchas veces a la capital, donde se quedaba impregnada de todos esos platos que los restaurantes finos hacen. Con sólo probarlos una vez era capaz de reproducirlos; si bien el resultado final siempre tenía un toque, un punto azul que los hacía diferentes a todo lo conocido.

Llegó el cine real.

El coche que traían tenía el mismo color que el agua: azul, y eso no creo que llamase la atención a nadie más que a mí. Yo también tuve mi revelación.

Eran gentes del cine que querían hablar con el alcalde para ver si podían rodar allí, porque estaban haciendo una película y necesitaban un pueblo como el nuestro. Era una empresa que había construido unos estudios para hacer cine y televisión, a unos cincuenta kilómetros. Se les dio de comer y se les trató como sólo mi tío sabe tratar a los clientes.

No podía faltar el alcalde en esta importante comida; para la hora del café ya tenían resuelto el tema, y todos quedaron contentos.

Había que hacer unos cambios en las calles, siempre para bien. Le hicieron ver que, tener un pueblo con ciertas características, no sólo sería bueno para el turismo, también ellos podrían utilizarlo para futuras producciones.

Y se hizo. Convirtieron mi pueblo en un increíble lugar de otro siglo. Dieron trabajo como extras a muchos. Otros vinieron a pasar unos días, bien en el hotel, bien en casas de los vecinos, y todos pillaron cacho.

Cuando estaban en plena producción uno de los encargados vio llegar al hotel a mi madre con la montaña de ropa limpia. Y el olor le volvió loco.

Olía especialmente bien la ropa recién lavada de la mujer. Ella tenía un secreto para hacer que estuviese esencialmente limpia y oliese tan especial.

Nunca se lo dijo a nadie, pero cuando enlacé esta historia caí en la cuenta. Aquello que trajo mi tío para hacer el milagro de la virgen niña, Klein, se lo encontró mi madre. Y seguramente pensó seria jabón o algo similar para lavar la ropa. Y lo usó… vaya que si lo usó.

El hombre que instaló las primeras lavadoras también le suministraba los productos para la lavandería, y era conocedor del milagroso elemento. Simplemente venía con el pedido una vez al mes.

El hombre preguntó si había algún problema a la hora de llevarle la ropa que usaban en la película, aun siendo especial, llena de oropeles y cristales brillantes o esas veces que la falsa sangre remata una escena. Para mi madre no pudo ser mejor momento, se aburría de tanto lavar las blancas sabanas del hotel y siempre agradecía algo que se saliese de la norma.

Aquel encargado del atrezo en la película quedó encantado con la colada y pidió ser cliente de tan buena lavandería. Mi madre se excusaba diciendo que ella no sabía cómo lavar esas prendas tan raras y de materiales diversos. Eso no era un problema. Tenía una sastra que, a su vez, tenía una amiga que le explicaría lo que era necesario para el lavado y planchado de estas prendas.

Mientras duró la producción estas mujeres iban y venían por mi casa como si fuese la suya. Una de ellas era madre de artista y animaba a mi hermana a que entrase en el mundo del cine, lo que ella, que era una presumida, tomaba con entusiasmo y se pasaba todo el tiempo fantaseando que de mayor… quería ser artista.

Muchas prendas raras entraron en la casa o descansaban en el almacén de la lavandería. Nos solíamos meter ella y yo, jugábamos a disfrazarnos y a hacer teatros como lo que veíamos en la televisión.

Recordaba aquellas películas que ya no ponían en el frontón, y las revivía con estos trajes. Si ella era la princesa, yo era el soldado salvador. Si la santa, yo el romano salvador. Siempre éramos parejas que jugaban a salvarse.

El día era lluvioso y frio.

Los del cine, los pocos que quedaban en el pueblo, estaban en el hotel jugando a las cartas y bebiendo. Mi padre les atendía como de costumbre y mi madre andaba en la cocina con la costurera y su amiga. Nosotros hacíamos teatro en la lavandería.

Ella estaba especialmente bonita. Querer ser artista le sentaba muy bien, incluso se había pintado los labios con un rojo intenso, y los ojos tenían una larga raya que les daba un aire oriental. Yo me había puesto una casaca y ella quería ponerse el vestido de María Antonieta, por eso se había quitado el suyo.

No me había fijado, pero tenía un cuerpo como el de las actrices de las películas. El cine nos envolvió. No nos dejó de la mano. Seguimos todos los pasos que conocíamos de las películas y nos inventamos los que suponíamos seguían. Allí, clavándome en las rodillas las lentejuelas de un traje de época, besé a mi hermana, y fue mi primer beso y su primera película.

 

Y fin.

LA VERDADERA HISTORIA DEL REY ZOG I DE ALBANIA.

“Mama, quiero ser rey, rey de Albania”… esto era lo que escuchaba la madre de Zoguito todas las mañanas.

Su madre, como no quería contrariar al niño, que se cogía unos berrinches que pá que, le animaba en el asunto. Lo levantaba con cuidado para no estropear los rizos que iban empaquetados en aquellos bigudíes, cubiertos por un gorrito con puntillas. Le quitaba el camisón y lo lavaba cuidadosamente con paños calientes, para a posteriori rociarlo de polvos de talco y perfume, uno para cada parte del cuerpo, pero todos con aroma a rosa. Rosas de Pitiminí para los pequeños hoyuelos que tenía junto a la boca, Rosas de Mongolia para los huecos detrás de las rodillas, o Rosas salvajes del Caribe para la línea que separa la nuca del pelo. Así el pequeño Zoguito se enfrentaba a un desayuno a base de frutas y bollos machacados en su jugo, que la sirvienta vienesa le daba a la boca todas las mañanas con una cuchara de oro. No voy a contar la profusión de encajes y perlas que podía acompañar la vestimenta del chico, sería tan largo y complicado de describir que no acabaríamos en dos semanas largas y de invierno.

La familia no tenía nada que ver con la nobleza real, ni mucho menos, pero cómo quitarle al niño esa ilusión, total, solo tenían un hijo y porque no dejar que se sintiese príncipe. Ya se le pasaría cuando tuviese esa edad en la que uno deja de ser amante de sí mismo para amar a otra persona.

Todo en él era real, su paso, que más parecía un deslizamiento por losas que pusiesen los mismísimos ángeles, acompañaba la entrada en cualquier lugar, cual escenario de opera prima.

Con los años, no se cumplían sus deseos, y los berrinches se oían desde la otra punta del pueblo. Su padre vendió todo lo que tenía para que el chico marchase a la capital, Ortodoksit (Tierra de ortodontistas) y allí se hiciesen realidad sus deseos. El séquito que lo acompañó en aquel viaje se componía de doscientos de los más fornidos muchachos de la comarca, todos uniformados como de gala y bien adiestrados en el baile, que es muy parecido a la marcha militar pero en bonito. Cuando lo vieron llegar en vez de pensar que era un visitante o un nuevo vecino se rindieron a sus pies, lo tomaron como un conquistador y en esas que aquel sin darse cuenta de nada y como si la cosa no fuese con él, dejó que le llamasen majestad, alteza y demás cosas de estas que van marcando lo que propiamente es un rey, aunque en este caso fuese una broma de los ortodoncios. Un día unos desaprensivos quisieron apoderarse del país y él como persona educada que era les ofreció un almuerzo para ver cuáles eran sus pretensiones. Al llegar al postre no se habían puesto de acuerdo en que el país, Albania, era de los albaneses y que por mucho que Zog, ahora era ya Zog primero, quisiese, no podía complacerlos; no quería para nada, ni siquiera cuando le dijeron que podían pertenecer a un mucho más grande que tenía millones de almas dentro de sus dominios.

Zog I de Albania, a pesar de que la gente no se había enterado muy bien de que él era, sin remedio, un rey por naturaleza, se tomó muy en serio el papel y ofreció a sus invitados uno de los dulces que de la tierra eran famosos. No pudieron aguantar el olor a rosas que tenía aquella crema y ese tono verdoso que recordaba más a la deposición de una vaca que a una comida gustosa. Se lo comieron porque eran educados; fueron muriendo de a pares, hasta terminar todos tiesos y malolientes tirados en el pozo de la plaza del pueblo, que luego se taponó con piedras y cal. Esto hizo que se dividieran las opiniones; unos se alegraban por no pertenecer a otro país y seguir siendo independientes y el resto estaban enfadados porque se quedaron sin el único pozo que proporcionaba agua clara a la ciudad.

Lo que más le gustaba al hombre, ya príncipe de los cuentos y hermosura de los jardines, era la pasta italiana y sin darse cuenta dejo que en las tierras se instalasen todos los macarronis que quisiesen. Triste decisión, poco a poco estos italianos cocineros se fueron haciendo con las recetas ancestrales de la población albanesa, por robarles, les robaron hasta los dos idiomas que hablaban y lo más terrible que podía pasar: mataron todos los rosales que allí se cultivaban. Como esto les hacía muy desgraciados no sabían muy bien a quien culpar, la rabia les colmó y expulsaron del país a Zog y a todos sus familiares. Hizo las maletas llorando, se llevó todo aquello que le parecía debía pertenecerle, sobre todo lo que le recordaba a su estado real y se fue a Inglaterra, que es el país más amante de las rosas del mundo.

Allí vivió como en una burbuja, desentendido de lo que pasaba en su país y rencoroso, no perdonaba que le hubiesen echado. Murió en Francia, donde se trasladó pensando que le dejarían un ala de un edificio bonito, donde antaño había vivido un tal Luis. Tenía unos jardines hermosos, llenos de rosas sin olor; no pudo ser, pero adquirió un pisito de dos habitaciones, salón comedor, esquinado y con vistas a un bello patio interior donde por suerte había un gran rosal que era primorosamente cuidado por la señora portera. Una italiana a la que escupía cada vez que veía, pero ella, como buena mamma, recogía aquel escupiñajo y lo echaba en el rosal. Era increíble lo bien que le venía a esta planta los jugos del real inquilino.

Murió un día de excursión en Suresnes, que es un bonito lugar cerca de Paris, famoso por la carencia de todo tipo de plantas, salvo unas rosas que no huelen, evidentemente, son de pegatinas que se usan a modo de decoración política, recuerdo de viejos encuentros.

Hace unos días lo encontraron en la casa, allí, en estado cadavérico ha estado veinte años. Silencioso, con pago automático de los gastos, nadie, excepto la portera le echaba de menos, pero como bien dice la mujer: “Olía divinamente a rosas y no era cosa de enfadarlo, que tenía muy mal humor” La policía ha sacado el cadáver en estado incorrupto, oliendo a la tan famosa flor; en una caja de cartón ha salido al aeropuerto camino de su querida Albania donde lo querían enterrar sin honores. Ha sido imposible, ya desde que la caja acartonada con su cadáver llego al aeropuerto de Nënë Tereza, en la mal llamada Tirana (el nombre que le pusieron a la capital los italianos era Tarara, en honor a la canción esa que dice: “La tarara, si, la tarara, no, la tarara madre me la quedo yo”) El país que es pequeño se ha quedado sin habla, olía primorosamente a rosas y tanto hombres como mujeres o niños se quedaban impregnados con el aroma. Tanto les ha gustado que por fin han nombrado a Zoguito, rey, solo Rey de las Rosas. Todos saben que esta era su verdadera pasión y que no hubiese cambiado por nada este título tan importante.

Descanse en paz rodeado de rosas nuestro gran monarca Zog I, rey de las Rosas de Albania.

 

EL MODO EN QUE LAS AVES TOMARON COLOR

La Tierra toda era un colmado de aguas revueltas, tan revueltas estaban que ni los propios lugareños sabían cómo hacer para controlarlas. Se levantaban por las mañanas húmedos y mojados. No es lo mismo estar lo uno o lo otro, no señor!

Antes de que las aguas pensasen por cuenta propia, lo hacían por natural sentimiento hacia todo lo que tocaban, tanto es así que eran las amantes de las plantas y los arboles, hijas de las nubes y del sol, fieles compañeras de juegos de todos los animales, incluido el hombre, al que querían de especial manera.

A causa de esto los hombres estaban húmedos y el agua siempre estaba a su lado. Lagrimas en la emoción, saliva en las palabras, pis, mocos o sudor en el esfuerzo, todo lo que hacían estaba relacionado con el agua; vivían en las orillas de los ríos o junto al mar, ninguna aldea estaba desprovista de un buen pozo o una fuentecilla que acababa convirtiéndose en laguna o a lo largo del tiempo en lago, dándose casos de llegar a tal amplitud que se hacía mar. Eso era estar húmedo y feliz.

Estar mojado era una condición que se estaba dando en los últimos tiempos. Al principio no había sido muy notable el asunto, la alegría en el caminar se había hecho palpable con la construcción de miles, cientos de miles de puentes. Las gentes eran capaces de puentear un rio antes que hacerse una casa y una vez que lo habían construido se pasaban el día cruzándolo, unas veces corriendo, como haciendo ejercicio y otras paseando, intentando cruzarse en el camino con esos otros lugareños que fuesen de su agrado y se paraban en la mitad a charlar gustosamente. También se utilizaban los puentes para el amor, generalmente al atardecer, cuando la luna alumbraba por su cuenta y daba a todo unas sombras plateadas dignas de un gran momento. Andaban tan a lo suyo que no se percataron que a las aguas no les gusta que las anden tapando por cualquier motivo. En el afán que tenían había tantos pasos en un mismo lugar que quedaba cubierta toda la capa de agua y esta se entristecía sobremanera, casi hasta el punto de secarse.

Algunas veces se enfadaba y en modo lluvia caía con toda la fuerza posible, tanto que arrastraba las piedras o los maderos que ellos habían puesto en su camino. Esas cosas acababan haciendo montañas y las montañas cordilleras y las cordilleras nuevos trozos de tierra donde no crecía nada porque el agua estaba enojada. Era en esos momentos cuando todo se mojaba y las gentes esperaban pacientes a ver si se le pasaba para volver a estar solo húmedos.

En esa época los pájaros hablaban con los otros animales, todos podían comunicarse estupendamente. Muchas aves bajaban a la altura de los humanos para decirles que no podían seguir haciendo eso, que era una manera egoísta de vivir, que se tenía que pensar en las consecuencias que tanta construcción podía acarrear. Ellos, las miraban despectivos ¡qué sabría un pájaro del agua! Estos volantines ni siquiera pueden llorar.

Un día de buena mañana vieron asombrados como había subido mucho la marea, tanto que algunos despertaron flotando al lado de sus zapatillas; otros habían sido arrastrados por las corrientes hasta quedar varados en las faldas de las montañas de escombros.

Todo aquello que les parecía tan bonito y tan gustoso de ser puenteado, había cambiado. Los que pudieron treparon por las montañas, por las cordilleras y llegaron tan alto que podían ver como había quedado lo que antes era un lugar hermoso para vivir.

Los animales también tuvieron que trepar, pero no todos subieron a las montañas, algunos se quedaron en el agua y es por esto que nacieron los peces… Las gentes no sabían que hacer, cada vez había menos tierra y más agua y estaban… definitivamente mojados y no húmedos. Lamentaban ser tan bobos y no haber aprovechado lo que tenían.

Andaban los ahora mojados mezclando las lagrimas con los mocos y el sudor y todo empezaba a parecer que no tenía remedio. De las muchas aves que rondaban aquel desastre, había unas que metían unos ruidos insoportables, parecía que se reían, pero nadie contaba nada gracioso Algunos se dieron cuenta de que, a su modo, ellos eran los causantes de tanta risa. Era del todo cierto, las llenas de plumas con picos anaranjados no podían parar de reír, a su modo, que era un poco desentonado y estruendoso, se estaban muriendo de risa. Una de ellas, la más grande de todas, la más blanca; que eran totalmente blancas en esos años las gaviotas, se puso sería. Hizo un gesto con un ala y todas las demás se callaron. Los pájaros no estaban terminados, todos eran muy parecidos y sus plumas rugosas, para nada suaves, solo les distinguía el tamaño. Unas eran enormes y cabezonas, con unas patas alargadas como cañas; otras podían ser chiquititas y nerviosas, saltarinas tontas que no pueden parar.

A veces cuando las nubes cubrían el cielo, con su color más suave, no se las distinguía si no te miraban a los ojos; estos, los ojos, los tenían realmente muy oscuros, tanto como la noche.

La gran voladora hizo uno de sus magníficos vuelos, planeó sobre las cabezas de aquellos animales tan tontos que no sabían volar y después de un rato de exhibición donde quedó demostrado lo bien que volaba, se posó encima de un saliente y habló:

.- A ver, ¿quién es el que manda aquí?

Los humanos no sabían que era eso de mandar, ni nada parecido, porque entre ellos siempre se había dado un sistema de igualdad, donde nadie era más que nadie, solo se sentía alguna grandeza cuando se terminaba uno de los puentes y todos se acercaban a ver lo bien que había quedado, o en su singularidad, era un autentico puente del amor.

.- No sabemos que es eso, pero podemos aprender. Fíjate si aprendimos que una rata nos enseño a hacer puentes e hicimos muchos.

.- Esta visto – dijo la gaviota – que no solo sois tontos, además no tenéis ni idea de las consecuencias que acarrean las cosas que uno hace. No sé si tenéis remedio…

.- Por favor, ayúdanos!

Esto lo dijo sin saber muy bien lo que decía, porque tampoco habían pedido ayuda a nadie nunca, todo era colaboración. La gaviota que por mucho que fuese un pájaro de los que no pueden llorar, se sintió apenada por aquellas gentes que en pocos días acabarían muertos en tan pobres montañas.

.- Bien, nosotras os ayudaremos a salir de esta, pero algo nos tenéis que dar a cambio. Algo que hace mucho tengo ganas y a vosotros os sobra.

.- Por favor, di que es lo que deseas y será del todo vuestro. Lo único que queremos es volver a vivir al lado del agua, ser gentes solo húmedas y no mojadas, ni secas como ahora.

Como ya habían llegado a un acuerdo la gaviota se fue volando a reunirse con los demás pájaros que poblaban el cielo. Por unas horas todo se volvió oscuro, no por las aves que eran blancas, más bien porque taparon el sol de tantas que allí se congregaron. Casi se quedan sordos de las voces que daban. Discutían como volver a colocar el agua en su sitio. Todos saben que es muy escaposa, si la intentas tomar en las manos, se escurre y no hay manera de sujetarla. La gaviota grande y bonita, era también el pájaro más listo de todos, mucho más que esas tontas grullas que andan por la tierra como si bailasen o que unas con forma puntiaguda, famosas por lo alto que ascendían y lo en picado que bajaban.

.- Bien – dijo la gaviota – vamos a hacer una cosa, solo una por una vez y aunque nos costará trabajo, conseguiremos que todo el agua vuelva a sus respectivos cauces.

Aquella multitud de aves se pusieron por una vez de acuerdo, casi en formación. Primero las aves más grandes, los cisnes y pelícanos; luego las medianas para terminar con las pequeñitas nerviosas. Un grito impresionante surcó el cielo y al momento todas ellas se lanzaron al agua, por tiempos… Entraban las enormes y se zambullían enteras… al momento salían para dejar paso a las medianas y luego a las pequeñas. Se encaminaron a las cordilleras hechas con pedazos de puentes y dejaron caer allí el agua que habían recogido con sus plumas. Al cabo de unas horas había bajado el agua que cubría todo y los árboles ya se podían ver, así como muchas plantas, que ahora estaban enormes de tanta agua que habían bebido.

Muchos peces quedaron esparcidos por los campos, dando bandazos e intentando llegar de nuevo al agua. Los humanos bajaron corriendo y también empezaron a saltar, estaban tan contentos por ir secándose… No había quedado ni un solo puente, pero esto ya no les importaba, ahora se lo pensarían dos veces antes de hacer nada parecido. Al poco tiempo la gaviota se puso sería e instó a que cumpliesen con lo prometido.

Las gentes corrieron a coger todos los peces que ya poco se movían y a quitarles las escamas. Hicieron montañas enormes con todas ellas y los pájaros bajaban y se rebozaban en ellas. Unos no quisieron y se quedaron blancos, otros lo hicieron demasiado y sus plumas tomaron unos colores brillantes, variados, increíblemente bonitos. Desde lo alto las gaviotas miraban la escena de como todos los pájaros se coloreaban y cuando ya casi todos lo habían hecho los humanos se juntaron para dar las gracias.

.- Gaviota… ¿y vosotras, no queréis colores?

Las pobres que habían dejado paso a todos los demás, casi habían olvidado que ellas también querían tener un nuevo diseño. No quedaban muchas escamas y las pocas que se veían en unos pequeños montoncitos estaban demasiado manchadas como para darles tonos vivos. Entonces los hombres hicieron un caldo con esas escamas por ver si se podía hacer algo. Al cabo de un rato había una sopa oscura. La gaviota se lo pensó y vio que era la última oportunidad para poder tomar color. Se lanzó en picado a ese caldo…

Quedó con un tono gris, un poco triste. Esto no era lo que esperaban. Las gentes se apresuraron a limpiarla pero solo lo consiguieron a medias. Tenía una parte blanca y otra gris. Esto no podía quedar así, pobrecillas, con lo bien que se habían portado, ahora iban a ser las voladoras con peor tono de todas.

Unos que andaban a la orilla del mar se lanzaron a pescar a ver si podían conseguir algunos peces a quienes quitar las escamas y solucionar esto. Solo consiguieron que los pulpos se enfadasen y les lanzasen toda la tinta que tenían para estos casos de susto. Con eso en las manos y gran pena en su corazón, acariciaban a las buenas gaviotas.

Es por esto que estos pájaros son de color blanco, gris y negro, porque no quedaban más escamas para poder pintarlas. Ahora todas las gaviotas tienen un sitio preferente en los puentes, que se hicieron pocos para no enfadar al agua.

Y fin.

I+G+T, Imaginación, Gasolina y trabajo.

Hubo un hombre que tenía una gasolinera. Cada día el negocio andaba peor, pocos tenían dinero para gasolina y mover el coche era algo que solo se hacía si era necesario.

Como siempre que las cosas andan mal, el repaso a la maquinaria es lo último que se hace y se estropeó la bomba. Su padre saco la vieja máquina dispensadora que trabaja con energía humana y tuvo que contratar un muchacho fuerte para que accionase la palanca.

El servicio era lento y en ocasiones los clientes se desesperaban. Su hermano que no tenía un pelo de tonto y que era el encargado de la máquina de limpiar coches le dijo que bien podrían cambiarla de sitio. Y en vez de estar parada estropeándose se podía colocar justo antes de la entrada a la toma de gasolina. No le cobrarían nada más que la propina al cliente y a cambio solo tendría que estar unos minutos de espera antes de tomar combustible.

La idea se hizo realidad y al poco tiempo contrataron otra persona para ayudar en el limpia coches.

Su mujer que tenía la esperanza de casar a sus dos hijas o cuanto menos que se independizaran pensó que nada había más simpático que unas jovencitas maduras sirviendo cafés y bollos. Les puso un uniforme luminoso y un delantal con las iniciales de la empresa POC (Placid Oil Company) Ella hacia los bollos en su propia cocina. Como gustaban mucho la gente encargaba algunos para su almuerzo. Contrató dos personas más, una para el horno y otra para servir los pedidos.

Los clientes estaban tan contentos con esta nueva manera de dar servicio que preferían aprovechar su tiempo tranquilamente tomando un café con bollos, limpiando el coche por una propina y sabiendo que la gasolina servida a mano es mucho más rica que de ninguna otra manera.

Esta es la forma de actuar de una familia emprendedora. El señor Placid y su familia al tiempo montaron una cadena de gasolineras con servicio de limpieza. Daban trabajo a numerosas personas por lo que le fue concedido

Richard Price para el Selectiones Reager Digesto.

La entrevista…

“A mí me educaron en la inercia y ahora no lo puedo remediar.” Con estas palabras comienza la entrevista que este periodista ha realizado en la cárcel de Seto Grande.

La tarde está algo sombría, nublada, lo que es bueno para cualquier entrevista que se precie; es mucho mejor pillar al entrevistado triste, deprimido o melancólico que alegre y dicharachero, estos últimos hablan más pero mienten con mayor frecuencia. “Gravando el dos de octubre del año en curso” (Esto siempre lo digo con voz seria, como de radiofonista viejo)

La escena no se corresponde a la idea que tenemos todos de lo que es una cárcel al uso, aquí no hay presos con trajes a rayas, ni bola encadenada a la pierna. El lugar es una habitación limpia, pintada de un gris marengo suave, con una ventana protegida por un estor de vinilo en color negro; la mesa baja es de madera con buen diseño y las sillas, en no siendo de Van der Rohe, son muy similares. De no ser por las bombillas de bajo consumo que parece se esfuerzan en iluminar, todo sería muy normal, quizás como en cualquier club de esos sobrios.

El entrevistado quiere ocultar su nombre y en un intento de seducción me habla de tu, sin conseguir este acercamiento, el usted es mucho mejor, da la sensación de que uno se mantiene al margen y no se ha de contagiar con las palabras.

Un guardia se acerca por la seña del preso, algo le dice al oído, sale raudo y al momento regresa con dos botellas de agua mineral de color azul y un cenicero. Lo dicho, esto parece un club, claro que desde que el gobierno ha cambiado, no paran de entrar miembros con buena fortuna, no por sus perpetuas, más bien por sus cuentas bancarias en países extraños.

-.“A mí me educaron en la inercia y ahora no lo puedo remediar.” Ya estamos en buena posición, marcando los territorios, prosigue: “Mi familia era normal, gente que por mucho que lo intentase no salían de la miseria, hasta que rompieron los lazos, aceptaron lo que eran y lo hicieron. Es cierto que “miseria” para mí nunca tuvo el mismo significado que para otros, pero lo era. Un empleado fiel, casi esclavo con amo déspota que cobraba un sueldo escaso y tres hijos a los que vestir, educar y alimentar. Aprendí de mi madre que uno debe tomar lo que le apetece y de mi padre a mentir con cierta calidad. Ambos hacían lo que podían. Él por las mañanas con la camioneta de la empresa transportaba a otros trabajadores y cobraba por esto, a veces hacía pequeños viajes a pueblos vecinos. Si llegaba tarde a trabajar el amo no decía nada, a la hora de comer era posible que le encargase algún mandado que le desviaba unos kilómetros de su casa, esto no lo pagaba. Nunca nos faltó en la casa material de fontanería, sobraba y mi madre solía revenderlo a los vecinos muy por debajo de su valor. Trabajaba en esto, era el almacenista de la empresa de fontanería.” Aquí su voz ha bajado de tono y bebe un poco de agua a la par que enciende otro Winston.

“Mi madre era una pobre mujer que limpiaba por horas en diferentes casas del barrio alto. Gracias a ella teníamos buenas ropas y otras cosas, pequeñeces que se traía de las casas donde había tanto que nadie se daba cuenta. Por estas sisas, cuando ingresamos en el colegio de curas no parecíamos unos desgraciados.

Evoco la primera vez que entramos en unos grandes almacenes, unos días antes de navidades, la idea era comprar algo para los abuelos que venían del pueblo. Recuerdo como a la hora de pagar la dependienta se equivocó. Vi claramente un billete verde y ella devolvió otro como ese y unas monedas. Miré a mis padres que a su vez se miraban y una gota de sudor le bajaba al hombre por la sien hasta llegar a la patilla. Giraron sobre sus pies con la bolsa en la mano y salimos corriendo del establecimiento, ni siquiera bajamos en el ascensor. Al salir ambos callaban y sonreían, esto a la fuerza tenía que ser bueno, un regalo.

En otra ocasión me encontré a la puerta del colegio, justo en la parada del autobús, ese que solo era para los que se lo podían pagar, una bolsa con ropa deportiva. En casa mi madre se puso muy contenta, con unos pequeños cambios bien le iba a venir a mi hermano.

Al ir haciéndonos mayores fuimos descubriendo pequeños chanchullos que se justificaban porque eran para sobre vivir. Ya no usábamos el coche del taller, ahora mi padre tenía un coche propio y una pequeña empresa, no declarada, de colocación. Conocía a muchos empleadores y muchos más que buscaban trabajo, con esto pudo pagar mi universidad y en el tercer año ya estaba trabajando a las órdenes de uno de aquellos que él proveía. Mi gusto por los números me hizo alcanzar el grado de contable y la facilidad para el inglés me puso al frente de una de las filiales de la firma. Ellos también subían como la espuma. Era sencillo escamotear a los trabajadores parte de los sueldos y tampoco se pagaba para cubrir la Seguridad Social, nadie miraba estos pequeños detalles. Compré aquí, vendí allá… firme, negocié y por fin tuve una oferta para ser tesorero en el partido.”

Ahora bebe lo que queda de agua, el cenicero está casi lleno. Toma la botella y la levanta, con el típico gesto que uno tendría en la mesa de una tasca cualquiera. El guardián entra de nuevo con dos botellas más. Él le comenta algo al respecto y se va sonriendo.

“Estos pobres, a poco que les des se ponen contentos. Ahora su hijo podrá entrar en una secretaría y empezar a subir, que me han dicho es listo.”

A estas alturas me da un asco moral doloroso, no me deja que le haga preguntas, casi está haciendo que escriba su biografía gratis. Me recompongo en la silla, que esto que me cuenta es de lo más aburrido, todos imaginan que ellos, esta casta de sinvergüenzas han aprendido desde la cuna.

-.Señor Tal, voy a empezar la entrevista, no sea que se nos haga tarde y no podamos dejarla concluida; ya sabe que la tengo que entregar para el suplemento del domingo…

Con un gesto condescendiente me anima a que pregunte.

-.¿Cuándo fue la primera vez qué, estando en el gobierno, le ofrecieron alguna ventaja para facilitar un proyecto?

“Mira que son todos iguales! No se enteran de nada cuando está pasando y luego vienen aquí a pedir explicaciones. Hijo, es usted un bobo o un ignorante, ya salió en el juicio que todos estamos emparentados. Pertenecemos a una secta donde el que no roba lo suficiente, el que no tiene tal o cual categoría de poder, se va a la calle. Tenemos hijos solo para que se casen unos con otros y así hacer más fácil la organización.”

-.Eso es la Mafia, la de toda la vida. Dije intentando poner cara amable, con la esperanza de que empezase a largar.

Me miró abriendo mucho los ojos, hizo un ademán de pegarme, como si me fuese a dar una bofetada. Me aparté porque casi la vi venir y él se contuvo.

“Serás gilipollas! Esto es mucho más fuerte que la mafia, nosotros somos hermanos de una cofradía que no dudaría en cortar las piernas al mismísimo Al Capone. Muchos de esos malnacidos que se dedican al tráfico de armas o a las drogas, trabajan para nosotros. Todo el mundo lo hace, todos nos pertenecen…”

-.¿Y entonces? ¿Por qué están ahora presos? Si tanto poder tenían y tienen ¿por qué no siguen en el gobierno?

“Querido ignorante, esto son unas vacaciones. Mañana moriré por alguna causa natural y en breve mi hijo estará formando un gobierno nuevo. Me llevaran a las islas paradisíacas donde tengo mi dinero y allí descansaré, nosotros también nos renovamos.

Mejor… borre esto que ha escrito… ¡qué lo borre le digo!”

-.No puedo señor, esto es la única información decente que he sacado, ahora sí se puede hacer un buen articulo. Dígame, hasta qué grado está implicado el gobierno… ¿hasta dónde llega su poder? ¿También en las administraciones regionalistas, las grandes empresas que les pertenecen, son del grupo?

Acabó de beberse otra botella de agua azul y me la estampó en la cara. Cayeron mis gafas, mi cuaderno, la grabadora… Cuando desperté estaba tirado en un descampado. Mis ropas eran otras, no me pertenecían, ni siquiera llevaba zapatos. Un hombre me gritó desde una camioneta, “Sube sinvergüenza, ¿Qué pensabas que te podías escaquear? Hoy tenéis que vaciar un buque en el puerto, han llegado las nuevas armas para el gobierno y están como niños con zapatos nuevos.“

Subí y desde ese momento no he parado de acarrear, kilos y kilos de peso en estas cajas de madera que no tienen identificación. Al lado hay un yate de nombre Esperanza y veo como un séquito de gente que me resulta familiar llegan y embarcan. Alguien gordo, seboso, me saluda desde la proa… pero no recuerdo de qué le conozco.

El fin para Ilusión y Esperanza.

Habían quedado la Ilusión y la Esperanza en la esquina, esa en la confluyen la calle Desengaño y la avenida de Feliciano García. Llego primero la Esperanza que sale de casa con tiempo y aunque anda despacio llega puntual a todas partes; al minuto la Ilusión hacía gestos para que desde el otro lado de la calle ella la viera. Se abrazaron como siempre hacían apartándose luego un metro una de la otra para verse bien.

-Siempre estas guapa Esperanza.

-Tú sigues iluminando por dónde vas.

-Dejémonos de palabras. Caminemos.

Se encaminaron avenida arriba, hacia el final de la ciudad; el camino era largo pero no les importaba, el que sabe hacia dónde se dirige tiene medio camino hecho. Hablaban del hombre al que en homenaje habían dedicado la calle. Todo el mundo sabe que fue él quien instauro el sorteo y que pasados unos años acabó siendo una cosa más en las maternidades. Feliciano García, no se llamaba así, todos lo conocían como Félix El Ingenioso. Desde muy pequeño había dado muestras de tener una inteligencia excepcional, quedando claro para todo el mundo cuando descubrió que con solo llamar a las cosas por su nombre estás se convertían en realidad. Algunas palabras no gustaban mucho y se empeñó en cambiarlas. Cuando hubo renovado algo del lenguaje puso en camino una nueva manera de llamar a las personas. Entre todos decidieron que para tener armonía en la vida se necesitaban nombres cuyo contenido fuese el transporte adecuado para conseguir la felicidad. Se hicieron consultas a los sabios y se leyeron todos los libros escritos, incluso las notas de algunos autores y al final se decidió que los nuevos nombres serian: Ilusión y Esperanza. Daba igual que fuesen varones o hembras, estos nombres cabían en todas las personas. Se sortean los nombres en la maternidad, cara, Ilusión, cruz, Esperanza. Así lo hicieron y ahora, en estos momentos toda la población disfruta de ello.

Nuestras chicas llegan ya al borde de la ciudad, atrás dejan los edificios de colores que tanto decoran, al frente hay un prado con una calzada ascendente rodeada de flores. Es inevitable oler el aroma que desprenden, antes, cada una de ellas, las plantas, tenían un nombre con el que se identificaban, después de la renovación, gracias a Félix se decidió que nunca más se necesitaría clasificar a las personas, ni a las cosas y que era mucho más práctico que todo se unificase. Los árboles se llamaban así, árboles; los peces, peces, sucesivamente con todo lo que les rodeaba. Al final del camino estaba la Nada.

Ilusión y Esperanza habían caminado mucho hablando de las cosas que les rodeaban, esas que por obligación solo podían dar felicidad; todo era tan sencillo que cuando descubrieron que se amaban no pudieron por menos que asustarse. Eso no tenía nombre y de tenerlo hubiese sido una palabra nueva. Se nombraron una a la otra de diferente manera, jugando con silabas que sonaban bien.

Llegaron al final del camino, donde se corta a tajo la montaña y nada se ve. Se besaron, se abrazaron y una mirada bastó para saltar las dos a la vez al vacio. En ese momento supieron que la Nada es pareja del Vacio.

Durante un rato caían unidas por las manos y solo el viento cálido que las acariciaba les hizo soltarse; cerraron los ojos esperando llegar a alguna parte, un suelo blando hubiese estado bien. Se descalabraron porque lo que no esperaban es que en el fondo de aquella Nada estuviesen escondidas todas las necedades que sin duda, no tienen nombre.  

UNA VARA HACE EL CAMINO

Que el camino de Santiago tiene connotaciones espirituales no lo duda nadie. Un camino lleno de huellas de los peregrinos donde la música y el paisaje hacen poesía y  la grandeza hace que los pequeños detalles se sientan importantes.

Los primeros días del viajero son expectantes. Ya sabe qué se encontrará porque muchos antes que él lo han descrito y solo es dar un repaso a las nuevas sensaciones. Las catalogamos en nuestro entender y en el corazón. Las almacenamos con cuidado porque nos acompañaran el resto de nuestra vida y además bien podrán ser guía para los siguientes caminantes.

Pueblos donde las personas se presentan como vecinos y conquistadores. Se muestran cariñosos ante nuestro deleite y gozo por alcanzar cada día una meta nueva.

Y allá va el andante en compañía de sus pensamientos y su bastón que buenos apoyos le da cuando lo necesita.

OH! Se rompió la vara francesa. Es curioso porque el níspero salvaje que nace libremente en el borde del pirineo es madera dura y con prestancia. En estas piensa el caminante que la vida es como la vara, parece fuerte y duradera.

Muchos son los arboles, grandes y pequeños que encantan los lugares. Y prueba a ver cuál sería el más apto para tal menester. Una etapa sigue a otra y la búsqueda continua. Los compañeros de viaje portan algunas de singular belleza. Unos fueron regalos de amigos, hechuras de padres o abuelos dando a la madera el carácter protector que tiene.

El caminante, no tiene bastón.

De entre los peñascos, al subir una falda ve con gusto un rebaño de ovejas. Y el pastor que odia las visitas siente pena por el hombre que no tiene apoyo.

Le cuenta de las brujas que siempre las hubo eran las mejores hacedoras de varas. Tan buenas que podían sentarse en ellas y danzar en el aire como las burbujas del jabón. Solían esconder estos palos para que no llegasen a malas manos y para no ser descubiertas podían hacerlas escobas o palas para los hornos.

Se fue contento, supo que algunas brujas de antaño habían guardado tan bien las varas que nunca las encontraban. Sus pasos andaban encaminados.

Pensó con un gesto en la boca que así, a solas casi parecía una sonrisa sincera. Con un poco de suerte y un tanto de atención podría encontrar una para si mismo y terminar su andadura con seguridad y calma.

Desde ese día se paso todo el tiempo mirando debajo de las piedras, a las puertas de los palacios rotos o en las cuevas donde las alimañas también quieren pernoctar.

Fue en una de estas donde tuvo el sueño más raro que jamás haya tenido caminante alguno. Una vara se le aparecía e izándose hacia el cielo señalaba la estrella más brillante. Hacía sombra sobre un angulo del camino y este acababa en un hórreo alto y pequeño. Allí en uno de sus tornarratos una cruz dibujada con carbón hacia de santo y seña.

Un viento frio deshizo el hechizo y despertó al durmiente.

Nadie podría en su sano juicio salirse del camino y seguir la ruta marcada por tan “real” sueño. Llegaríamos al hórreo viendo con gusto su estructura pero no daríamos cuenta de esta seña. El andante la ve nada mas acercarse. La mira dos veces por si aún la ensoñación continuase.

Dos vueltas da. Se aleja y acerca por reconocimiento del lugar, es un sitio vivido, aunque sea en sueños. Y lo toca porque es tan bello que no parece real. Siente la necesidad de sentarse y no ve mejor enclave que la silla que hace con el suelo el pie marcado por la cruz. Y el dormir se torna brillante, casi cegador.

Ella de larga melena ensortijada le toca el hombro y sin ver como sus labios hablan le escucha alto y claro. Le cuenta como su bastón era un preciado tesoro. Le dice que su hermana poseída por la envidia conto a todo el mundo que ella era la causa de los males más comunes. Ensuciaba la leche de las vacas para señalarla. Envenenaba a las gallinas o dejaba la puerta abierta para que entrase la raposa. Y los vecinos que tenían más miedo que cordura incitaron  a los padres para que la echasen de casa. Fácil era que el frio invierno o los zorros hiciesen el resto.

Antes de salir de aquel mal lugar escondió la vara. Se juro a si misma que solo una persona de buen corazón podría volver a tocarla. Alguien que la necesitase.

Quizás la fiebre del cansado hizo mover la mano hacia dentro.

La humedad refresca y el descanso renueva.

Poco necesitó para sacar de la tierra el palo. Lo limpió y pudo notar la destreza del que sabe hacer una buena vara. El tamaño no era demasiado grande y el peso casi insignificante. Dudo de su estabilidad.

Comió algo y pensó que debería proseguir el camino, volver sobre sus pasos y retomar la hazaña. Había estado solo mucho tiempo y aunque no era persona de charlas gustaba oír las bromas de los más jóvenes y las aventuras de los más viejos.

No pudo dar tres pasos. El bastón se doblaba al tiempo que sus piernas. Volvió al hórreo y decidió comenzar al día siguiente.

Esta noche durmió bien, sin sobre saltos y con la sensación de ser vigilado. Al despertar tenía a su lado unas nueces y varias manzanas.

Durante varios días hizo intentos para proseguir y le resultaba imposible. Cuando no era una cosa era otra o lo que es peor, los pies se negaban a caminar.

¿Qué hace un andante si sus pies no quieren obedecerle?

Ya la desesperación estaba en el agua. Llovía perlas de desconsuelo y caían rayos que no iluminaban nada. Y se sintió morir de pena. El viaje iniciado con respeto y esperanza se estaba terminando a los pies de un hórreo que a pesar de su belleza le estaba resultando la cobija más desoladora. En todo momento se sentía protegido por…nunca supo por quien o que divina providencia. Todos los días recibía gratuitamente un poco de comida y el agua del manantial cercano era suficiente para mantenerse. Pero no conseguía salir de aquel lugar.

Pensó tanto en su vida que casi la olvida. Repitió tantos sueños que por poco deja de dormir y ya no podía más.

Luchaba y perdía la batalla y como un buen soldado esperaba que alguien superior llegase con nuevas órdenes.

A la hora en la que el sol apunta más alto y es más caluroso se recostó en el pie de piedra, como al principio. Con la vara a los pies y la mochila al lado. Tuvo un sueño.

Soñó que la vara se izaba hacia el cielo, se levanto para verla bien. En la veloz caída se clavo a sus pies y sin saber porque la agarro, se acomodo como cuando era niño y jugaba a los caballitos.

Y voló. El suelo quedaba a varios centímetros, ya no lo tocaba. No tenía miedo, solo ansiedad por ver qué pasaba. Y voló. Primero vio el riachuelo, luego el tejado del hórreo y por fin las copas de los arboles.

El viento le besaba la cara y se sentía cómodo en esta situación tan inusual. Pensó que para ser un sueño era muy agradable. Diviso el camino que tendría que haber tomado si no se hubiese parado. Vio otros caminantes, las hesperias, los pueblos, el campo y por supuesto el mar.

No podría decir cuánto tiempo había estado en esta situación. No le importaba nada porque casi deseaba que no se terminase. Vio algunas ciudades importantes, incluso le pareció ver la catedral deseada. Y el vuelo proseguía.

La costa llena de aldeas y playas se acercaba y poco a poco fue bajado. Un faro rimbombante miraba al horizonte. Por fin había llegado a Finisterre. Había llegado al fin del camino, del mundo y de su vida.

Otra manera de contarlo.

Hace tres mil años la tierra no era redonda como ahora. Podríamos decir que era como un cono en la que sus lados se pelean por alcanzar algo que no tienen cerca.

Todo era similar y guardaba esa proporción. Las plantas eran enormes y tenían continuos devaneos en pares. Unas ramas tiraban hacia un lado y otras hacia el otro. La fauna no se escapaba de esta singularidad; salvo los animales de dos cabezas, que vivían sobre todo en el ecuador, el resto andaba separado. Los machos se alejaban de las hembras y ambos se alejaban del centro. Los hombres y las mujeres también tenían este “pequeño” problema que solventaban fundando países de distintos sexos. Medio mundo pertenecía a unos y el otro a otros.

Había lo que hoy diríamos orden establecido, lo llamaríamos así en el más estricto significado de las palabras.

Desde unos cientos de años habían llegado al acuerdo en la puntuación de los días. Rigiéndose por la luna, que ya en esa época era redonda y se podía marcar los tiempos. Solo era cuestión de dibujar en la frente de todos el momento en que la luna estaba cuando nacieron.

Podías ver cuartos menguantes o plenilunios…incluso alguna frente con insinuación por haber nacido en la luna llena. Un adorno para distinguir y para dar paso al amor. Los afines de un lado y de otro quedaban a la orilla del medio para verse y amarse. Así era posible que siguiese la estirpe humana.

Los animales tampoco andaban lejos, ellos lo tenían más fácil y no había que hacer matemáticas para quedar. Usaban del atardecer para acercarse a esta línea imaginaria. Todo un espectáculo amatorio con danzas y canticos que atraían las miradas de los que no les tocaba.

Como el ímpetu es desenfrenado no era raro ver como unos a otros, o unas a otras, se borraban la natural marca y se ponían otra para poder llegar a equinoccio del amor y la diversión.

Las plantas se inspiraron y corrían alocadas por donde querían. Solo mantenían un pequeño contacto con el centro y de esta manera fueron llenando de verdor por donde pasaban. Fue gracias a un árbol que la tierra comenzó a redondearse.

Dejaban mensajes de recuerdo en el tronco más robusto. Como era muy viejo sus ramas se extendían por ambos lados y en ellas era fácil columpiarse en una hamaca y quererse al vaivén. Ya empezaba a cansarse, el amor es un peso pesado y las señales de este son profundas. Crecía por días…de lado y hacia el cielo. Lo miraban curiosos y pensaban que el pobre lo que quería era escapar. Tenía mil hijos que en línea también crecían con fuerza hacia el cielo. Tanto lo hicieron que la tierra poco a poco fue estirándose.

Llamábamos la atención como planeta porque a estas alturas éramos casi cuadrados. La luna que en una época se sentía mayor no dejaba de sorprenderse. Y es que ella llegó rodando y como el camino era largo, ¡no!, larguísimo, se fue haciendo esfera a fuerza de giros. Se quedó allí, mirando a la Tierra porque le pareció singular. Nadie le había dicho que hubiese planetas con esa forma tan rara. Luego, con el tiempo, al ver los cambios y las habilidades del gran árbol y los hijos de este, no pudo marcharse. Los habitantes la miraban con cariño y necesidad…¿cómo dejarlos abandonados? Lamenta la monotonía esta viajera y se pasa el día contando encuentros.

Al quedar la forma tan cubica la gente sin darse cuenta se mezclaba y no tenían que ir al ecuador a balancearse, ni a dejar los recuerdos en el árbol. Ahora había grandes manadas de estos árboles por todas partes. Lo único que pasaba era que según estaban orientados tenían más color o menos. También la gente andaba en esas y podían ser muy claras o muy oscuras de piel. Algunos nacían con bonitas rayas que les atravesaba el cuerpo de los pies a la cabeza y daba sensación de gran altura. Otros por el contrario las tenían en horizontal o esos circulitos colorados que salían por doquier sin orden ninguno. Era divertido para la luna ver estos cambios. Las plantas y los animales también tenían esas características, solo que de tanto mirar a la luna al anochecer, se habían cargado de colores centelleantes. Había arboles rosas con hojas azules. Muchos animales se quedaban a vivir entre las ramas porque ese color les entusiasmaba. Tanto es así que se les pegaban las hojas. Al secarse no se caían, siempre quedaban como recortadas…una y otra fueron haciendo capas y mas capas.

Un día algo pasó que hizo un grandísimo ruido. De la tierra comenzó a salir agua de un gran chorro. La pobre quería llegar a lo más alto pero irremediablemente caía todo el tiempo. Los animales que estaban en las ramas de los arboles se asustaron y dieron un salto. En vez de caer al suelo, que sería lo suyo planearon. Alguno se dio cuenta de que en el espaviento, al mover las hojas que tenían pegadas, no solo no caía sino que además parecía que retomase altura. Aquí es cuando muchos animales comenzaron a volar. Grandes, pequeños, muy, muy pequeños…Muchos de ellos no dormían en las ramas de estos árboles porque siempre andaban buscando nuevas formas de divertirse y ellos se quedaron por siempre en el suelo. A lo más que llegaban era a dar enormes saltos, pero nunca volar.

El agua seguía en su ahínco por llegar a la Luna y al intentarlo estaba regando sin querer todos los campos de todas las partes lisas de la tierra. Había zonas que por tener mucha agua empezaban a flotar y crecían por esto. Se formaron inmensas montañas. Algunos pedazos de tierra, que por esponjosas flotaban, se movían al son del agua y se formaron pequeñas islas que con el tiempo y por su gracia se podían hacer más grandes, muchísimo más. Los terrícolas que se habían dormido en estas tierras se quedaban en ellas la mar de a gusto porque se veían como descubridores de nuevas sensaciones; incluso el mareo era algo sobrenatural.

Algunas plantas, animales y gentes se quedaban en el agua y como tenían frio se cubrían con hojas. Las hojas se ponían tersas en el líquido y se quedaban pegadas a la piel. Curiosamente se dieron cuenta de que bailando se podía avanzar a voluntad y desde entonces no dejaron de hacerlo.

El caldo sigue saliendo y ha cubierto las partes rectas de la tierra. Ahora vista desde lejos empezaba a parecer oblonga cosa que a la luna le parecía muy gracioso. Supuso que tanta agua no era bueno porque ya empezaba a cubrir hasta las nuevas plantas que con esos colores tan bellos daban a todo un aire especial. Empezó a soplar y soplar con todas sus fuerzas. Tanto lo hizo que ayudó al agua a volar.

Allí arriba miraba ella, el agua ascendida, soplada, a la tierra y como siempre fue un poco antojadiza de dejaba caer. El aire convertido en viento se volvió lunático y cuando hacían el amor se calentaba tanto que terminaba siendo finita como el mismo. Ascendían juntos y pasaban largos ratos allí en lo alto viendo como todo el planeta se recolocaba con su nueva forma. Se querían ir a vivir juntos por siempre. Buscaron un lugar donde vivir y no encontraban ninguno. Giraban y giraban alrededor de la tierra con lo que conseguían llevar agua a todas partes y rellenar los pocos huecos que quedaban. Estaban tan felices que compartían el espacio con los animales de las hojas pegadas enseñando como se debía de hacer. El viento es tan agradable…tiene una gran personalidad.

Las gentes, los animales y las plantas habían ido cambiando con estas nuevas aportaciones y todos parecían muy felices. Nuevos planetas llegaron a su vera, se había corrido la voz por el Universo de que en este lugar la vida rebosaba felicidad y tenían que verlo. Miraron entusiasmados y decidieron quedarse para hacerle compañía. Había uno que brillaba mucho, el Sol. Era muy simpático y contaba unas historias estupendas pero no podía con ese olor que desprendía. No era malo, solo tan fuerte que a veces, si te pillaba desprevenido, hacía daño. Hubo animales que no podían olerlo bien y se pasaron el tiempo estirando el cuello o la nariz, otros subidos a los arboles, danzando de rama en rama; solo por opinar. Los sensibles se escondían bajo las raíces de las plantas haciendo agujeros y sentían que allí había mucha tranquilidad. El Sol se enfadaba con esta situación y el enfado le hacía calentarse; se volvió vergonzoso porque enrojecía con cada vergüenza y tanto era el calor que los demás sudaban demasiado. Poco a poco se fue separando del grupo y se instaló a un lado. Las plantas que estaban muy cerca se quemaban y como son lentas no pudieron llegar a oponerse. El agua que corría por todas partes llego un momento en que se negó a pasar y esto levantó un gran revuelo. Hubo reuniones y discusiones; ponencias y gallinas ponedoras que no ponían nada.

Se excusaron con el pobre Sol, no habían sido muy amables con él, en esas estaban, allí, dando vueltas a su alrededor, cantándole canciones que vieron lo bueno que era esto. Unas veces clareaba y se calentaba un lugar y otras el de al lado. Por esto el Universo baila alrededor del Sol, y la Luna alrededor de la Tierra. Todo es por un querer, un agradar; el uno sigue contando sucedidos a los planetas y la otra no deja de amar al viento que vive con el agua, y esta cosa que tenía una forma rara es ya mayor y no para de inventar excusas para que los demás sepan que sigue viva.