EL SOL Y LAS LETRAS

Se levantó antes de que el sol saliese del escondite y saludase a los peces. Ella ahora tenía trabajo y no era cosa de desperdiciar ni un solo segundo. Tanto valoraba el lapso, que tenia colgado un cubito debajo del reloj, por si se diese el caso de que algún minuto se cayese de las horas. Miraba el cubo por curiosidad y solo encontraba las lágrimas de este. Le habían dicho que los relojes de cuco no lloran, que seguramente, seguro, serian gotas de rocío; incluso uno supuso que la madera sudaba. “¡Sudar la madera!” se dijo y le tomó la temperatura.
Después de beberse las gotas mezcladas con el café, secaba cuidadosamente el recipiente y lo volvía a colocar en el pequeño gancho que no era otra cosa que un clip de él. Uno de esos que regularmente encontraba prendido de los papeles que tiraba y que le parecían eslabones de un collar inacabado. Seguido de esto y ya con el sol como invitado volaba por la casa, medio encorvada, recogiendo las letras que sin cuidado alguno él dejaba caer en las noches.
Lo metía con cuidado en una bolsa de tela, como si fuese pan; usaba las siguientes horas para disponerlas y organizarlas.
El dormía con un sueño torpe, nervioso, ese tipo de dormilón que uno identifica con el que no se porta bien. Sabía que no era malo, no lo era porque lo sabía y podía decir sin equivocarse que los sueños con tiemblos eran causados por las palabras que guardaba. Un día lo supo cuando lo vio toser hasta casi morir, esputaba letras que se agarraban unas a otras queriendo tener un significado. Ella las recaudaba todas, las limpiaba y las atusaba e incluso les obligaba a tener un sentido. Luego las recortaba cuidadosamente, planchándolas en una pulcra hoja de papel de seda.
Así lo hacia todos los días.
Había compuesto un sinfín de cuadernos que bien cosidos iba entregando a la editorial para que ellos los tapasen. Se los devolvían oliendo mal, a desconocidos que querían conocerle, no a ella, a él y a veces se conocían en el portal a la hora del paseo.
Un día él se despertó y tomó café con lágrimas del tiempo y vio como el sol al entrar en la casa hablaba con ella. Se puso nervioso al ver esto, dudó y se quedó sin palabras. No volvió a soñar, ni a escupir letras. Había enfermado de necesidad.
Ella le hizo una almohada con recortes de frases, las inacabadas. Le lavaba la cara con admiraciones escurridas y para merendar le daba diptongos con miel.
El día en que se murió, él, salió el cuco del reloj a pedir un pañuelo. Las palabras se descompusieron y ella se arrancó los ojos para no volver a verlas.
Los que venían, no volvieron. Los que hablaban, no dijeron nada y el sol metía los dedos en el cubito y le remojaba los labios a ver si podía volver a recordar.
Un segundo faltó del tiempo ese que es malo per se y con el que todo se acaba.

LA HISTORIA DE EMILIA

Emilia solo tenía una historia, solo una nada más, ni nada menos, porque era una gran historia que se podía contar de distintas maneras. Ella no siempre la había tenido a flor de piel, o de lengua, hubo ocasiones, sobre todo al principio que no podía relatarla; los demás decían que no lo recordaba, que si el trauma, que si el miedo, y que seguramente algún día volverían los recuerdos.
Emilia no lo contaba porque pensaba que si abría la boca y hacía que los recuerdos tomasen forma de palabras, su historia se iría diluyendo poco a poco, como si fuese de agua que se evapora.
En aquella casa, los vivos, los que quedaron en pie tenían una historia que contar y cada uno la iba relatando cuando se les preguntaba, y funcionó, poco a poco la fueron olvidando, la dejaron escapar y con los años casi no recordaban el sucedido y mucho menos los detalles.
Ella lo vio venir y se la guardó como una prenda que te da alguien a cuenta de algo importante.
Un día, siendo ya moza se enamoró de un muchacho muy bruto, el hijo de un pastor de un pueblo vecino. Le gustó el olor a heno que desprendía cuando movía los brazos al explicarse, o la sonrisa bobalicona que tenía de nacimiento, que no era risa, qué era mueca como defecto.
El chico, siendo debidamente informado de este amor, no se lo pensó dos veces, Emilia era una moza con un aspecto muy agradable, no parecía enferma y venía de buena familia, así que la rondó hasta que por fin llegaron las fiestas y no se pudo aguantar más.
Le hizo un hijo en el pajar sin que ella se diese ni cuenta, qué fue rápido como los conejos, luego el padre le llamó para irse con las cabras a lo alto de las montañas y allí perdió la vida el rapaz, sin saber siquiera que había dejado un conejito a la pobre de la Emilia.
En el pueblo ya empezaban a mirarle mal, caía algún insulto de vez en cuando, por fortuna el cura se apiadó de ella y la colocó en una casa de la capital a servir, a condición de que empezase una nueva vida y el fruto de un instante en un pajar fuese a parar a manos de las monjas que lo iban a colocar en algún sitio bien, con futuro.
No se negó. No podía hacer nada y a cambio tendría un trabajo con el que iba a ganar más que toda su familia junta.
En la capital perdió el niño a la segunda paliza. La casa donde empezó a trabajar tenía buenos amos, pero había un matrimonio de guardeses que le obligaban a trabajar día y noche. La primera vez que rompió algo perdió un diente, la segunda un hijo y ninguna monja pudo hacer chance con la criatura. No volvió más por aquel lugar.
Un portero de una finca la vio mirar con demasiado interés el pan que colgaba de la puerta de un bar y le aconsejó que esperase allí al dueño, que buscaba una mujer para la limpieza y la cocina. Al poco ella sola se manejaba entre platos, ollas, botellas y vasos de vino tinto.
Al principio dormía en el almacén junto a un batallón de ratones y cucarachas, pero luego de dos meses ya tenía lo suficiente para una habitación cercana al local. Llegó a un acuerdo con la patrona y se levantaba a eso de las cinco a preparar los desayunos de los pupilos, lavar las sábanas o limpiar.
Con el tiempo encontró un buen hombre con el que se casó. Un ferroviario con el que apenas se veía ya que tenía el turno de noche y por el día mientras él dormía ella se iba a trabajar.
El día que su marido estaba a punto de morir le pidió que le contara su historia y así lo hizo durante un mes. Las vecinas llamaban, el del bar se desesperaba y nadie suponía que ese mal olor que reinaba en el rellano venía de un marido muerto que escuchaba una historia terrible.
La llevaron a un centro limpio y bonito. El tipo era agradable, guapo, con aquel traje siempre impecable y muy serio; se empeño en que debía contar su historia. Emilia le dijo que no se podía hacer en una tarde y como a él le pagaban por escuchar no le importó.
Dos años estuvo en aquél lugar, dos. Regresó a su casa y otros dos sola, recordando una historia que había contado dos veces en toda su vida.
Una mañana se levantó, se puso su mejor vestido y regresó al bar. Allí estaba el dueño, las cucarachas, los ratones y otra mujer a la que no se le daba bien atender la barra así que se puso el mandil y salió a servir vinos tintos, cafés, copas y a impregnarse del aroma de puro los domingos.
Sin darse cuenta le contó su historia a la cocinera y luego al del bar, y a un cliente que venía con su sobrina que no lo era pero le llamaba tío.
Todos estaban de acuerdo que aquella historia era para ser contada y se corrió la voz.
Por las tardes llegaban gentes para que ella les contase eso que tanta fama estaba cogiendo y ella se apoyaba en la barra y empezaba a escupir, a salpicar palabra tras palabra, recuerdo tras recuerdo.
Poco a poco se hizo verdad lo que tanto temía y los recuerdos se fueron diluyendo; con los retazos que le quedaban iba zurciendo palabras y un día ya no recordaba nada, entonces fue realmente feliz.
Cuanto más pasaba el tiempo, lo que contaba más curioso se hacía, porque a día de hoy aún se recuerda en el barrio a la buena de Emilia que tuvo una vida terrible hasta que contó su historia, esa que nunca era igual a la anterior.

¡NO MIRAR!

Entró, y cuando miró, los ojos se le hicieron añicos. Caían las esquirlas de cornea; pensaba que no era justo.
Estúpido cartel para humanos desobedientes.
No mirar.
¿Quién deja de hacerlo si lee eso? No mirar, no mirar y preguntarse ¿el qué? Entonces, miras y no es normal que los ojos estallen, todo lo más, podría darse el caso de que pasase como aquella vez que tocó y no perdió los dedos, solo obtuvo un reconocimiento médico por la electrocución.
Uno de los parpados se le había quedado enganchado entre los pelos de la barba, lo notaba húmedo y viscoso. Sacó un pañuelo y se limpió.
Intentaba recordar lo visto, pero la imagen que le venía a la cabeza era la suya propia. El rabillo del ojo le aplastaba el sentido, había girado por completo.

SOÑAR, VIVIR

Resultó que sus sueños no se condensaban, se esparcían a lo largo de la noche, como capítulos de una novela seriada. En general las historias eran viajeras, situaciones revueltas donde bien podía terminar un viaje nada más acostarse y luego ir devanando las inmensas oportunidades que lo hicieron posible; pero los sueños no los controlas, no hay un hilo que vaya tirando de nada, solo ocurre y no te opones, porque tampoco podrías hacerlo.

De niño tenía recuerdos sensacionales sobre lo que soñaba, no se parecían a nada que él viviese, o hubiese vivido, ni siquiera a lo que veía en la televisión. Cuando estaba despierto no imaginaba que era un héroe de película, o un protagonista de alguna de las series preferidas, ni siquiera el de un libro que le hubiese gustado mucho, no, él era un protagonista de sueños realizados.

Sus compañeros se reían de él porque eso no se hace, no se puede ir por la vida, creciendo e inventando aventuras que no te las hubiesen contado antes. Él no inventaba, solo daba otra forma a lo que ya había vivido. ¿Cómo explicarlo? Tiene su dificultad si eres un crío al que nadie presta atención, las palabras exactas no se inventan a según qué edades.

Como no sabía muy bien si esto era una novedad, o era la soledad misma de la edad lo que le hacía pensar que algo raro estaba pasando, se decidió a escribir lo soñado, de tal manera que tomase cuerpo con las palabras.

Cuando cumplió los catorce, no recibió una bicicleta como los demás chicos, ni una pelota de esas que parecen hechas para un gran futbolista, acogió un armario y diez cuadernos nuevos con sus respectivos bolígrafos. A todo el mundo le pareció un desperdicio aquel regalo, pero su madre bien sabía que era lo que más ilusión le iba a hacer y su padre estaba más que harto de ver cuadernos por todas partes, así que un lugar, algo personal, para guardarlos era una muy buena idea.

Para los dieciséis el armario era un muro cerrado del que se había perdido la llave y no quería ser abierto. Hacía mucho que había dejado de soñar, cosa que fue pasando sin saber muy bien el motivo. Un ojo externo habría dicho que la vida real se le metió en las venas, que de no ser por esto hubiese muerto de extrañísimo y que los que le querían lo hubiesen encerrado en algún lugar sórdido y aislado. Le dieron poco a poco medicinas para olvidar, leche fresca, huevos, sexo, ciencia barata, estudios que son estudios de otros, retención, repetición… Todo esto mezclado con granos y pelos púbicos, una medicación que no falla nunca, te hace crecer hacía lo ancho, como el resto de la gente y ese pequeño cordón que te sujeta a los sueños, un día cualquiera se rompe.

No voy a contar la carrera vital de alguien que no recuerda sus sueños, porque no es para nada interesante. Quizás sea una historia demasiado vulgar para merecer unas palabras y termina donde empieza otra historia.

Un día – aquí empieza – se despertó sin querer, no sonó ningún dispositivo para que esto sucediera. La luz del sol le marcó la cara como una bofetada sincera y no le quedó más remedio que abrir, primero un ojo, luego el otro y al final, la boca. Intentó reponerse de una horizontal pesada, una que le dolía, porque a ciertas edades todo duele. Las sábanas se te pegan como queriendo ser una segunda piel, y es culpa tuya porque sudas y resoplas, tanto que parece les llamas a ser parte de tu epidermis; se enroscan a tus piernas y a veces a tu cuello mismo llevándote a un ahogamiento miserable.

Este día, que no era diferente al resto de los días, estaba previsto, hacía mucho que había sido implantada la peor de las monotonías, la que te ofrecen para tener una vida normalizada y sencilla, solo rota por las impresiones de alguna cosa que se salga de tu pequeño tiesto moral y personal. Tenía familia pero tampoco importaban mucho, porque estaba todo tan bien manipulado que aunque se hubiese muerto, todo seguiría el cauce establecido.

La mañana se vio comprometida por algo inaudito, recordó lo soñado. Una verdadera aventura que ahora tenía un sentido. Se quiso hacer el loco, pero no pudo, la recordaba tan claramente que no le quedó más remedio que saltar de la cama, buscar una hoja, un bolígrafo y trascribirla, como hacía cuando era un chaval.

Al minuto de hacer esto, escribirla, la historia desaparecía de su cabeza, volvía a reincorporarse a la vida habitual. Esto, al principio le ocurría una o dos veces a la semana, luego tuvo que ir comprando más y más cuadernos y los llenaba con nuevos sueños, unos sin sentido, trozos, pasajes de historias que no comprendía bien,  y otros parecían cuentos enteros,  como esos libros que uno lee y que siempre escriben otros.

Se planteó dormir más para soñar más. Ideó una enfermedad curiosa que no le dejaba levantarse de la cama; muchos fueron los doctores que lo visitaron a ver si podían solucionar aquello que para todos, para el resto del mundo era un problema. Es increíble ver que durante tu vida no le importas a nadie mientras sigas haciendo lo que está establecido, pero si decides cortar, dejarte llevar y cambiar las costumbres, se crea un revuelo. Se ponen todos de acuerdo para no dejarte en paz, y empieza una lucha, casi una guerra donde terminas por no hablar, no comer, no sentir y consigues ganar.

Un día la familia ya no se dirigía a él, hablaban en la habitación mientras la aseaban por costumbre, le dejaban una bandeja con comida y bebida, pero ya no le dirigían la palabra. Él había conseguido que no le faltasen los cuadernos, los bolígrafos, e iba llenando de historias aquellas hojas en blanco.

Sin darse cuenta pasaba más tiempo en el “otro” lado que en este, y cuando despertaba solo deseaba poner marcas extrañas, de un lenguaje que él solo sabía. Había notado que en los sueños, sin saber cómo también se despertaba por la luz del sol, aunque fuese otro, mucho más brillante y que cambiaba de color según le diese la gana. No había sábanas, ni familia, ni necesitaba comer o beber. Por fin había vuelto a ser un héroe del sueño que viajaba por mundos extraños y vivía vidas singulares.

Alguien se le acercó y ya nunca más volvió a despertarse.

Esta historia es la que se puede entender tras haber encontrado en la basura cientos y cientos de cuadernos llenos de notas y símbolos extraños que cuentan historias de cómo hay un lugar que aparece cuando dormimos. Creo que me voy a ir a pasar unas vacaciones a esos dominios donde puedes hacer lo que quieras, tener el escenario que desees y ser un héroe del sueño.

UNA HACHE CUALQUIERA

H… qué no, que no quiero empezar con una palabra que inicie con una hache. No es que no me guste, la palabra, es que la hache me resulta vacía de sonido, y no, no se puede empezar así.

Una tiene en la cabeza el folio en blanco y para romper el hielo ¿qué hace el que escribe? nada. Mira esa ventana y se mira por dentro buscando una buena historia, un monólogo en soledad que tratas de transmitir, porque crees que alguien te hará el favor de leerte, con un ansia oculta, piensa que puede ser que algo de eso entretenga.

No es lo mismo cuando escribes, de historia o matemáticas, por ejemplo; uno sabe algo y lo trasmite, esto no pasa con las historias. Un poco eres la cigarra que solo entretiene y poco más.

Miro el papel en blanco y pongo una letra, la que sea, al tuntún, y espero que esa sirva de atadura para que vayan recolocándose las demás. Una hache atrae, lo sé, que miles de historias empiezan con un: “Hace mucho tiempo en un lugar…” Pero a mí no me corta el blanco, lo enmudece.

Yo creo que esto me viene de la niñez, cuando una monja chula me dio un pescozón por leer “harta” con acento andaluz, que estaba así “jarta” de aquella estúpida monja y sus aburridísimas clases. Me golpeaba diciendo: “La hache es muy valiosa, hay que tenerle respeto” y yo pensaba que esa mujer estaba “haburrida” con hache, y “hamargada”  porque no era normal. Luego pasé a inventarme palabras con muchas haches intercaladas, que pronunciaba absorbiendo el aire con ruidos de la garganta.

No me duró mucho esto, porque se organizó la dios cuando otra monja, más pardilla, se pensó que me estaba ahogando (hubiese dicho “Aghogando”) y la pobre me obligó a tumbarme en el suelo todo lo larga que era, y yo, sin querer seguir con la broma y no dejarle mal, abrí mucho los ojos, tirando el iris hacía arriba, lo que le dio una sensación de ataque, posiblemente epiléptico.

Aquella mujer embutida en los hábitos se arrodilló a mi lado. La vi colorada como un tomate, muy asustada, y aquí ya no tenía marcha atrás. Se buscaba algo en los bolsillos intentando seguir la primera disposición ante un ataque de estos, buscar algo para meterle en la boca al atacado. Se ve que no tenía otra cosa que un Cristo de madera y latón, así que esto fue lo que acabó entre mis dientes.

Me entró la risa, que una era buena, pero no tanto como para soportar todo aquel teatro; nadie sabe lo difícil que es reírse con un crucifijo en la boca, te dan toses, babeas… y al intentar ponerme de pies, ella me empujaba desde los hombros, con lo que me hacía resbalar y entonces sí que parecía un auténtico ataque.

Lo peor llegó cuando otra de las hermanas se presentó allí y al verme solo se le ocurrió decir en voz alta: “¡Ave María Purísima, esta niña está endemoniada!”

Mi cabeza no rulaba bien, sacaba haches por todas partes, risas con toses y babas, ganas de salir corriendo y un temor a las consecuencias que me hacía pugnar porque me tragase la tierra.

Acabé como bien lo puede hacer una niña “jarta” del colegio, de las monjas, de las niñas bobas que se arremolinan a la que salta; de lo que me iba a pasar si no hacía algo rápido.

Me desmayé. Lo de los desmayos lo tenía bien ensayado, no hay cosa más sencilla que esto. Uno va por la calle, una bien llena de gente, y es muy molesto, más a más si eres bajita como yo, no te dejan respirar, te llevas todos los codazos posibles y nadie te mira. Pues te desmayas y listo.

Todos se apartan de un desmayado, aunque siempre hay un par de buenas personas que te socorren, siempre hay espíritus enfermeros, creo que podría decir que el porcentaje es de diez a uno.

Cuando vayas por la calle cuenta diez personas, les preguntas qué es lo que les hubiese gustado ser, y de no serlo, uno, uno te dice que médico o enfermera, y estos son los que se lanzan, sin sacar el carnet de primeros auxilios, que lo tienen, o el broche de la Cruz Roja, que también lo tienen.

Si te desmayas en la calle para hacerte hueco, tal lo haces, te levantas, te sacudes el polvo y listo, respiras. Muy fácil este social-consejo que recomiendo a los de baja estatura.

En el pasillo de la segunda planta de mi colegio, con dos monjas locas tratando de ser enfermera y exorcista, lo del desmayo era la única salida digna.

Cierras los ojos, despacio, muy despacio, escupes el crucifijo y ladeas la cabeza… esperas un minuto y mueves lentamente un brazo, abres los ojos y preguntas con tu mejor voz “¿Qué ha pasado?”

Luego te incorporas y pones cara de asustada.

No hagáis esto que acaba mal. Si no te descubren acaban llamando a tu casa para que tus padres te vayan a buscar y en un par de días tengas que ir al médico y te líen con pruebas que no van a servir para nada. Ni se te ocurra contar la aventura a nadie, porque siempre hay idiotas que no pueden aguantar un secreto, o gente que no tiene vida propia y disfrutan de la ajena. Si por lo que sea, en el mejor momento del pseudo exorcismo se te ocurre guiñarle un ojo a tu mejor amiga, mal, te pueden pillar y supongo, solo lo supongo, la bronca será terrible.

No me pillaron, ni en esta, ni en ninguna de las otras que hice, porque una desde bien pequeña sabía que las haches no se pronuncian, salvo si eres andaluz y estás “jartá” de tanta tontería como la que te rodea.

No sé, creo que voy a empezar poniendo una jota, en honor a mi infancia que por lo menos, vista desde la distancia fue muy entretenida.

“Juntas en el tiempo, en un lugar… iban de la mano, el aburrimiento y la locura.”

ZOG, REY DE LAS ROSAS DE ALBANIA.

“Mama, quiero ser rey, rey de Albania”… esto era lo que escuchaba la madre de Zoguito todas las mañanas.

Su madre, como no quería contrariar al niño, que se cogía unos berrinches que pá que, le animaba en el asunto. Lo levantaba con cuidado para no estropear los rizos que iban empaquetados en aquellos bigudíes, cubiertos por un gorrito con puntillas. Le quitaba el camisón y lo lavaba cuidadosamente con paños calientes, para a posteriori rociarlo de polvos de talco y perfume, uno para cada parte del cuerpo, pero todos con aroma a rosa.

Rosas de Pitiminí para los pequeños hoyuelos que tenía junto a la boca, Rosas de Mongolia para los huecos detrás de las rodillas, o Rosas salvajes del Caribe para la línea que separa la nuca del pelo.

Así el pequeño Zoguito se enfrentaba a un desayuno a base de frutas y bollos machacados en su jugo, que la sirvienta vienesa le daba a la boca todas las mañanas con una cuchara de oro. No voy a contar la profusión de encajes y perlas que podía acompañar la vestimenta del chico, sería tan largo y complicado de describir que no acabaríamos en dos semanas largas y de invierno.

La familia no tenía nada que ver con la nobleza real, ni mucho menos, pero cómo quitarle al niño esa ilusión, total, solo tenían un hijo y porque no dejar que se sintiese príncipe. Ya se le pasaría cuando tuviese esa edad en la que uno deja de ser amante de sí mismo para amar a otra persona.

Todo en él era real, su paso, que más parecía un deslizamiento por losas que pusiesen los mismísimos ángeles, acompañaba la entrada en cualquier lugar, cual escenario de opera prima.

Con los años, no se cumplían sus deseos, y los berrinches se oían desde la otra punta del pueblo. Su padre vendió todo lo que tenía para que el chico marchase a la capital, Ortodoksit (Tierra de ortodontistas) y allí se hiciesen realidad sus deseos. El séquito que lo acompañó en aquel viaje se componía de doscientos de los más fornidos muchachos de la comarca, todos uniformados al modo de gala y bien adiestrados en el baile, que es muy parecido a la marcha militar pero en bonito.

Cuando lo vieron llegar en vez de pensar que era un visitante o un nuevo vecino se rindieron a sus pies, lo tomaron como un conquistador y en esas que aquel sin darse cuenta de nada y como si la cosa no fuese con él, dejó que le llamasen majestad, alteza y demás cosas de estas que van marcando lo que propiamente es un rey, aunque en este caso fuese una broma de los ortodoncios.

Un día unos desaprensivos quisieron apoderarse del país y él como persona educada que era les ofreció un almuerzo para ver sus pretensiones. Al llegar al postre no se habían puesto de acuerdo en que el país, Albania, era de los albaneses y que por mucho que Zog, ahora era ya Zog primero, quisiese, no podía complacerlos; no quería para nada, ni siquiera cuando le dijeron que podían pertenecer a un mucho más grande que tenía millones de almas dentro de sus dominios.

Zog I de Albania, a pesar de que la gente no se había enterado muy bien de que él era, sin remedio, un rey por naturaleza, se tomó muy en serio el papel y ofreció a sus invitados uno de los dulces que de la tierra eran famosos. No pudieron aguantar el olor a rosas que tenía aquella crema y ese tono verdoso que recordaba más a la deposición de una vaca que a una comida gustosa. Se lo comieron porque eran educados; fueron muriendo de a pares, hasta terminar todos tiesos y malolientes tirados en el pozo de la plaza del pueblo, que luego se taponó con piedras y cal.

Esto hizo que se dividieran las opiniones; unos se alegraban por no pertenecer a otro país y seguir siendo independientes y el resto estaban enfadados porque se quedaron sin el único pozo que proporcionaba agua clara a la ciudad.

Lo que más le gustaba al hombre, ya príncipe de los cuentos y hermosura de los jardines, era la pasta italiana y sin darse cuenta dejo que en las tierras se instalasen todos los macarronis que quisiesen. Triste decisión, poco a poco estos italianos cocineros se fueron haciendo con las recetas ancestrales de la población albanesa, por robarles, les robaron hasta los dos idiomas que hablaban y lo más terrible que podía pasar: mataron todos los rosales que allí se cultivaban.

Como esto les hacía muy desgraciados no sabían muy bien a quien culpar, la rabia les colmó y expulsaron del país a Zog y a todos sus familiares. Hizo las maletas llorando, se llevó todo aquello que le parecía debía pertenecerle, sobre todo lo que le recordaba a su estado real y se fue a Inglaterra, que es el país más amante de las rosas del mundo.

Allí vivió como en una burbuja, desentendido de lo que pasaba en su país y rencoroso, no perdonaba que le hubiesen echado. Murió en Francia, donde se trasladó pensando que le dejarían un ala de un edificio bonito, donde antaño había vivido un tal Luis. Tenía, la casa, unos jardines hermosos, llenos de rosas sin olor; no pudo ser, pero adquirió un pisito de dos habitaciones, salón comedor, esquinado y con vistas a un bello patio interior donde por suerte había un gran rosal que era primorosamente cuidado por la señora portera; una italiana a la que escupía cada vez que veía, pero ella, como buena mamma, recogía aquel escupitajo y lo echaba en el rosal. Era increíble lo bien que le venía a esta planta los jugos del real inquilino.

Murió un día de excursión en Suresnes, que es un bonito lugar cerca de Paris, famoso por la carencia de todo tipo de plantas, salvo unas rosas que no huelen, evidentemente, son de pegatinas que se usan a modo de decoración política, recuerdo de viejos encuentros. Regresó al piso por comodidad.

Hace unos días lo encontraron en la casa, allí, en estado cadavérico ha estado veinte años. Silencioso, con pago automático de los gastos, nadie, excepto la portera le echaba de menos, pero como bien dice la mujer: “Olía divinamente a rosas y no era cosa de enfadarlo, que tenía muy mal humor”

La policía ha sacado el cadáver en estado incorrupto, oliendo a la tan famosa flor; en una caja de cartón ha salido al aeropuerto camino de su querida Albania donde lo querían enterrar sin honores.

Ha sido imposible, ya desde que la caja acartonada con su cadáver llego al aeropuerto de Nënë Tereza, en la mal llamada Tirana (el nombre que le pusieron a la capital los italianos era Tarara, en honor a la canción esa que dice: “La tarara, si, la tarara, no, la tarara madre me la quedo yo”)

El país que es pequeño se ha quedado sin habla, olía primorosamente a rosas y tanto hombres como mujeres o niños se quedaban impregnados con el aroma. Tanto les ha gustado que por fin han nombrado a Zoguito, rey, solo Rey de las Rosas. Todos saben que esta era su verdadera pasión y que no hubiese cambiado por nada este título tan importante.

Descanse en paz rodeado de rosas nuestro gran monarca Zog I, rey de las Rosas de Albania.

Un regalo me hicieron.

Cinco palabras me dan, son un regalo. Solo cinco y ni una más, vaya dádiva.

Con cinco puedo decirte en la uno que te amo, en la dos que te quiero y así me sobran tres si ando romántica.

Si te odio puedo no decirte nada, y me sobra el obsequio, que para despreciar con no hablar es más que suficiente.

Me dieron cinco y me pregunto porque no me dan más, si tengo tanto que decir y con tan pocas palabras no me podré expresar.

Las palabras no son las que me hubiesen gustado, pero soy educada y con solo una puedo quedar bien, gracias.

Hay trucos y podría multiplicarlas, o quizás utilizar las cinco que fuesen una, y en sinónimos me he de perder en el dicho, para decir lo mismo en usando una.

No quiero gastarlas, así que me las guardo; voy a ver si las puedo plantar, que lo mismo si las riego se me multiplican.

El gato mudo.

Ayer hubiese sido su cumpleaños.

Ayer hubiese sido su cumpleaños, sin ser algo especial, salvo cuando hizo los cien, entonces se plantó y aceptó ser un protagonista. Le veía orondo y rojo, como se ponía él cuando le hacían agasajos; soltaba palabras que nadie entendía, recortadas, con sorna y segundas, terceras líneas, que tampoco se comprendían y daba igual porque era el viejo, el hombre más viejo del mundo.

Me conoció desde muy pequeña, y sé de buena mano que se apenó por no ser un varón, qué eran ganas de tener un chico al que poder traspasar lo aprendido y jugar a lo que juegan los hombres y solo ellos entienden. Hice de esto una apuesta y me pegué a ese hombre que me parecía raro y curioso.

Era raro porque su tez era del todo sonrosada, un tono casi blanco y a veces azul, careciendo del normal bello que tienen los cuerpos de los hombres; sus ojos eran grises como el cielo del norte, extrañamente grises y de viejo además siguieron cargándose de nubes que le impedían ver con claridad.

Conseguí que me enseñara; nunca me insultó, medía muy bien mi defecto, el ser mujer, pero esto no quitaba para que agradeciese mi empeño. Me gustaba salir a caminar con él, y me aguantaba el cansancio, me comía el bocadillo y hasta las hormigas que también querían almorzar. Me enseñó a cazar pajaritos y cangrejos, a descifrar el bosque y leer en la arena; era un indio Navajo y un basajaun enorme que manejaba el filo mejor que nadie.

El tiempo me está retirando su imagen, pero me consuelo porque lo huelo. Los pájaros enjaulados huelen a su sudor, la orilla del mar tiene aromas de su aliento y así cientos de plantas o las herramientas más pulidas, muchas cosas me huelen a él.

Todas las personas son importantes, pero unas me permiten crecer y otras no. Me enseñan cosas y se meten dentro de mí vigilando para que las lleve a cabo. Volveré a plantar por el placer de ver crecer lo verde y tendré locuras con los manzanos que darán pequeños frutos de feo aspecto a los que querer como a un perro se le quiere. El olor de las manzanas me huele a su ropa, en cambio las uvas son sus puros pies.

Me ha costado mucho descubrir esto en la distancia, en la gran distancia que da la muerte obligada, pero ahora sé que jamás tuvo un aroma propio y que nunca lo necesitó. Sus manos de escultor, me hacían juguetes que nadie más tenía, me sentía importante y querida.

La relación era de amigo, el que por mucho tiempo que pase o la distancia que se tenga, está ahí y sabes que estás, que no hay un día en que no te plantes en su cabeza y le recuerdes algo; te recuerde la vida pasada que perdura con las fragancias varias, los de la tierra misma que él tenía encima. Sé que su sangre era de mar, lo sé porque se ponía azul con el frío y rojo en las tormentas.

Nunca nadie tuvo un abuelo tan perfecto, tan excepcional. El mío ahora duerme en una meta, una de esas montañas de paja guardada, porque ese era el lugar donde le gustaba dormir rodeado de pajaritos que lo confundían con las ramas, porque a veces olía como los árboles mismos. Y lo lancé al mar para que pudiese viajar por siempre.

Aitona, Beltxa.

EL PINTOR Y LA LUNA (cuento infantil)

Miraba confusa, la niña, al pintor que mezclaba los churretones de colores en el plato.

.- Tengo sed.

Y con algo de sorpresa la miró, tomó un papel blanco y le pintó un vaso de agua azulada. Se lo ofreció pensando que la niña se daría cuenta de que él, solo era un pintor.

Antes de que pudiese hacer nada la pequeña se había tragado el papel, el vaso y la azul agua.

.- Tengo hambre.

Volvió a tomar un trozo de papel y estampó un círculo plano, como si fuese un plato, dentro pintó una papa roja, y se lo pasó sonriente.

Se la acercó y la olió. Tendió el pedazo de pliego y le dijo:

.- Está cruda, la quiero asada.

Frunció el entrecejo, esta niña no le iba a dejar pintar. La sombreó bien, recién salida del horno, incluso tenía retazos de sal y un poco de humo.

Ahora agitaba el papel, lo soplaba ligeramente. Había acertado, la papa estaba bien guisada. La sonrisa se recortó cuando vio a la chiquilla tragarse el papel, el plato y la papa.

.- Niña, eso no se come.

Siguió mezclando colores y dispuesto estaba a empezar con su lienzo cuando de nuevo la cría le pidió algo más.

.- Píntame la luna.

.- Y no te la comerás?

.- No.

Se esforzó, tomó un lienzo grande. Pintó el suelo, el cielo, la luna y una estrella que brillaba cercana. Le gustó mucho como le estaba quedando, pero aun así le preguntó a la niña si era de su gusto.

.- Sigue.

Y se esforzó más.

Tenía una bella noche, apacible, caliente, con una gran luna y una estrella brillante.

Cuando se quiso dar cuenta la niña no estaba sentada a su lado, ahora se despedía desde dentro de aquella pintura.

No salía de su asombro, pero tampoco le invadían las preguntas, era como si siempre hubiese pensado que existe la posibilidad de hacer real la pintura, tanto que se podía comer y beber, incluso irse hacía alguna estrella.

Se pintó así mismo debajo, con el brillo en la cara y un brazo agarrando el hilo invisible que hace ascender a las niñas a la luna.

Nunca más nadie la vio. Miraban el hermoso cuadro de la estrella y sentían que estaban viendo la vida misma.

Roiot, los mil soles.

 

Es la primera en la que me fijé, y es que la tengo a la vista, justo enfrente. Fue verla y enamorarme de ella, que antes ni siquiera me había molestado a ver el tipo de hoja que tiene, o esas flores que parecen ojos de lo que miran.

Es una planta descubierta, así que tendrá su buen nombre en latín, pero ahora sé que se llama Roiot, quizás no se escriba así, es que no sé pero me da que estas plantas no tienen escritura al modo que la conocemos, son más dados a ir dejando señales que dicen cosas.

Roiot, tiene singularidades dentro del mundo del arbusto, aunque no lo es del todo, pero a ella le gusta pensar que sí.

Quise hacerle un montón de preguntas, nunca me había pasado esto de poder ver y entender a las plantas, pero no quiso darme conversación, me instó a seguir “viendo” maravillas, cosa que no he dejado de hacer.

En un momento dado soltó una frase larga, dijo algo así como que nosotros, los animales tiesos, tenemos la idea de que somos diferentes unos de otros, pero que a ellas les parecíamos una panda de repetidos muy aburridos. Que las plantas podían distinguirnos, sobre todo, por el mal olor que desprendemos y que por mucho que nos pongamos perfumes no conseguíamos disimularlo. Comentó de pasada que cada tipo de planta, incluso los árboles, tenían un carácter que les hacía ser especiales, cada una de ellas a pesar de multiplicarse en réplicas eran portadoras de distintos atributos. En su caso eran conocidas, las Roiot, como portadoras del respeto, aunque a veces rozaban la impertinencia. Y dicho esto dejó de hablarme.

Es muy bella esta planta, si pudieseis ver el juego de luces que producen los rayos del sol cuando la atraviesa, os maravillaría.

 

IMG_7889 IMG_7890

 

conj1