El hombre que sudaba.

Caminaba el hombre cabizbajo, pensaba en sus cosas, esas que no le resultaban fáciles y que si bien le había propiciado tener algo de fama y mejor posición social, para él y los suyos, les había perjudicado.

Era curioso verse así, nunca se lo habría imaginado y jamás habría sido un deseo que pedir a un genio. Pero ahora, ahora lo tenía asumido y no sabía muy bien qué hacer.

Este hombre rezumaba, sudaba extrañamente.

Se levantó una mañana como otra cualquiera; medio dormido se implantó las zapatillas que esperan ser ocupadas durante toda la noche, siempre se levantaba antes que el sol; abrió la puerta de la habitación para salir al pasillo, sintió algo de frío y aceleró al cuarto de baño.

Allí tenía un pequeño calefactor que le permitía poder entonar el cuerpo, prepararse para bajar al trabajo, un quiosco pequeño con prensa, tabaco y chucherías. Poco a poco el calor le hizo darse cuenta de que el día había empezado, lo mismo que la rutina diaria.

Se quitó la chaqueta del pijama y de reojo miró al espejo para encontrar lo de todos los días, un hombre maduro. Sabía que era normal pero no podía dejar de extrañarse porque veía que cada día poseía menos pelo en la cabeza y más en el pecho, justo ahora que tenía menos posibilidades de acercarse a la playa y demostrar lo bueno que era nadando. Puso los brazos en tensión, como si fuese un forzudo, esto era casi un ritual, le hacía gracia ver esas miserables bolas que le salían y que le producían risa, la risa personal, la que nadie te induce, es toda tuya, tú mismo eres el chiste y el que ríe con él. Pero hoy, hoy se vio unos pequeños ronchones en los sobacos, no les dio mucha importancia, es posible que fuese alguna nueva reacción a la tinta de las revistas que le daba picor, o quizás a alguno de esos caramelos que solía probar. Su mujer no paraba de reñirle por esto, pero no podía evitarlo. Cada vez que un niño se acercaba y hacía un comentario sobre tal o cual dulce, se le salivaba la boca y sin dudarlo se abalanzaba hacía la caja y degustaba aquel pequeño manjar.

Lo que más le gustaba del aseo diario era el cepillado de los dientes, la limpieza de la boca le importaba poco, pero eso de empezar el día con un sabor a menta le agradaba y lo dejaba para el final, incluso después de haberse medio bañado en colonia.

Notó algo raro en los sobacos, algo frío le produjo sorpresa, pero no fue hasta que terminó lo de la boca que se miró a ver que era aquello.

Una pasta blancuzca, fina, un poco pegajosa salía de su piel; la toco con el dedo y se la acercó a la nariz solo por si esto le daba algún dato de que podía ser ese sudor espeso. Olía como… igual que la pasta de dientes, tanto era así que se la acercó a la boca, sabía a dentífrico, exactamente a lo mismo que acababa de usar. No se lo pensó mucho, se limpió y volvió a ponerse el pijama, apagó la estufilla, la luz, tomó aire y regresó al cuarto para seguir vistiéndose, para disfrazarse de eso que era durante todo el día, un quiosquero simpático que vendía tabaco y caramelos.

Este fue el inicio, ya lo había contado doce veces a los médicos que no hacían más que importunarle. Le habían sacado tanta sangre que podían rellenar un muerto, y pruebas, las malditas pruebas le tenían medio bobo. Hoy había tocado algo sencillo; en ayunas pis y luego un frotado, como en las películas, con un bastoncito raro le querían mirar el genoma. Muestras de pelo, de heces, de uñas, de piel, de todo lo que se pudiese sacar, algo que les contase qué era lo que le pasaba.

Ya no aguantaba más. Maldecía la hora en que los suyos, los vecinos y los clientes le habían visto sudar. Hasta la televisión había ido a retratarle, que esto le hizo gracia, sí, pero ahora lo gracioso se había convertido en un asco.  Ya no podía pensar en nada, hacía esfuerzos increíbles para mantener su mente en blanco, cosa imposible del todo, porque aquel don, se había convertido en una desgracia y eso que no había dicho todo lo que podía llegar a conseguir, no fuese que al final se lo llevasen a un centro de esos donde tienen a los que poseen algún poder que sirva para las Fuerzas Armadas.

Recuerda la primera vez y poco más, fue caminando de sorpresa en sorpresa y tuvo que disimular unos días para que su mujer no se diese cuenta. Todo el tiempo llevaba la camisa manchada, claro que para que no se le notase se ponía una chaqueta, la que usaba por las mañanas cuando colocaba la prensa, luego dentro del habitáculo no la necesitaba porque allí tenía un pequeño calefactor.

Ahora sudaba casi por cualquier motivo, como si las situaciones le estresasen tanto que no hubiese otra que calentarse y sudar. Si andaba nervioso, cosa que ahora era lo normal, sudaba y empezaba el martirio.

El primer día sudó pasta de dientes, café con leche, tinta de titulares, chicle de fresa y una cosa espesa maloliente que identificaba con su cuñado, el que fue a sustituirle cuando él se marchó a casa a meterse en la cama, porque eso, eso no era normal.

A él y a la mujer les dijo que se encontraba mareado, incluso ella pensó que era una enfermedad rara porque olía mal. En la cama quería dormir y no lo conseguía. Recordó que en algún lugar había unas pastillas que le vendrían bien para la ocasión, en un segundo encontró tres o cuatro debajo de cada sobaco. Las colocó en la palma de la mano, las miró y se comió una, así sin pensar, casi sabiendo lo que hacía o sin saber, pero se quedó dormido al instante.

Desde ese día las cosas habían ido de mejor a mal. Primero ensayó a ver como se daba la circunstancia y poco a poco fue mejorando el sudor. Para poder ir al trabajo se vestía con ropa muy fina y ligera, lo que le ocasionó un resfriado constante. No encendía la estufa, no se ponía cerca de una fuente de calor y solo esas veces en que se sulfuraba era cuando ocurría el milagro. Para él aquello siempre fue algo milagroso, casi mejor que lo que decía el de la frutería que le había dado por contar que los marcianos lo habían abducido, cosa paranormal, decía, y muy normal no era. Había buscado en internet a ver si esto le pasaba a otras personas, pero ni siquiera tenía un nombre, una triste referencia en alguna novela de ciencia ficción. Estaba visto que no había otro igual.

La mujer insistía para que fuese a ver un doctor, la suegra que fuese al cura y todos los que le conocían esperaban poder ver el milagro para decirle donde tenía que ir.

El día que más se asombró fue cuando contaba la recaudación y se dio cuenta de que había bajado la venta. Los clientes se acercaban, lo miraban, le preguntaban por lo suyo, pero no le hacían gasto. Las madres no dejaban a los niños que se acercasen no fuese algo contagioso y el salario empezó a verse perjudicado por aquella cosa extraña que le pasaba.

Se puso nervioso pensando en las deudas y cómo iban a pagarlas y dijo para sí: Bien podía sudar oro… Dicho y hecho, le rebosaron en la sobaquera unas pepitas del tamaño de una lenteja, media docena o así. Se puso tan contento que hizo algo que luego lamentaría, se lo dijo a su mujer, lo que fue causa de no más de un disgusto, hasta que ella, mujer lista que era, se las ingeniaba para que sudase cosas valiosas.

Primero le ponía delante algún catálogo de joyas, mucho oro y piedras preciosas, luego subía la calefacción al máximo y disimuladamente se le insinuaba. Movía las caderas, se agachaba para mostrar el buen culo que tenía, o se estiraba las medías de una manera que nunca antes había hecho. Y él caía como un tonto.  En esas ella le decía lo bella que podía estar con unos diamantes, que todo el mundo sabe que son para siempre, menos en esta casa, que eran para un joyero de la calle Mayor que había hecho migas con la susodicha.

Y él venga a sudar pequeñas piezas, casi siempre con formas irregulares, hasta que le puso delante un cartel con las tallas más hermosas de los cristales y por fin empezaron a tener lo suficiente para dejar al cuñado encargarse del negocio y empezar a zascandilear como nuevos ricos.

Cuando llegó la televisión no le pilló por sorpresa, ya los vecinos andaban en envidias y maldecires, y uno que tenía un amigo en un periódico le fue con el cuento del don que poseía y aquel llegó a hacer el reportaje del hombre que sudaba lo que quería.

A esas alturas se había vuelto casi loco. Se levantaba tarde y en el baño no necesitaba nada, solo con pensarlo podía sacar de los sobacos la mejor de las colonias y el sabor más mentolado de una buena pasta de dientes. Allí mirándose al espejo se dio cuenta de que había algo que no podía sudar, la belleza, por ejemplo, o el amor, o la sonrisa… estas cosas no se sudaban.

Una tarde se presentó en la casa su hermana, acababa de tener un bebe y quería que lo conociese. Lo miró con cariño, lo acunó y esperaba que de sus axilas rezumase algo similar a la ternura que le propiciaba la criatura. Nada, no salió nada, pero al rato cuando por fin el crío hizo lo que hacen todos los críos, sobre todo si han comido bien, supo que no era cosa de amor, que la mierda de niño huele bien solo para la madre y para el resto no deja de ser caca. Se rieron de aquel sudor inapropiado, pocas veces esta desgracia suya le había producido tanta risa.

Ya no se le hacía raro sudar lo que quisiese, incluso a veces como era muy buena persona había intentado ayudar a los demás, pero no daba buen resultado. El oro que en lentejas podía repartir a los pobres no era bien recibido, lo que querían era dinero y su mujer no estaba dispuesta a repartir con nadie y eso que ya se había hecho con una pequeña fortuna.

Después de lo de la tele vinieron los científicos, muchos personajes de todo tipo se le acercaban, y casi le agradecía, a ella, que no les dejase pasar. Solo después de que una firma farmacéutica suiza le asegurase un pellizco y apareciesen con un contrato donde le darían una pensión para el resto de su vida, le animó a mirar aquello.

El lo que hubiese deseado era terminar de una vez con aquel modo de vivir, echaba de menos el quiosco, la prensa, los caramelos… incluso había empezado a fumar, cosa que camuflaba bien porque acababa oliendo a otra cosa.

Aquellos suizos se lo llevaron a un laboratorio donde le hicieron mil pruebas, muchas hasta dolorosas y algunas denigrantes, pero aguantó, solo quería saber que era lo que le pasaba y como podía hacer para pararlo.

Cuando terminaron sin saber nada de nada, lo mandaron a su casa y ya no tenía mujer, ni nada de todo aquello que ella había comprado. Se había ido con el joyero  y ahora era una señora a la que no le hacía falta que su marido sudase.

Llegaron más científicos y desde suiza mandaron un abogado para comunicarle que de dejar a otros meterse a investigar el contrato se rompería y no habría pensión, ni nada parecido. Habló con un pasante amigo y supo lo que tenía que hacer. Vio llegar a su mujer llorando para que no hiciese locuras, que la iba a dejar en la calle.

Se lanzó al ataque de las mediciones, de los simposios donde se discutía su caso, todo lo más ruidoso posible para que esa guarra que le había dejado se fuese a la ruina. Ella quiso volver, pero él ya no estaba por la labor.

El final fue apoteósico.

Allí llorando, pidiendo el perdón, encendió la estufa, la puso a tope, quería sudar lo que nunca… pero tuvo mala suerte, pensó en ella y solo se le ocurrió una frase brillante: “¡Eres un clavo en el culo!” y eso fue lo que le salió, un par de clavos bien grandes. Le dio uno y el otro se lo guardó de recuerdo, ese era el remanente de toda aquella maldita historia que le pasaba y que había terminado con su vida, la normal, la que él recordaba y deseaba.

No sabía qué hacer con su vida, con su don, si a esto se le podía llamar don. Había sudado oro, medicinas, caramelos y clavos, pero ya no aguantaba más. Había perdido el modo de ganarse la vida, la manera esa en que todos hacen lo normal y se quejan porque desearían tener otras cosas, sin darse cuenta de que no todo lo que se desea te hace feliz.

Estaba aburrido porque ya no le quedaba nada por lo que sentirse útil. Echaba de menos los dulces y la pequeña envidia que le daban los niños cuando los consumían.

Sudó un caramelito pequeño, de color verde que esperaba fuese menta. Se lo comió y descubrió un sabor espectacular, reconoció la dulzura de la amargura, supo que el desamor tiene sabor y que la desgracia o la envidia se pueden solidificar. No llegó al portal, allí tirado se quedó el hombre que sudaba cosas y nunca nadie supo el cómo ni el porqué le había pasado esto.

La hermana mandó que lo enterrasen en una fosa común, nunca le había perdonado que al mirar a su pequeño no hubiese sudado un collar de perlas. Lo singular es que ya todos lo han olvidado, pero cuando alguien sin familia se acerca a estas fosas, en honor a los desconocidos, puede oler las mejores flores que jamás se dieron en cementerio alguno y es singular el que cada uno las huele según sus gustos.

UN GRUPO DE ESPAÑOLES HACE FUROR EN LONDRES.

Cinco jóvenes españoles se encontraron en las calles de Londres; solo uno de ellos tenía un trabajo de limpiador en un hotel a cambio de la comida y la cama, el resto llevaban días buscando un trabajo o una salida. De los cinco, dos tienen una licenciatura y los otros,  grados altos de la Formación Profesional, pero esto no les da más oportunidades en un mercado laboral de trabajos “normales”

Se encontraron en uno de esos parques donde los que trabajan quedan para almorzar. Son buenos lugares para contactar con otros españoles a ver si ellos saben de algún trabajo. Se hicieron amigos y a los pocos días ya tenían pensado un negocio que a todas vistas era una locura.
En los pocos meses que lleva en marcha la idea les ha dado para alquilar una casa donde viven juntos y tienen la oficina, que solo es un teléfono y un ordenador.
Les preguntamos cómo fue que apareció esta buena idea.
Pedro Pérez.- “Un día pensamos que lo de la necesidad de buscar trabajo nos estaba privando de ver la ciudad; no éramos turistas, pero tampoco era cosa de volverse a España sin haber disfrutado un poco de la experiencia. Alguno ya pensaba regresar.”
Luis Gómez.- “ Sí, nos pasamos unas tardes visitando museos, que aquí son gratis. Estuvo bien, por lo menos pudimos mandar fotos a las familias y en algo se les pasaba la angustia de vernos casi sin dinero ni para comer. Una mañana de fiesta nos acercamos a uno de los lugares más fotografiados de Londres: Abbey Road.”
Miles de personas acuden allí cada día para hacerse la consabida fotografía pasando por el mítico paso de cebra.
Francisco Gil.- “ Estábamos allí mirando tanta gente y empezamos a decir cosas como: ¡Podríamos montar una churrería y nos hacemos de oro! Y en esas andábamos que se nos acercó un grupo de señoras y nos pidieron que les hiciésemos la foto cruzando, eran seis mujeres de Bélgica.
Primero hicimos a todas, luego de a cuatro  y como quedaban dos separadas se acercaron a nosotros para pedirnos que cubriésemos el cupo para ser un buen conjunto. Una de ellas no paraba de decir que Luis se parecía mucho a Ringo y que yo era igual que Paul.”
Pues sí, os parecéis mucho, pero todos. Sois clavaditos.
Pedro Pérez.- “Bueno ahora nos parecemos más, adrede. Ese día nos pasó algo parecido con un chico oriental, también decía que nos parecíamos y con una pareja de Cuenca.”
Francisco Gil.- “ Al medio día, mientras almorzábamos gratis en una iglesia de la calle (en Londres si miras bien, hay muchos lugares donde dan de comer gratis, aunque sea un té con galletas) Hacíamos bromas sobre lo que nos había pasado y se nos ocurrió la idea.
Llevamos tres meses ofreciendo los servicios por Internet y estamos allí todas las mañanas.
La gente nos llama o contacta con nosotros por la web y quedamos para hacernos fotos con ellos en el Paso Cebra de los Beatles. Rellenamos los huecos que faltan o nos ponemos los cuatro y el cliente. Se llevan el recuerdo imaginado de que cruzaron con ellos. Enrique es el fotógrafo, ¡es el más feo!”
Todos ríen la ocurrencia y es Enrique Rodríguez el que habla ahora.
Enrique Rodríguez.- “ Yo me quedo en el cruce y o bien saco fotos con las mismas cámaras de los clientes o bien con la mía y luego se la enviamos por mail.
Al principio no teníamos ni cámaras, solo usábamos las de ellos. Ni ropa, ni unas tristes gafas de Lennon. Nos volvimos locos buscando en los mercadillos y tiendas de ropa usada la que nos podía servir.
Ahora les mandamos el archivo con las fotos, y en caso de que lo prefieran les enviamos las fotos en papel, en buen tamaño, esto nos lo piden mucho.”
Francisco se ríe. A él le toca ir descalzo y se muere de frío.
Todos están muy contentos por haber encontrado un buen negocio para hacer en Londres. Lamentan que no sea en su propio país, junto a sus familias y me recuerdan que no debo dar una sensación de que están de vacaciones, porque no lo están. Hay días que trabajan sin parar ni para comer.
Estos muchachos son un ejemplo de lo que son nuestros jóvenes, pero la mayoría están aquí, con buenos estudios y sobradamente preparados, trabajando en esos trabajos que a principio de los dos mil, en España, se decía que nadie de nosotros quería hacer. Una soberana estupidez que ha quedado demostrado era falsa y ridícula. Si las cosas se vienen de cara, aquí estamos para sacar lo mejor de ellas, lo llevamos en la sangre.
Me despido no sin antes quedar con ellos para que sean los mismísimos Beatles españoles los que me acompañen en mi foto del Paso de Cebra de Abbey Road.
Londres, 04/11/2013
María de Estandor Vda. De Ambielle Sabadié
Para CNN.
(Quede claro que esto es una entrada literaria, un desajuste mental del autor, que hoy tenía el día bueno)

Una Historia muy fina…

Era una Historia muy fina, bien plantá. Tenía aires de señora antigua pero lo disimulaba bien, supongo que por la cantidad de retoques que le habían hecho a lo largo de los años. No me la imaginaba así, contenta, como con cierta chulería solo por existir.

Me recibió bien, en el saloncito ése donde comparte con otras historias la alegría de ser usadas. Nos acomodamos al lado de un gran ventanal y me indicó si quería tomar un marca páginas, a lo que le dije que no, que solo tomaría unas notas y que no se preocupase por mí, que había traído todo lo necesario de casa.

Cuando el editor me comentó que era el momento de hacer una entrevista en profundidad a una Historia me quedé helado. No era por dificultad en el contenido ¡había tanto que preguntar! Era más bien por no saber con cuál quedarme, son innumerables las posibilidades y de no acertar con una que quisiese hablar claro, era posible que acabase siendo una entrada más, pudiendo tirar a la prensa del corazón o a la de economía, según el caso. Me decanté por una de las grandes, una de ésas que se usan en las universidades como texto educativo y que todos aplauden, más por viejas que por verdaderas. Además solo era un tomo, muy relleno, casi exuberante, incluso tenía algunas figuras que delataban el contenido.

Hay Historias que lo quieren todo, explicar y mostrar. Ésta era una de ésas, por eso la escogí de entre millares; también porque se supone que contenía el cuento más real jamás contado, y esto era un grado superior.

Se quedó mirando por la ventana unos instantes, como intentando reconocer lo que allí se mostraba y al poco, se giró y dijo:

.- ¡Oh! ¡Perdón, me he abstraído! Pocas veces puedo hacer esto, ver en qué os habéis convertido.”

Sonreí como se sonríe a solas, casi imperceptiblemente, en modo a la caricia que se cree que se hará a un cuerpo como aquél.

Comencemos, dije mirando mis notas con las preguntas que traía preparadas, intentando no parecer un primerizo.

. – ¿Es feliz?

. – Sí ¿por qué no iba a serlo?

.- No sé, después de tantos años y tantos cambios…

.- ¡Ah, no! Años muchos, un ciento ya, pero cambios… Al principio me molestaba cuando llegaba mi padre y volvía a retocarme, me añadía cosas, me giraba, incluso hubo una vez que borró algo que había escrito con vehemencia. No me molestaba, eso era un decir que, como Historia, tenía vida. Me sentía bien sabiendo que era el único modo de contar y que al ser mi padre tan famoso y bien considerado, todos darían por buenas mis premisas.

Me educaron en el poder de la palabra; la imaginaba mirando una imagen con valor; la suponía poderosa, contundente, inamovible, hasta que me di cuenta de que siendo palabra me llevaba el viento, o aquellos oídos llenos de cera hecha con perjuicios de otras culturas que no eran la mía. Así repleta, cómoda en el papel, sigo siendo feliz.

.- No siempre fue así…

.- No, claro! A veces salía del estante y me llevaban a otros lugares. Estuve en manos de revolucionarios… si yo te contase…

.- Por favor, cuéntemelo. Soy todo oídos.

.- Eso, eso era lo que eran, oídos, pero sordos. De la lectura sosegada pasé al que se pasó toda una noche tomando apuntes de mis letras y al día siguiente acabamos en una calle con muchas personas que escuchaban atentos. Ese hombre había dado cien vueltas a mi historia personal, y eso no se hace. Tampoco era muy cortés, me tenía asida por una mano y me enarbolaba enfadado. Los que escuchaban hacían ruidos con las palmas y gritaban consignas. Lo pasé mal, seguía mareada cuando me colocaron en la balda.

A veces me llevaban a la universidad, y esto era otra cosa. Por lo general me venía a buscar un muchacho, y cuando llegaba veía a mi hermanos en manos de otros, pero este chico era especial. Mientras los demás tenían malos modos, poco cuidado, para éste, yo representaba algo, era la Historia y se notaba que me apreciaba. A veces sentía la caricia de sus dedos en el lomo o me estremecía cuando me tocaba con uno húmedo. Creo que me enamoré de él y eso que, en la clase, frente a los demás muchachos y el profesor, le notaba disgustado con algo de lo que me había leído. No me importaba. Muchas veces, en la intimidad, me solía hablar; reafirmaba o negaba, dudaba de lo que decía y esto, esto sí que me hacía emocionarme. Pocas veces he sentido lo mismo.

.- Desde la primera edición ¿han cambiado mucho las cosas?

.- ¡Vaya que sí! Ha cambiado el mundo y la manera de recordar lo que fuimos. Hay un tomo pequeño a mi lado que siempre está intentando sonsacarme. Es una especie de recopilatorio de mis mejores frases, analizadas desde otro punto de vista. No me gusta. No sé si lo que cuento era la realidad o solo un espejismo, pero creo que tengo fama de certera. Cuando le pregunté si me había leído me dijo que no entera, solo algunas partes, y que con esto le bastaba para saber de qué color eran mis ideas. ¡Mezquino! A veces hago esfuerzos y le empujo hacía atrás para que nadie lo vea y no pueda contaminarse con este pequeño falso rebelde.

Como todas las buenas historias, con los años he cambiado. Crezco, mejor dicho, engordo y por mucho que haga no puedo remediar atraer grasas culturales de todo tipo. Empecé con unas páginas correctas, una medida estupenda. Mis tipos salieron de la imprenta con buen tamaño, facilitando la lectura, pero luego, a medida que pasaban los años y con las ampliaciones, mi letra se redujo, me quitaron parte del prólogo y un ciento de asteriscos, ya no importaban las aclaraciones del autor. Me comentaron que de ellas se hizo otro volumen, pero aquí no llegó. Era la época de la triste guerra, años de mucho miedo y poco uso.

.- ¿Qué supuso para sus coetáneos y para usted misma la contienda?

.- Un autentico horror. La oscuridad llegó un día sin avisar y solo el polvo nos vino a visitar durante más de una década, dos.

Una tarde escuchamos ruidos desagradables, hombres que gritaban proclamas revolucionarias. Un grupo abrió las puertas y pude escuchar cómo hablaban entre ellos. Querían salvarnos a todos, pero era imposible. Nos pusimos a temblar, y de no ser porque en la calle había mucho estruendo se hubiesen dado cuenta de que éramos nosotros. Tomaron algunos tomos de los estantes y los metieron en bolsas. Cuando estaban a punto de llegar a mi sección, el que lo iba a hacer se paró en seco. Dijo algo como que la historia era mejor no tocarla y pasó de largo.

Al rato quitaron los portones que separan la estancia con el pasillo, bloquearon las ventanas con maderas clavadas, y empezaron a colocar ladrillos con cemento. Nos quedamos poco a poco en una oscuridad total, en silencio, esperando ver si alguno podía escuchar un porqué de ese encierro. Y así nos acompañó el vacío maldito durante una par de décadas.

.- ¿Y ustedes, se durmieron?

.- No, qué va! Eso es lo que la gente piensa, que los libros duermen cuando nadie los lee. Nada más lejos de la realidad. Nosotros nos descubrimos a otros tomos. De tanto llevar siempre la misma historia nos la sabemos de memoria y nos encanta contarla. La relatamos bajito, con buen tono, que es como de deberían relatar las historias. Pero siempre los hay que dentro llevan cuentos y no pueden dejar de hacer ruiditos explicativos. Las aventuras son lo peor para esto, se empeñan en hacer una retrasmisión de todos los capítulos. ¡Ni que fuésemos tontos! Somos la Cultura con mayúsculas y eso nos viene en el lote. Guardamos las palabras pero como la voz… ésa que tiene el poder de atraer al que escucha; hay momentos en que me rindo ante esto. Lástima que no posean una buena memoria, ustedes son toscos con los recuerdos, los remueven por el corazón, la malicia o simplemente la imaginación.

Es justo decir que en este tiempo me di cuenta de que no hay que estar tan orgullosos. Hubo una época en que las gentes no tenían el modo de hacer este tipo de formato, el libro. Fue muy curioso saber de otros modos de comunicación e imaginar cómo sería si me hubiesen escrito en papiros o en una piedra como la Roseta esa. Esto nos bajo un poco los humos.

.- ¿Qué sintió cuando por fin derribaron el muro?

Felicidad. Creo que es la única palabra posible. Por fin volvimos a escuchar ruidos y golpes, cosa que nos sacó del sopor en el que vivíamos. Llegaron aquellos tipos con sus mazas y fueron limpiando de escombros la estancia. Retiraron las tablas y la luz nos cegó.

¡Qué alegría teníamos todos! Sin duda fue un gran momento en la biblioteca.

Llegaron los encargados. Nada que ver con los antiguos guardianes que siempre eran viejitos serios de mirada severa. Estos tenían lozanía, como poseídos por un espíritu superior. Quitaron el polvo y nos bajaron de los estantes. La tarea consistía en volver a clasificarnos e ir colocándonos de nuevo.

Lo que parecía una fiesta un poco impúdica, ya que nos sobaban demasiado, se convirtió en un susto amarga vidas. Esos muchachos clasificaban los tomos por algo que nos extrañó a todos: decentes o indecentes. Miraba los montones que estaban haciendo y sentía tristeza. La cultura nunca es indecente. Sé que muchos de aquellos compañeros acabaron en un sótano y dieron gracias, en otros lugares los estaban quemando. A mí me miraron con sorna, pero dijeron que mi padre había aprendido la lección y que me dejaban en el sitio para poder cambiarme por una nueva edición.

La felicidad del principio se había convertido en un miedo terrible.

.- ¿Se salvó?

.- ¡Claro! ¿No me ves?

.- Perdón, quiero decir… ¿Qué pasó para que no cambiasen la edición?

No sé. La verdad es que creo que estos incultos tuvieron que modificar demasiadas cosas y no terminaron a tiempo. Pasaron los años y me iban cambiando de piso. Cada vez me alejaba más de las estanterías centrales, ésas que están a la altura de los ojos y que dicen que somos los más leídos.

Pasaron muchos años, muchos, hasta que hubo una nueva reforma. Nos sacaron a todos de la sala metidos en cajas secas y nos dejaron en las escaleras, por los pasillos, esperando. Llegaron obreros que parecían recién estrenados de lo bien vestidos que venían, sacaban máquinas, planos, pinturas de colores frescos…, nunca lo hubiese imaginado, la reforma era total.

Una vez terminada la obra nos volvieron a meter en la estancia. No puedo describir lo que pude sentir en ese momento. Solo diré que se hizo la luz. Una estancia clara, con estantes amplios, incluso había unas escaleras al servicio del público para llegar a los lugares más altos. Pude ver las viejas pinturas limpias, realzadas; ellas también son como libros, sin palabras, que cuentan cosas.

Un par de mesas enormes con muchas lámparas permitían que nos posásemos a gusto. A la entrada un pequeño mostrador al lado de unas pantallas antecedía a un espacio con sillones, como si quisiese decir que uno estaba en su casa. Por una vez sentí que este lugar se abría para todos sin distinción.

.- ¿En este momento dieron prioridad a los lectores y se la quitaron a los libros?

.- Para nada. Esas personas sabían muy bien que nosotros no somos nada sin ellos, pero por una vez, alguien daba importancia a la comodidad. Puede ser que la cosa resultase un poco frívola, pero a esas alturas de la vida no podíamos quejarnos. La gente empezó a llegar de una manera mucho más fluida. Allí se mezclaban jóvenes y maduros, miraban las pantallas, que supe eran máquinas que guardaban la prensa en unos pequeños rollos, microfilms, una cosa muy limpia y parecía cómoda. Lo que no quitaba para que siempre hubiese prensa y revistas a disposición de todos.

Los que nos dejaron de visitar fueron los viejos; se ve que no les gustó aquella luz, todo lo más se acercaban a reclamar algún libro y salir corriendo. Era muy extraño verles rezongar por todo. Se enfadaban exageradamente con los muchachos de pelo largo o con las minifaldas de las chicas. Pensaba que habían leído mucho, pero no les debía de servir de nada. Leer no es sinónimo de saber, no sirve de nada si no comprendes lo leído.

Te da paciencia leer. Es un acto voluntario que exige que le dediques toda la atención. Cuando abres un libro pasas a un mundo diferente, eres parte de las historias, y da igual dónde te coloques, puedes ser el que mira o el amigo del escritor, casi como si le escuchases y te pide la misma paciencia que tienes cuando otro te cuenta algo. Es expectación, y cada vez que giras una página avanzas, te haces mayor.

.- En estos años, los lectores ¿por qué se decantaban?

Oh! Amigo, esto era lo más curioso. Los jóvenes estaban ávidos por leer las viejas historias de la Historia. Los libros ésos de los clásicos que son tan sesudos. Algunos habían desaparecido, pero muchos, los que antaño casi no se tocaban, ahora tenían las tapas sobadas y las hojas desgastadas. Por las noches se jactaban de las manchas conseguidas y no había quien aguantase cuando alguien los había subrayado, como si esto fuese importante. A mí también me tomaban y se juntaban en las tabernas y casinos para charlar sobre lecturas vividas. Nos movimos mucho en esos días.

Los adultos pedían novelas nuevas, de escritores populares, ésos que llegaban en cuadrilla. Lo normal era que los tomos viniesen solos, venían repetidos, tres o cuatro y enseguida eran rescatados para el reparto.

De mí decían que tenía mucho escrito entre líneas, cosa que nunca supe muy bien lo que quería decir, por más que me miro, tengo lo que tengo, aunque temo que cuando no gusta lo que pone, es fácil pensar que la idea es otra.

.- Y eso… ¿cambió?

.- Sí. Poco a poco llegaron más libros y paradójicamente los lectores eran menos. No lo pude entender. Unos decían que la televisión hacía mucho daño, que los lectores preferían que les contasen las historias en modo teatro, con los personajes vivos, los paisajes…, alguno había escuchado que a ese trasto solo le faltaba un poco de color. Algunos compañeros hacía tiempo que se vanagloriaban de tener hecha la película de su contenido, pero lamentaban las perdidas en el trueque y que eso, que parecía un buen reclamo para incitar a la lectura, se había convertido en un vicio que se daba a la vagancia.

Algunas personas, por lo que me contaban, decían cosas como que el libro era mejor, pero no lo notábamos, no venían a comprobarlo. Un tomo descarado, muy elitista, sobre decoración decía que ahora la gente tenía sus propias bibliotecas en las casas, nos enseñaba las fotos y no me parecía a mí que aquello fuese muy dado a la tranquilidad de la lectura, además curioso era ver que nos colocaban en lo alto, justo encima del aparato aquel que ahora los tenía tan embobados.

Lo que llegaba más a menudo eran muchachos con sus propios libros de estudio y solo utilizaban las mesas o algunos de temas concretos. En estos días fui bastante reclamada, pero solo para mirar el índice y degustar algunos capítulos. Tuve un calendario entre la 136 y la 137 durante dos años.

.- Sería muy aburrido…

.- A veces, quizás más cuando no había exámenes. Incluso algunos nos tomaban por una hora o menos. Habían puesto un horrible aparato en la planta baja, una fotocopiadora que me recordaba mucho a esas primeras máquinas de la medicina moderna. Te abrían sin cuidado alguno, te tumbaban y por un lado sacaban una hoja con muy mala impresión, era como hacerte fotos. No nos gustó nunca esto. Los libros no se deben copiar de esta manera tan miserable; te obligan a perder el pudor.

Llevábamos un buen rato charlando y mientras ella, la Historia, tomaba aliento y resplandecía con los últimos rayos de sol que entraban por el ventanal, eché un vistazo a mi alrededor.

Era curiosa la diversidad del lugar. Estábamos rodeados de personas con distintos rasgos étnicos y no todas hacían lo mismo. En un rincón dormitaba un chico de color abrazado a un libro de viajes; un poco más allá, dos chiquillas de no más quince años se afanaban por escribir en sus móviles. Se mostraban los comentarios y se hacían fotos rodeadas de libros. Una de ellas tenía delante una edición de Romeo y Julieta, y por el pósit que salía de entre las páginas debía de tener interés, ya casi lo había terminado. La otra solo manejaba el aparato, con una destreza envidiable. Ésta era su manera de comunicarse, sin duda. Me miró y no conseguí ni una pequeña sonrisa. Estoy seguro que de haberle mandado un SMS me habría contestado amablemente con ese lenguaje difícil de entender que usan ahora.

En la mesa alargada, al otro lado de la sala, estaban tres chicos estudiando y no parecían muy interesados en otras cosas. Más cercana, una mujer entrada en años tomaba notas de tres o cuatro libros abiertos por la mesa. Habían puesto unos asientos individuales un tanto extraños. Pensé que no debían de ser para maduritos; sentarse, casi arrullarse allí era fácil, lo malo parecía el levantarse. Un chico llevaba ya un par de horas cambiando posturas y devorando un tomo de tapa blanda de Terry Pratchett. Seguramente le interesaba lo fantástico.

Ya no estaba la máquina de microfilms, ahora en la pared que deja libre el ventanal hay una fila de ordenadores. Todos ocupados y en pleno rendimiento. Una impresora silenciosa trabajaba sacando papeles a color. No eran páginas de libro, eran otro tipo de páginas, las webs. Pensé en que los ordenadores habían hecho mucho daño al gusto de leer con un objeto casi vivo entre las manos.

Ahora los visitantes de la biblioteca son clientes que muestran una tarjeta que parece de un banco.

Uno de ellos hace un poco de ruido al dejar su bolsa en el suelo y consigue que Historia me preste atención.

.- Sé lo que estás pensando. Me han llegado noticias.

.- ¡Vaya! – dije –  eres un libro de adivinaciones…

.- Eso es lo que piensas. ¿Cómo nos ha sentado estos nuevos trastos que han aparecido?

.- Sí, creo que esa era mi siguiente pregunta.

.- Con el tiempo empezamos a estar bastante solos. Ya te comenté que la gente quería poseernos y no tener que devolvernos. Muchos decían que eran buenos tiempos. A mí no me parece que lo fuesen. Los libros estancados se aburren y cuando pagas mucho por ellos los quieres tener por siempre en tu casa. Empieza una extraña campaña por ver qué vecino tiene más y equiparan la cultura que tengas por los tomos que posees. Cosa estúpida de la vida el querer aparentar.

Nunca hubo un lugar más dado a la igualdad que una biblioteca. Todos pueden venir y tomar eso que desean, disfrutarlo y tener la ventaja de que otros te lo han de guardar, para que siempre esté a tu disposición.

.- ¡Hombre! Si esto fuese así, no podrían vivir los escritores, los editores, los impresores y desde luego, los libreros.

.- No creas, el mundo está lleno de gente ávida por culturizarse. Todos desean estar acompañados por este olor tan nuestro. Una página con dedicatoria, una firma de autor…., un libro es el regalo perfecto. Hay gente que tiene más joyas que libros y esto no les hace más felices. Conocí una mujer que venía y se sentaba ahí donde estás, siempre leía el mismo libro, una y otra vez. Era de las que hablaban con él. Por lo que me pude enterar, ese mismo libro lo regalaba siempre. Era la única cosa con la que obsequiaba a sus conocidos. No sé qué le encontraba a un tocho romántico que acababa bien, como todos. Pienso que de tanto leerlo ella vivía aquella historia de amor, no llegué a enterarme.

Me cuentan que con esos ordenadores la gente tiene a mano mucha información, que todos los libros de todos los tiempos los puedes encontrar allí dentro. No lo entiendo muy bien, debe ser algo como los microfilms aquellos.

.- No, es distinto. El lenguaje es diferente, ésos hablan con ceros y unos.

Esto lo dije un poco para ver cómo reaccionaba. Suspiró.

.- No sé de qué nuevo lenguaje me hablas, pero veo que es como lo que contaban de la televisión, pero mucho mejor. A veces se traen unos que no abultan más que La Ilíada y no solo pueden escribir en eso, además se les ve muy interesados, leen, ven escenas, conocen a los autores. O el arte que llega a todos, ya no hace falta verlo en una lámina.

No veo muy bien desde mi estante pero cuando coincide que se sientan justo debajo de mí, les veo disfrutar. Creo que comparten cosas y son felices. Ésos que llegan con los aparatos suelen hacer gesto de cansados. Se levantan, miran los libros, los tocan con reverencia, como si nosotros fuésemos importantes. A veces sacan uno y se lo acercan a la nariz, creo que eso lo echan de menos.

Una noche estuvimos hablando con algunos de los volúmenes científicos, ellos siempre lo saben todo. Contaron la historia de cómo habéis llegado a esto. Me gustó la parte en que alguien nos ha recopilado, o la que ahora los amantes de la cultura tienen casilleros donde colocarse y que da igual el lugar en el que habites o te encuentres, que todo lo tienes a mano.

Yo debo de estar por algún lado. No sé si soy muy buscada pero estoy. Alguno dice que a mi edad ya no me quieren piratear y no lo entiendo muy bien, aquí solo hay tres o cuatro libros de eso, de piratas.

Me reí por la ocurrencia y le expliqué lo que era internet y los piratas. Creo que me dijo que eso era una analogía de ocho o nueve novelas que había escuchado en su juventud.

Hice la última pregunta.

.- Los libros ¿leen?

.- ¿Estás de guasa? Los libros no sabemos leer, solo vemos historias, formas, caudales de cultura que nos rodean. Los libros no sufrimos por los nuevos tiempos, nosotros no hemos de morir, siempre habrá un autor que quiera tener su hijo entre las manos. La cantidad de veces que se repitan solo es proporcional a la curiosidad que el mismo creé. Si su novela o su estudio gusta, otros querrán poder olerlo y lo guardaran como si fuese un tesoro. Es igual que nos copien esos piratas, es lo mismo que nos lean en un formato u otro. Nosotros somos la cultura retenida, ya éramos libros cuando los antiguos escribían en piedras, el mundo se hacía página para lo que llevamos dentro.

Noté un poco de enfado por su parte y no quise seguir preguntando. Me despedí dando las gracias y la coloqué en su lugar, un sitio preferente para los libros con solera, con historia que cuentan lo que es capaz de hacer un hombre cuando quiere transmitir algo. Al salir ojeé lo que los internautas hacían. Uno chateaba con una mujer bella, le explicaba como era de bonito su país y le mostraba fotografías de playas de ensueño. El de al lado leía un archivo, parecía una tesis o similar. El siguiente miraba fotos de motos, diagramas y esquemas de cada una de las partes de una de ésas. Un chico árabe leía algo en su bonita escritura y asentía con la cabeza, es posible que fuese un tema religioso. En el último asiento estaba una muchacha. La web que tenía abierta era la wikypedia y leía muy atenta toda la información. Me paré a ver por donde tiraba la chica y pude comprobar que lo suyo era la historia, la de aquí, ésa que mi libro interlocutor de esta tarde tenía dentro. Tuve la osadía de acercarme y tocarle el hombro.

.- Perdona que te moleste – esos hermosos ojos, casi me fulminan –  Mira, en esa zona tienes un libro de Historia que te encantará, dice más y mejor de lo que puedas encontrar en la Wiky.

.- Sí, lo sé. Allí está mi libro de historia favorito, lo escribió mi abuelo. Es un tesoro familiar que casi nos lo sabemos de memoria. Pero los tiempos han cambiado y ahora estoy preparando mi tesis doctoral que tiene como tema mi abuelo el historiador.

Ahora la noté mucho más tranquila, menos enfadada por la intromisión. Me quedé mirando a esa chica de grandes ojos; ella, sin duda, era el resultado de una buena historia. Sin poderlo remediar le pedí que se viniese a tomar un café. Me sonrió, se giró, fue cerrando ventanas, tomo su bolso y se vino conmigo. Hablamos un par de horas de su abuelo y al final, cuando ya nos íbamos, le comenté que había hecho una entrevista al libro. Ella se río con una sonora carcajada.

.- ¿Pero no sabes que los libros no saben leer? Ven, yo tengo el poder de hacerte ver cómo era mi abuelo, dicen que me parezco mucho.

Y así es como empezó un capitulo nuevo en mi vida, el amor; es una manera de transmitir cultura.

FIN

Un noviazgo con futuro incierto. Un cuento vulgar de patos enamorados.

Esto eran unos animales más o menos normales en un trozo de río, más o menos dulce y desde luego, con las aguas tibias, a veces calientes, tanto que suelen llegar al punto de ebullición.

Pero eso solo pasa una vez al año y es entonces cuando todos los patos, el cisne, las pollas de dulce, las gaviotas y los recunchos, salen del agua y se cuelgan en un único árbol que hay la pequeña isleta, que no es más que una roca seca, cuando no está mojada, y que no tiene otra peculiaridad que ser rugosa, pequeña; seca y rugosa, como si fuese un banco de princesas, tan necesario para que no resbalen los que allí se posan. El árbol da sombra por los cuatro costados, esto era una ventaja.

Se vieron de casualidad. Ella, la P.M. (voy a usar solo las iniciales, porque no deseo que se den por aludidos si leen esta, su historia) prosigo, ella, la P.M. más lista de todas las patas de este su charco, tenía a bien imitar a otro de los animales populares, al pavo, y solía hacer lo propio delante de P.H. que era un gracioso y tontorrón pato, sin más interés que el mostrarse como un exquisito poulet (así en francés) que lo había visto en una revista que flotaba por la orilla de los pequeños pájaros salvajes y que estos pensaban era una imagen de un monstruo de la naturaleza, que no soportaba el agua y por esto, tal que pasaban unas horas, se iba diluyendo poco a poco, hasta desaparecer en el fondo. Le tenían miedo, sí, pero solo era cuestión de horas. El P.V. lo vio, sopesó la guapura de aquel tipo desplumado tan francés y llegó a la conclusión de que eso, eso quería llegar a ser.

De mientras, mientras esperaba que llegase alguna indicación más, de cómo alcanzar lo de ser francés, se pasaba todo el tiempo mostrándose a unos y a otros, con cierta prepotencia, la que tienen los que creen que su futuro cuanto menos está despejado. Otra cosa es si luego ocurre, y de no suceder, serán por lo menos embargados por un sucedido inesperado, cosa que le proporcionará largas charlas en las reuniones que solían tener encima de la isla-roca.

Este día, ella estaba especialmente pava y él singularmente poulet.

No podría ser de otra manera pero fue un amor a primera oleada.

Ella no dejaba de ponerle caras, hacía gestos que más parecían de una pata contorsionista, que de una sensata criatura que quisiera y la cosa no era para menos… este pato prometía…

Es normal que entre los de esta clase de aves, llamados ánades entre los que han estudiado, se conforme un lazo importante, tan importante es que se comparte entre otros de su singular ralea. Los patos no son así, porque sí.

Hubo un tiempo en que ellos eran más grandes, poderosas aves de cualquier paraíso, lo que queda demostrado en la forma casi oblonga de sus huevos, que además tienen dibujos concretos. No son como los de las gallinas que pueden ser blancos o tostados, ni como los de las codornices que tienen unas manchas feas y difusas. Los huevos de pato, son de seda, seda estampada con bonitas flores de mil colores.

Es difícil que esto se vea con la simple luz del día, o de la noche, cosa normal, incluso con una bombilla de doscientos vatios, imposible. Se da el caso de que muy rara vez coincida que una aurora boreal enfoque un huevo de ellos, de ser así todos verían lo que digo y cuento.

La P.H. le hablaba en francés, que había aprendido al prestar mucha atención a los turistas que a veces llegaban para molestar a los pequeños e impedidos peces que por la charca se encontraban. Ella, como nunca supo este curioso idioma, no sabía lo que le decía y así pues le podía estar contando que el del hotel le había dicho que esa noche tendrían bailes de salón en el salón, o lo que es lo mismo: Dame, ce soir, nous vous proposons la danse de salon dans la chambre rose. Nous espérons que votre visite. Pero esto daba igual, porque el otro P.V. no entendía lo que expresaban en esa lengua, nunca lo entendió, solo quería ser un poulet famoso.

Así pasaban la tarde. Uno mirando las tonterías que la otra hacía y pensando que no era capaz de decir nada serio, por muy francés que fuese. Hubo un momento, cuando se iba que creyó escuchar: Oh! Mon dieu! Regardez la maman, que le poulet si jolie. Non, peu fou, c’est un canard, un canard ne vaut pas pour le foie gras.

Esto sí que le emocionó y desde entonces, se divirtieron juntos todos los días del verano; repitiendo francés y soñando con la grandeza de tener muchos poulettes.

DOBLESPACIO MAGAZINE YA ESTÁ EN LA WEB… y tiene uno de mis hijos.

Ha nacido una revista cultural de la mano de personas llenas de entusiasmo; rebosa cultura por todas partes y nos cuentan que no han de parar.

Escribí un artículo, se puede ver en la página 17 con el título de CULTURA INQUIETA. No perderse la fotografía y por supuesto las demás colaboraciones… excepcionales.

Imagino que os gustará…

http://dedoblespacio.wordpress.com/2013/07/22/doblespacio-magazine-ya-esta-en-la-web/

 

 

La casa familiar y otros pises.

En cierta ocasión entré en casa de mis padres; ya no vivía allí, llevaba dos años felizmente casada, en mi propio nido.

Ese día salí, tomé el autobús sin pensar y acabé en la calle donde crecí. Me vi de niña jugando a saltar las losetas, me prohibía tocar las de color oscuro y solo las escasas blancas eran mi territorio… Salté dos, tres veces, hasta que vi a la vieja portera del 43 mirando como siempre lo había hecho, acusando por algo, por vivir. Olí a caucho y aspiré; escuché el ruido que hacen las máquinas neumáticas del taller de enfrente, ahora mucho menos que antaño. Sonreí al anciano librero que se sienta en la puerta de su cochambrosa entrada, siempre lo hizo y supe que ese día estaba allí para mí, para mi propio placer de recordar los muchos ratos pasados dentro. Ese reducto de papel húmedo y usado, que se repartía por unas monedas y que no te pertenecía del todo. Nunca me gustó que dejase marcados sus tesoros; él decía que era para que no olvidemos que las cosas tienen que circular. Los demás libreros de lance, los que tenían comercios grandes y señoriales, ésos, solo recortaban algunas cosas que no les gustaban, revistas, tebeos, libritos enanos sudados… pero el mío se molestaba en hacer que las esquinas fuesen círculos, lo suyo era un aviso, no un descrédito.

En los sitios que llueve, mojarse es lo normal, pero como en todas partes, la lluvia hace que aceleres la marcha, en un intento de no empaparte. Llegué al portal de la que fue mi casa.

No tenía llave de la gran puerta, pero a esas horas la portera estaba sacando basuras y se dejaba el portón asegurado con un pequeño triangulo de madera, bien calzada para que no llegase a cerrar. Entré y subí a mi casa, por las escaleras, porque me gustaba contarlas para saber que no habían crecido. Llamé al timbre a la vez que decía: “Soy yo” como si esto fuesen palabras mágicas.

Nadie me abrió, no se escuchaba ningún ruido por lo que pensé que mis padres habían salido. No llevaba la llave encima, pero sabía dónde estaba la de reserva, esa que de críos tantas veces usamos por pérdida de la otra.  Había hasta cuatro cerraduras en reserva para estos casos, cuando se perdía una llave, se ponía otra y si volvía a pasar lo mismo, otra. Debíamos de ser unos desastres para perder tantas veces las llaves.

Entré y me entretuve en ver que no había ruidos, que olía al perfume de mi padre mezclado con el de mi madre y supe que no hacía mucho que habían salido. Los paraguas no estaban, así que llegué a la conclusión de que tendrían para un rato largo.

Lo primero que hice fue entrar en lo que fue mi habitación ahora convertida en un miserable gimnasio con una bicicleta estática y un andador que no habían sido usados en años. Un montón de cajas, ropas de temporada y viejas estufas decoraban ese lugar que había sido tan mío. Dejé allí el bolso.

La soledad de las casas paternas da miedo.

Lo que de verdad asusta es mi mente en soledad, que hace como si tuviese un aeropuerto a mano y vuela a lugares más divertidos.

En la habitación de mi hermano aún quedaban los libros, la cama, y dos bolsas cerradas que abrí. Eran sus cosas que llevaban ocho años esperando ser recogidas, nunca supimos por qué no quería llevarse sus recuerdos; imagino que se hizo con unos nuevos. En un cajón encontré un fajo de tebeos con las esquinas redondeadas y supe que no nos pertenecían, imaginé que a lo mejor mi querido librero me lanzaba miradas desesperadas para que se le reintegrasen, como si sus enormes pilas fuesen a caer por la falta. Me los llevé al cuarto y los dejé junto a mi bolso, tenía la idea de devolverlos hoy mismo.

En el dormitorio de mis padres todo estaba igual. La misma colcha granate con borlones que parecía más una cortina de castillo que un cobertor. Las mesillas con las lamparitas feas y esas cajas de piel repujada donde metían el reloj o las pocas joyas, mi madre. Ahora también había una novedad. En el cenicero de toda la vida, ése de cristal verde muy pesado, tenían pastillas, estaban metidas en los casilleros pero recortadas, cuadraditos de plata con distintos colorines, que parecían anillos.

Su armario de lavandería, con aquella manía del hombre por tener todos los trajes desde que se casó. Los mantenía intactos, el pantalón, la chaqueta y la corbata correspondiente. Pendían de las perchas con su funda de plástico típica de las lavanderías y se les veía desesperados por vivir, me daba que ya estaban más que muertos, que jamás nadie se los volvería a poner, y pensé que si en algún momento llegaban a mis manos los rompería en pedazos, eran las capas muertas de mi padre y de nadie más. Había uno claro, uno que recordaba cuando era niña, ése con el que tengo una foto, y él me tiene cogida en brazos. Lo recuerdo bien, porque el botón de la manga se me enganchó en el pelo y a pesar de mi sufrimiento era más importante que no se rompiera aquella cosa redonda. Agarré la manga, cogí el botón, le di veinte vueltas hasta que se soltó.

Me asusté de mi inconsciente valentía y en seguida pensé qué hacer. Lo cosía, lo escondía, lo dejaba caer como si hubiesen sido las ratas… me lo metí en el hueco que hace el pecho, mis tetas eran lo mejor que tenía para esconder un botón.

Abrí los cajones de la cómoda, las pequeñas cajitas de ella donde guarda sus tesoros, o la de él, que retiene los plazos, los pagos, las averías, todo eso que pertenece a la casa y a la familia. Algunas fotos resaltaban más que otras, sobre todo las de mi hermano que estaban boca abajo. Se ve que no querían ver cómo les miraba y cómo les echaba en cara su tristeza por no devolver los tebeos, que no era eso, pero a buen seguro era sentirse triste y con la necesidad de hacerse una nueva historia.

Llegué al salón y moví un florero solo por ver que no estaba atornillado, toda aquella casa daba grima, parecía que el tiempo se había detenido, y me podía ver corretear, sentada, apoyada, leyendo, mirando… era como si nada hubiese pasado, o quizás todo era un teatro y éste era el escenario, siempre dispuesto para una representación. Las cosas se podían mover, pero nadie lo hacía.

En la cocina tuve que abrir la nevera para ver que allí había gente viviendo. Ni una mala miga de pan, ni un vaso fuera de su sitio. Tanta obsesión no puede ser buena, cuanto menos es aburrida, mortal de necesidad. Hice algo que no me dejaban. Vi la botella de agua a un lado, en la puerta, donde siempre, y bebí a morro un largo trago. No me gusta el agua, pero este trago fue un romper el hechizo, un despertar, casi parecía que fuese vino. Me hizo sonreír por mi malicia, luego reír y al final carcajearme como una loca que por fin se dio cuenta de cuál era su mal; fueron otros los que me la jugaron, ahora era libre.

Con la sonrisa en la cara me fui a la habitación para coger el bolso y los tebeos. Al momento escuché unos ruidos. No eran extraños, los normales de gente que entra en su casa. No podía escuchar bien lo que decían pero no sé por qué me entró miedo y me escondí entre las cajas. Me quedé sin respirar todo lo que pude, pensando que si salía les iba a dar un susto de muerte.

Pasaron unos minutos y apareció el ruido de las cacerolas, el olor a cebolla frita y el sonido de la televisión. Me dije que ahora era el momento de salir, así silenciosa, como un ladrón… Mi padre se levantó, escuchaba cómo se acercaban sus pasos y mi corazón se paró completamente. Iba al váter a mear, casi bendije el ruido del poco líquido que echó. Al cabo de un rato sonaban los ruidos de los platos, no iban a comer en la cocina, lo hacían sentados frente al televisor. Cuántos años peleando para que esto pasase y nunca jamás, ni siquiera la merienda pudimos hacerla de esta manera. Ahora que podía pillarlos infraganti, no me atreví a moverme.

Nadie sabe lo despacio que pueden comer dos adultos mirando las noticias, los deportes, el tiempo y los anuncios… más de media hora para terminar algo que el médico les había recomendado menguar. Llegaron los postres. Que si quieres manzana o melocotón, que si no hay otra cosa, que si te aguantas con lo que hay… Otro viaje al váter, este hombre tiene la próstata delatora, tantos años disimulando el alcohol y ahora lo sé, bebía como un cosaco. Esos pómulos, esa nariz sonrosados, no era el fresco del atardecer; ni las bromas fuera de tiesto era buen humor, era la sangre de toro que tenía en las venas al llegar a casa. Nunca les oí discutir por esto.

A los cafés y de la imaginación de una buena meada, me entraron unas ganas terribles de ir al baño. Me empecé a mover como atacada de un baile extraño, solo movía las caderas, no fuesen a caer las cajas y me descubriesen y a cada minuto peor iba a ser el resultado de ser descubierta. Lamenté no haberlos matado con el susto, no podía más.

En el momento que ella se volvía a la cocina con las tazas y los restos de la comida, me animé a salir a hurtadillas, pensaba que él estaría ya medio dormido y no me sentirían. Saqué los tebeos, doblé el bolso debajo del brazo, mis ganas no me dejaban en paz. Fui a salir y volví a escuchar a mi madre a voz en grito: “¿Te has tomado la pastilla?” El otro,  que debía de estar en un mundo aparte, pegó un salto y se encaminó hacia el pasillo.

Otra vez me retrotraje y me escondí como pude. ¿Qué me estaba pasando? Parecía idiota del todo, allí sin casi respirar.

Se ve que había tomado lo que le mandaban y volvía a sentarse en el sillón. Ella también.

En la televisión estaban viendo un programa de esos del corazón, uno donde todos gritan y perrean, casi no podía distinguir quién hablaba, parecía un gallinero. Pensé que ambos se dormirían y nada más lejos.

Mi madre se empeñaba en hablar con el presentador, insultaba a los contertulios y exigía que echasen a tal o cual. Mi padre en ésas se sobresaltaba y le recriminaba la molestia ¡por dios! parecía una casa de locos.

Esperé, me meneé, pensaba en otras cosas, me contaba cuentos, incluso me puse a ojear los tebeos, casi deseando que me encontrasen allí y sin mayores explicaciones salir corriendo al servicio y mear, una meada larga y que le enseñase a mi padre lo que era un desahogo feliz.

No sé el tiempo que estuve, me dolía la vejiga, las rodillas, la cabeza y tenía hambre, pero lo peor era la sed. La boca tenía ese gusto a trapo viejo, algo que era peor que tener ganas de orinar.

Miraba por todas partes. A lo mejor, un cubo, un bote, una botella donde poder relajar mis líquidos… Allí, en una esquina, había un viejo botellero, uno que antes había presidido la cocina, pero se ve que ahora, como otras cosas, lo relegaban a la navidad, que tampoco nadie abría botella alguna, el borrachín de mi padre solo bebía mosto y ella, ni eso.

Solo encontré una botella de ron añejo, una de ésas que uno no compraría por cara y porque te la regalan en la cesta de navidad. Ahora ya no lo hacen, pero antes, cuando el hombre trabajaba solían darle un buen aguinaldo, dependiendo de los beneficios de la empresa. Se ve que ese año habían sido excepcionales y el ron era de los muy caros.

Era caro, pero me hizo un agujero en el estómago y no calmó mi sed. Seguí bebiendo, casi más para olvidar la tontería del día, que para calmar otra cosa. Me puse chula y casi había decidido que meaba en una caja, empezaba a darme todo igual y lo que era peor… me estaba entrando la misma risa tonta, con el mismo soniquete que a mi padre cuando regresaba con la nariz colorada.

Lo bueno del alcohol caro es que o te da una fiesta alucinante o te deja medio lela. Y a las lelas lo que les gusta es dormir. Me quedé dormida y nadie sabe lo que lo agradecí.

Cuando desperté, casi no se escuchaban sonidos, nada. Mi cabeza daba vueltas, mi mente no rulaba, mis ganas de mear se hicieron imposibles de nuevo, pero en la casa no se escuchaba nada.

Cerré la medio llena botella y la escondí como pude. Volví a recolocar el bolso y decidí que me daba igual lo que pasase. Me importaba un pimiento si los iba a matar de un susto, si se enfadaban y volvían a cambiar la cerradura como cuando era pequeña, me daba todo igual.

Abrí la puerta con mucho cuidado, tal y como llevaba horas imaginando, la entorné lo justo para sacar la cabeza y ver qué hacían… ¡No me lo podía creer! estaban los dos sentados en almohadones, sobre el suelo, con las piernas cruzadas. Estaban haciendo algo como yoga. La risa volvió a mi boca y me mordí los labios, dejé la puerta abierta, para que no hubiese ningún ruido que los quitase de esa meditación, me deslicé por el pasillo, olí el cuarto de baño como si fuese el último olor bendito del mundo y llegué a la puerta. La abrí con sumo cuidado y pasé al otro lado con la desgracia de que mi bolso se esparramó por el suelo.

Solo podía hacer una cosa. ¡Soy yo! grité como si tuviese diez años y giré sobre mis pies quedando de nuevo frente al pasillo. Allí los vi saltar de los almohadones, increíble agilidad la suya. Sus caras se pusieron de tonos indecibles tirando a rojo; los ojos parecía estaban viendo un fantasma.

Me hice pis en la alfombra de la entrada, ésa que pone: “Bienvenido a esta casa”

Mi padre se acercó lentamente por el pasillo, me miraba tan extraño. Cerró la puerta en mis narices, hubiese dicho que no me había visto. Repetí: ¡Soy yo! y nadie me abrió la puerta. Pegué la oreja a la madera y nada les escuchaba. Recogí mis cosas del suelo y baje las escaleras. La portera cuando me vio me preguntó si estaba bien, si había podido entrar.

Me extraño esa pregunta, le dije que sí, que mis padres estaban bien.

En la puerta me esperaba mi marido con el coche, hablaba por teléfono y decía que no pasaba nada, que todo estaba controlado, que ya volvía, como cada vez que regresaba a la casa. Decía: “Ella nunca sabrá lo que vale un susto”

Me subí al coche y olvidé. Siempre lo olvido, sé que regreso a esta calle, a este portal y llego a su puerta. Sé que vuelvo a casa mojada, pero no puedo recordar nada más. Hoy hice el esfuerzo y transcribí todo lo que hago, porque llevo una temporada que ni el ron viejo puede calmarme las ganas de mear.

FIN.

TRES ENGAÑOS, UN CUENTO PARA NIÑOS.

Título: LA FELICIDAD ESTABA EN EL INTERIOR. 
Erase una vez un niño que abrió los ojos. Vio lo que había a su alrededor… el sudor de su padre, las bragas de su madre, la ley o el cielo contaminado… Sintió miedo y se murió.
Fin.

A los niños, no les gustó.

.-No me gustó, me pido otro porfi.

.-A mi tampoco !!

.-estoy sudando Marixa, no entiendo nada… Lo leo, lo releo, lo vuelvo a leer! jaja

.-bueno, no es precisamente para niños…….

Título: LA FELICIDAD ESTABA EN EL INTERIOR 2.0
Erase una vez un niño que no abrió los ojos. No vio lo que había a su alrededor… el candor de su padre, las ganas de su madre, la leyenda o el cielo iluminado… Sintió miedo y se despertó.
Fin.

Este tampoco fue de su agrado…

.-Muy corto , no me termina de gustar , es como el cuento de Juan pimiento que nunca se acaba y ya se acabó !!

.- A mi me gusta, tiene final feliz!

.- Un cuento totalmente cierto y muy acorde con mi filosofía La ceguera es la respuesta a la felicidad.

.- Este tiene final feliz pero me ha gustado tanto como el otro…

Título: LA FELICIDAD ESTABA EN EL INTERIOR 2.1
Erase una vez un montón de niños, que no abrieron los ojos. No vieron lo que había a su alrededor… el candor de todos los padres, menos uno, aquel que sudaba: las ganas de las madres que tenían bragas, la leyenda de las leyes o el cielo iluminado, casi de color naranja por la contaminación… Sintieron miedo y unos despertaron; no todos tuvieron a bien, los más revolucionarios ya estaban muertos antes de nacer.
Fin.

Y sudaba todo eso…

.-joer…

.-  Joroba. Que joroba !!

.- ¿ Es un rompecabezas?

.- No muy de acuerdo;la felicidad es una utopía que mientras la buscas estás entretenido.

EL PEQUEÑO ACOMPAÑANTE

Había una mujer que guardaba un hombre pequeñito en un bolsillo. Lo tenía allí como quien conserva un amuleto dado por una vecina; realmente no era despreciable pero tampoco atraía suertes de ningún tipo, ninguno que ella pudiese apreciar.

Hace años tuvo un gato pero no era lo suficientemente pequeño como para llevarlo de un lado a otro en bolsillo alguno y el pobre bicho vivía enroscado a su cuello del que solo se apeaba si la mujer entraba en llantos. Tanto lloraba que las lágrimas que le caían casi ahogan al bicho y no hubo más remedio que deshacerse de este. Lo dejo en la puerta de un orfanato laico. Aquellos que guardaban a los hijos de los desconocidos siempre decían que eran muy suaves los niños, su gato también lo era, seguro no notarían la diferencia. Más a más porque se había impregnado tanto de las lágrimas que olía a persona.

No se había dado cuenta pero el hombre pequeñito adquirió la habilidad de ser el guardián de las llaves. Las llevaba atadas a la cintura con un fino cordel y cuando ella las necesitaba él sabía perfectamente cómo hacer para que las encontrase. Le daba un pellizquito en la pantorrilla, que es la zona más cercana a los bolsillos, y así, siempre estaban al alcance de la mano.

Nunca le dio las gracias por esto.

De ser el guardián de las llaves pasó a ser el sujetador del anillo, porque ella tenía un anillo mentiroso, que valía su peso en oro, lo que no era mucho teniendo en cuenta lo delgado que era. Cada vez que lloraba la medida de la mujer menguaba y el anillo tendía a escaparse. Primero lo usó en el dedo índice y esto le venía de maravilla. Solo con señalar al cielo conseguía que todos mirasen su bonito y dorado anillo.

Llorar por un déjà vu no trae nada bueno. Tuvo un pensamiento espeso, uno de esos que cuesta curar. Estornudaba ideas, sensaciones y moqueaba palabras sinsentido. Cuando se curó vio con sorpresa que el anillo había resbalado en el fondillo y al ir a recogerlo el hombre pequeñito lo tenía en el cuello. Le pareció guapo y por una vez pensó que la pieza le quedaba mejor a él. Se lo puso en el dedo anular. Un día se le quedó prendido en un saliente e inevitablemente ella no quiso soltar la mano de su brazo, ni este de su tronco, ni ella de aquél sitio tan peligroso. Permaneció allí el minuto más largo de su vida, tanto que envejeció dos meses de golpe y por supuesto, salió el dedo del empeño, menguó un tanto. De nuevo quedó el oro como collar del diminuto.

Empezaba a temer por su vida siendo la causa ese pequeño trozo de metal infernal. Esto lo dudaba un poco.

Cada vez que metía su mano en el bolsillo y lo rozaba sentía un cierto cosquilleo, era él que le besaba las yemas; no lo distinguía bien porque con ese tamaño de labios no podía competir con el gato huérfano de olor a lágrima viva. No se puso el anillo en el siguiente dedo, tenía la impresión de ser un engaño, si hubiese dado un puñetazo quizás un escalofrío de dolor le habría dado la razón. No es que ella estuviese dando puñetazos todo el tiempo, pero le gustaba llamar a las puertas de esta manera. Le relajaba mucho hacer esto. Era como pegar justificadamente y solo pasaban dos cosas: alguien que no estaba, no respondía o lo hacía y ambas cosas eran una fortuna. Esta costumbre le había dado muy buenos resultados, impepinablemente detrás de una puerta hay un mundo que solo te puede pertenecer si la traspasas, de no hacerlo es posible que tengas que imaginar qué es lo que allí hay y nunca aciertas, por mucho que lo intentes o incluso sabiendo algunos parámetros sacados, por supuesto, de algún chascarrillo escuchado por las escaleras en esos ratos en los que parecía que intentaba encontrar las llaves y disimulaba metiendo la mano en otros bolsillos o tocándose los pechos, qué a veces, solo en casos excepcionales también servían de resguardos. Ella perdía el tiempo en el lugar donde el pequeño estaba; como la vida da muchos sustos su tamaño también era menor y de a poco sentía casi bien los besos que él le daba en todas las yemas, en las uñas, en los nudillos. Le dejaba hacer y se sentía bien.

Cuando le preguntaban si estaba sola, respondía rápido que sí, que lo estaba. En la pantorrilla podía sentir un corazón que latía con fuerza; un día dijo que tenía una mariposa guardada por si llegaba la primavera de sorpresa. A todos les pareció normal la explicación, ellos no tenían mariposas guardadas pero esta mujer era muy extraña y como la veían menguar con cada contratiempo no le querían contradecir.

Una noche hizo algo que no había hecho nunca jamás; una tontería de esas que se hacen cuando la luna no está plena y hay tan poca luz que ni tú mismo te ves. Se puso el vestido para ir a dormir, con miedo por esto, salvando la distancia de la mala suerte que da hacer cosas así. A los muertos no les ponen camisones, las visten con vestidos importantes, menos mal que no suelen tener bolsillos.

Se durmió con la mano resguardada, sintiendo como un hombrecillo enloquecía a base de besos y pequeños pellizcos en las pantorrillas y más allá. Tuvo sueños increíbles, como que la enana criatura crecía y crecía… se despertó de la pesadilla cuando los hilos no podían contener tanta grandeza y se veía casi desnuda, apenas cubierta por los jirones de la prenda. Se levantó y volvió a lo habitual, dejar lo puesto en el armario y ponerse un recatado camisón lleno de flores que no hacían cosquillas si no las ayudabas.

A estas alturas la vida continuaba un poco más complicada que en el pasado; había menguado tanto que el anillo ya solo servía de collar para otro y ella sentía que todo le quedaba grande. Había que hacer algo, esto no podía continuar así.

Se acercó al orfanato a ver si podía volver a tener a su mojado gato y se encontró que habían hecho collares con él. Todos los niños que allí se acomodaban tenían un collar hecho con las tripas y la piel del gato y de estos colgaban miles de pequeñas perlas. Las lagrimas de los chiquillos cada vez que tocaban la piel del bicho se convertían en perlas brillantes de gran calidad y los encargados las vendían por todo el mundo, porque eran curativas, resolvían todas las enfermedades de la angustia con una facilidad pasmosa.

Les dio pena verla pequeña y sin color, se apiadaron de ella y recordaron que de no ser por su impronta ellos no tendrían perlas. Le regalaron una de mediano tamaño, una que, según decían, podía curar las penas de todos los que la tocasen.

Se la metió al bolsillo como hacen todos los incrédulos, da igual la suerte que les regales acaba en ese reducto, camino del olvido.

Ya llegando a la casa se sintió cansada, era como si llevase un gran peso encima, uno como si fuese una mentira o una verdad increíble. Al llegar a la puerta del vecino dio un buen puñetazo, casi con rabia, esperando ser escuchada y socorrida. Nadie respondió. En el otro piso dio hasta dos golpes fuertes también… nada. Era raro, casi nunca tenía que golpear en más de una puerta para ser recibida, desistió.

Hizo como si no encontrase las llaves. Encorvada sobre su bolso removía las cosas, sacaba unas y luego otras; se tocó los pechos con suavidad, bajó por la cintura y se entretuvo en ella rodeándola; tocó una de sus caderas dando pequeños golpecitos con los nudillos, como si llamase a una puerta invisible. Sabía que las llaves las tenía en el otro lado bien resguardadas.

Las escuchó cuando dieron de morros contra el suelo, que las llaves al caer cierran las bocas para no romperse los dientes, esto lo sabe cualquiera que tenga llaves, el sonido es fuerte pero no molesto, por eso se pierden tantas veces.

Por fin pudo entrar al lugar donde no es necesario imaginar que hay, lo sabes y solo a veces dudas sobre si el deseo de cambio habrá hecho su trabajo y puede que te encuentres los muebles por el techo, o alguna otra persona que se apodere de tus cosas y sin darte cuenta pierdas las identidad porque esas personas te la absorben.

Una vez dentro respiró el aroma de lo que es tuyo, el suelo que te recuerda de los muchos paseos que diste en el, la pared que soporta tus penosos dibujos o el vaso que siempre te mira dispuesto. Todo le resultaba fuerte, eran los colores que se habían duplicado en tono y ahora ocupaban mucho más espacio. Por fin se decidió y metió su mano en el bolsillo, por una vez la costumbre del cosquilleo no se dio; esto la enfadó bastante, se quitó el vestido y lo metió en el armario, allí de cualquier manera, sin colgar, tirado sobre los zapatos de verano y las botas de agua.

Hizo lo que hacía siempre antes de irse a dormir, una rutina que le parecía que era parte de ella y se metió en la cama con el camisón de sosas flores. Daba vueltas y más vueltas, tenía algo durmiendo a su lado, la necesidad. Esto le hizo mirar hacia el armario y sentir que la tonta penuria le empujaba, se tuvo que levantar, de lo contrario habría caído sin remedio. Se acercó al armario, sacó el vestido abolsillado y se lo puso.

Miró su mano desnuda y tuvo un deseo, se quería poner el anillo de oro, señalar a la luna y que el pequeño hombre mirase al dedo. Fue entrando poco a poco, muy despacio para no asustarle… sacó el anillo con el hombre al cuello, este había crecido y se estaba ahogando con el aro. El muy tonto se había tragado la perla y en el subterfugio empezó a crecer; se asustó. No reaccionaba bien a la adversidad, no encontraba soluciones por las paredes vacías de su cabeza, solo se le ocurrió hacer eso que hace la gente cuando quiere sacar un anillo de un dedo remolón que ha engordado por una alegría. Metió la cabeza del hombre en su boca y la llenó de saliva, lo sacó y lo intentó de nuevo, el aro salía doblándole las orejas y aplastando la nariz. Lo miró y se lo volvió a meter a la boca, quería sorber lo que de ella quedaba por el pelo.

Sin querer pasó algo extraño, lo aspiró y con el dedo de la luna lo empujó de tal manera que acabó tragándoselo.

No le dio las gracias nunca y ahora entre lágrimas e hipos se sentía morir. No se murió no, a la mañana siguiente supo que el hombrecillo había empezado a crecer y ahora le daba besos desde dentro. Ella ya nunca más estaría sola, ahora eran dos y una perla de gato.

Te espero cuando miremos al cielo de noche: tú allá, yo aquí. Mario Benedetti.

Mario Orlando Hardy Hamlet, escribía esto mismo (Te espero cuando miremos al cielo de noche: tú allá, yo aquí.) a su amante.

El pobre había metido la pata. Y es que los escritores, siempre están metiendo la pata.

Escriben sin darse cuenta de que a veces, las letras se cansan; tanto lo hacen que puede ser que lleguen a enloquecer.

El hombre estaba sentado en su cómoda silla, lo que era ya un punto de inflexión para las letras, ellas nunca están cómodas.

Las letras son unas orgullosas figuras que andan exhibiéndose, siempre formando grupos de amigos que no han de parar según sean las fiestas a las que se les invita.

Allí sentado, mantenía los dedos colocados sobre las teclas de una vieja máquina de escribir. No era capaz de seguir tecleando. Miraba el carro que no se movía con la esperanza de que un empuje, ese que siempre hacía que los dedos bajasen con fuerza y fuesen creando una palabra, una frase o el mejor de los párrafos apareciese.

No era cosa de la postura, no podía ser. Algo le pasaba y ya empezaba a ponerse nervioso.

Pensó en levantarse, pero sabía que si hacía esto era muy posible que las letras se fuesen de juerga hacia otras hojas todas blancas; esos malditos folios que no eran suyos; esos que se colaban por debajo de la puerta y a escondidas le robaban sus letras, sus palabras… menos mal que en la loca huida de estas no eran capaces de ordenarse y sería muy complicado hacer de ellas bellas frases, párrafos o incluso capítulos.

Le entró sed y como hacía en muchas ocasiones pegó un grito de socorro: “Amor, por favor, tráeme un poco de vino”

Se mantuvo a la espera, siempre escuchaba su voz cantarina desde el otro lado de la casa: “Voy!” y al poco ella aparecía con el pedido. Era tan bella y tan luminosa que no necesitaba encender las luces. Al moverse su pelo iluminaba por donde pasaba y sus ojos resplandecían tanto que parecían focos.

Nada, no escuchó nada.

Temió lo peor… nunca hubiese imaginado que el silencio, mejor dicho, la falta de sonido, le asustase tanto.

A Mario Orlando Hardy Hamlet, nunca le había pasado algo así. Si se encontraba solo se escribía a sí mismo una bonita historia, una alegre, triste, indecisa, una que le acompañaba un buen rato. Incluso se daba cuenta de que las letras se ponían contentas.

No hay nada más triste, ni más desalentador que la espera sin respuestas. Esto no era agradable.

Hizo un esfuerzo y retiró las manos de encima de las teclas. No le pasó como otras veces que en el último momento los dedos no querían despegarse y como en un arranque de ánimo se ponían a escribir las cosas más curiosas.

Nada, se despegaron sin importancia.

El carro de la máquina seguía abrazado a la hoja blanca, se habían hecho amigos y el muy ladino comenzaba a manipularla sin compasión. Ya la había manchado por los costados.

El sillón, que no era tonto, se apartó al momento y él se pudo levantar sin mayores intentos. Respiró, se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo con el que se secó el sudor frío que le corría por la comisura de la nariz.

No encendió la luz del pasillo, caminó a tientas, pocos pasos dio cuando ya se tropezaba, daba traspiés y se tambaleaba; cayó sin remedio.

Ya sabía lo que se iba a encontrar. Cientos de páginas recostadas unas con otras, cientos de libros abiertos, cerrados, todos montando una fiesta de palabras, unas sin orden alguno y otras aclaradas, formando frases y párrafos, montones de capítulos coordinados.

Sin querer, que no quería darse cuenta de qué era lo que pasaba. Se levantó y pisó, lo que no se debe pisar, a las letras no les gusta ser pisadas y se te enroscan en los tobillos.

Miró por todos y cada uno de los rincones de la casa, ella no estaba. Intentó buscar alguna nota, aunque fuese un triste “Adiós” sin mayores explicaciones, pero allí no encontró nada.

A estas ya había encendido todas las luces y pudo comprobar cómo muchas de aquellas palabras estaban contando cuentos, muchas historias, alegres, tristes, de amor y desamor… y ella no estaba…

La muchacha, que lo amaba, había desaparecido entre las, ahora, rellenas hojas, había ayudado a las palabras que se le escapaban por debajo de la puerta y poco a poco se habían ido aclarando los cuentos; con su ayuda cientos de libros se habían formado y ella, ella estaba retenida entre cualquiera de ellos. Lejos, allá donde los índices descansan después de haber ordenado los capítulos.

Tomo un poco de vino, comió algo de pan, y se volvió a la habitación. Se acomodó en el sillón de escribir, colocó los dedos encima de las teclas de la vieja máquina y empezó a teclear.

“Te espero cuando miremos al cielo de noche: Tú allá, yo aquí”

Y se murió de pena.

FIN.

 (“Te espero cuando miremos al cielo de noche: tú allá, yo aquí.” Esta frase es del poeta uruguayo Mario Benedetti. El cuento… es un “cuento de muro” un modo de escribir en el muro de facebook, con pequeñas frases que hacen esta corta historia.) 

LA CINTA AMERICANA

Nosotros no hemos sido nunca tan patriotas como los americanos con su cinta adhesiva… ellos tienen cintas que invitan al amor a por la patria, y nosotros… ni al maldito celo sabemos cómo llamarlo, que usamos un nombre comercial. Hay una que bien podrían haberla hecho nuestra, pero se la cogieron los carroceros y nos quedamos sin el lujo de tener una cosa de estas como propia.

La cinta americana no se llamaba así, tenía su buen nombre comercial que recordaba al inventor. Uno que no recuerdo, por no haber nacido aun, pero que podría tener un toque parecido a los que ponemos nosotros, tipo: “Patatas Charitín” o algo similar.

Lo que ocurrió me lo contó un americano borracho perdido, que no pudo aguantar una corrida de toros. Salió de la plaza y se acercó al bar de la esquina, y por casualidad estaba allí, esperando a un novio que tenía y que por esos días se sacaba unos cuartos como camillero; que digo yo, vaya trabajo idiota; el chico solo cobraba si eran necesarios sus servicios y lo tenían esperando a ver si alguno de aquellos taurinos era corneado. Le dejaban mirar la corrida y todos se extrañaban que en su caso leyese un libro y no gozase con aquella encarnizada batalla del hombre y la bestia. El pobre volvía siempre lleno de manchurrones con tanta sangre que parecía un caído en combate.

Esperaba con el periódico abierto, sentada en la mesita de la calle, al sol y lo vi llegar. Ya a esas horas vomitaba, supongo que el asco por la escabechina. No pudo entrar en el local, se quedó sentado a mi lado, con una peste que echaba para atrás, pero como soy una señorita, me hice la loca y seguí a lo mío, a ver si se aburría y me dejaba en paz.

No hubo suerte, llamó a gritos al camarero, gritos en un “chapurreau” castellano que se hacía hasta gracioso. Pepe se asomó y me hizo gestos para que entrase, como si así me fuese a salvar de este bárbaro. Era americano sin remedio por aquella indumentaria que usaba, parecía, en estos años, que no podían venir sin esos pantalones de cuadros o las camisas floreadas, y esas gafas tan clásicas de las películas. El tipo, no llegué a entender cómo se llamaba así que le llamamos Charly, que es muy americano.

Volvió a llamar al camarero, daba palmas, silbaba y tanto saltaba en la silla que esta termino por romperse. Parece que se le pasó algo la borrachera cuando se vio estrellado en el suelo; le ayudaron a levantarse y le trajeron un vaso de agua, nadie en su juicio quiere ver un yanqui muerto en su bar. Se recuperó y pidió un café, hay que reconocer que haberse comportado tan brutamente, al hombre le hizo reaccionar. Allí estábamos los dos esperando, él a sus amigos que disfrutaban de la corrida y yo a mi novio que esperaba lo mismo que los otros, ver sangre. En cuanto se recompuso se dio cuenta de los estragos, y de un impulso y muy serio, buscó en el bolsillo de su cazadora. Sacó un rollo de cinta ancha, de color plateada y muy serio dijo: “Cinta americana” y en un pispas había recompuesto la silla. Se quitó el polvo de los pantalones, volvió a llamar al camarero con educación y se pidió un whisky con hielo para él y un “Chus” para mí. Le avisamos que no pasaba nada, que se sentase en otra silla y no hubo manera. Me contó la historia de cómo esta cinta se llamó así y que en sus inicios se denominaba “duck tape”, cinta de pato, y que se llegó a usar para recubrir los cables de no sé qué puente enorme en Brooklyn. En los años cuarenta los de Jhonson pusieron pegamento a la cinta más usada por los americanos y nació algo que serviría incluso en las armas de la Segunda Guerra Mundial. Pero lo de llamarse Cinta Americana era, y esto lo sabía de primera mano, ya que era una historia familiar, había sido a causa de su padre. Los americanos llegaron a Europa para salvarnos del nazismo y en esas estaban cuando el batallón de su señor sargento padre se encontraba en la vieja Italia. El hombre se había quedado solo en medio de la batalla y en esas encontró un regimiento entero haciendo resistencia a la entrada de un pueblo. Todos los vecinos se habían encerrado en la iglesia, muertos de miedo. Me decía que no entendía muy bien aquel empeño por pensar que una figura venerada en aquella capilla les iba a salvar de la masacre a la que estaban destinados. El sabía que su tropa no le dejaría solo y que llegarían en breve, pero no las tenía todas consigo y aquellos pueblerinos no iban a buscar cómo defenderse, solo sabían rezar. Recordó que llevaba en su mochila dos rollos de esta cinta y en esas desde fuera comenzó a tejer una tela que iba desde la verja de una pequeña ventana al lado derecho de la puerta, a la otra que estaba en el lado izquierdo. Así gastó una de aquellas cintas. Con la otra trazó, de árbol a árbol, justo al comienzo del camino, dos tiras que se mantenían tersas y se escondió. Los milicianos de Duce llegaron en sus motos y los cuatro primeros cayeron al suelo taponando la entrada, con lo que el contingente, que no eran muchos, tuvieron que parar para ayudar a estos y retirar la cinta a base de machetazos.

Llegaron a la vieja ermita y viendo que aquello estaba cerrado comenzaron a cortar las pasadas. La cinta no es fácil de cortar, y con las manos es imposible romperla. Se iban cabreando, pero esto dio tiempo a los americanos a llegar y hacer que saliesen huyendo a toda prisa. Al bueno del sargento le dieron una medalla y desde ese día la cinta de color plateado, que es adhesiva y ancha, le llamaron, cinta americana. Esto se fue corriendo como la pólvora por toda Europa.

La historia era de lo más increíble, pero desde luego hizo que el tiempo, unos cuatro toros y medio, se me hiciese corto. Llegó mi novio enfadado porque no hubo torero herido, ni un pobre muletilla que saltase a la arena. Allí nos juntamos con los demás amigos del americano y nos fuimos de juerga por el viejo Madrid, brindando por la cinta americana con cada trago de whisky que dábamos. Tenía que haberme quedado con un rollo de aquellos… mi novio se fue con una de esas rubias de tetas grandes y labios rojos, si lo hubiese prendido con la cinta, ahora estaría casada y no contando historias hasta altas horas de la madrugada.